martes, 23 de agosto de 2011

LA TRANSICIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA, UNA TAREA PENDIENTE


La visita del Papa a España ha dejado traslucir una de nuestras grandes tareas colectivas pendientes en España, pasar de ser un Estado fuertemente influido por la religión, a otro en el que esta pase definitivamente al ámbito privado de cada cual que deje de ser elemento de confrontación. No se trata solo de que el Estado se declare aconfesional en la Constitución. Hay países oficialmente católicos como Argentina, en el que la bandera del país está en los altares de las iglesias junto a la del Vaticano, y sin embargo sus habitantes muestran una gran tolerancia en esta materia, quizás por ser un país en el que se han instalado emigrantes procedentes de países y religiones muy diferentes. A nadie le interesan, ni le molestan las creencias del otro, que incluso se expresan en cualquier conversación con la mayor naturalidad, sin tener que bajar la voz.
Sin embargo, en lo que se refiere a temas religiosos, y también en los ideológicos, la sociedad española está marcada por ser en una sociedad de “antis”. Tenemos más facilidad de definir nuestras ideas en confrontación con las de los otros, que tratando de explicar las nuestras. En esto, los políticos actuales de cualquier color (aunque ahora el más predominante y casi único sea el gris) son maestros al tratar de explicar, más que lo que quieren hacer, el peligro de lo que otros pretenden, o lo que estos harían en el caso de que estuvieran gobernando. Pero en lo religioso, lo “anti” aún más palpable, aunque solo salga a relucir cuando aparecen en el debate cuestiones que tengan que ver con las creencias.
En este país se está perdiendo la batalla de la laicidad, en favor de un anticlericalismo que solo beneficia al victimismo que aduce una parte de la Jerarquía católica y un sector más conservador de sus feligreses, a veces nostálgica de la influencia que ejercía en nuestra sociedad en tiempos pasados y que, pese a todo, se va perdiendo sin remisión.
La verdadera laicidad pasa por el respeto a toda creencia religiosa y a la no creencia. El Estado debe ser muy cuidadoso en realizar inversiones, y la rentabilidad no es un argumento absoluto  para hacerlas, en temas que puedan provocar que un sector de la población se sienta agredido. Pero quienes no formen parte de una religión no pueden sentirse ofendidos porque el espacio público, que es de todos, pueda utilizarse por cualquier grupo ciudadano.
Si hay quien piensa que la Iglesia Católica mantiene privilegios en este país, y si sectores de la misma se sienten perseguidos, es que algo está fallando en materia de diálogo. También nos debe hacer reflexionar que en países como Australia, que no es precisamente un Estado de tradición católica, la Jornada Mundial de la Juventud fue una fiesta en la que participó quien quiso y nadie se sintió molesto.
Si esta Jornada tiene un discutible valor pastoral, si atrae a un perfil de católicos más cercanos a la Jerarquía y menos apegado a  las capas más desfavorecidas de la sociedad; si el mensaje que se traslada se ve lejano a lo que Jesucristo transmitió en vida, e incluso se cuestiona su figura, eso es un problema interno de los católicos y tendrá sus consecuencias sobre la imagen y relevancia de quienes nos sentimos parte de este colectivo.
Esto no quita que sea absolutamente necesario revisar la relación de la Iglesia Católica y el Estado, poner en valor las colaboraciones que estén siendo beneficiosas, y eliminar aquello que sea contrario a la aconfesionalidad estatal. Porque al igual que pocos dudan del valor de ciertas estructuras de la Iglesia en la lucha contra la pobreza, más controversia se produce con su papel en la educación pública, y aún más discutible resulta la presencia de los representantes del Estado en procesiones y manifestaciones religiosas, que solo deben afectar a quienes se consideren integrados en las mismas, y en las que nuestros políticos solo deberían participar a título personal, si así lo consideran.
La laicidad solo podrá ser una realidad si se abandona el anticlericalismo, si algunos católicos dejan de explotar el victimismo, y si los políticos dejan de utilizar la religión en su provecho.

miércoles, 8 de junio de 2011

EL BUEN SAMARITANO FUE A LAS TRES MIL

Hoy, como todos los miércoles que estoy en Sevilla, voy a la consulta del Polígono Sur , el barrio que todos los de fuera de él conocen como las tres mil viviendas, pero al que sus vecinos quieren que se conozca como lo nombré en primer lugar.
Como todos los miércoles, tenemos a mucha gente. Cuando estaba entrando la última persona, aparece una extraña pareja: un joven de raza negra que apenas puede tenerse en pie, y otro  autóctono, con una pinta que mis prejuicios identificaron como no muy buena, por decirlo de alguna forma compasiva hacia mis pensamientos.
Tras indicarles que para ser atendidos allí deben acudir el martes por la mañana al grupo de acogida ― es decir, casi una semana después ―, el español me indica que el muchacho está muy malito.
La consulta, para quien no la conozca, tenía en principio como objetivo la educación para la salud y la resolución de problemas de la farmacoterapia. Después, con la incorporación de Elisa, nuestra enfermera y Ana, nuestra médica, siguió siendo eso, para crecer con los matices que cada uno llevamos dentro, que ahora se enriquece con la incorporación  de Antonia, nuestra bioquímica, y también la de Josefina, nuestra nueva acupuntora. Todo un equipo multidisciplinar. Nuestro punto de partida es ayudar a muchos pacientes, enfermos crónicos en paro y sin recursos, con los  que Caritas pone a nuestra disposición, para pagarles la aportación que deben hacer para el pago de sus medicamentos. A partir de ahí, realizamos el seguimiento de sus terapias de forma conjunta, y cada cual aporta su conocimiento para resolver el problema que aparezca.
Al entrar, supimos que nuestro joven senegalés, que vivía en la calle desde hace mucho tiempo, estaba enfermo de bronquitis. Estaba muy enfermo, tirado en la acera junto a la que el español se ganaba la vida aparcando coches de forma ilegal, esa profesión que algún insigne intelectual sevillano denominó con éxito como “gorrilla”.
El español de mala pinta lo recogió del suelo y lo llevó al médico de urgencias, que le recetó unos medicamentos, muy probablemente contra la voluntad de nuestros maravillosos gestores sanitarios, y contra la de que afirman que los extranjeros se están comiendo nuestros recursos. De allí se lo llevó a nuestra consulta, donde, superados mis prejuicios, lo atendimos, y le dimos el documento necesario para que en la farmacia le dieran los medicamentos sin que necesitase abonar nada. Antes de acompañar al senegalés a la farmacia, Ana le dio un papel para que intentaran cobijarlo en otra parroquia en la que reciben a personas que necesitan este tipo de ayudas. Una parroquia por cierto, que no está muy cerca . Se comprometió a llevarlo y dejarlo allí.
Y se fueron. Y recordé la parábola del buen samaritano. Y vi al buen samaritano, al tipo con mala pinta que dejó de sacarse sus euritos para ayudar a alguien a quien no conocía. A ese ante el que yo hubiera pasado de largo. El senegalés se llama Said; el samaritano, ni lo sé.

miércoles, 23 de marzo de 2011

EL SEÑOR NOS VA A AYUDAR


Prospère se levantó en la puerta de la Mezquita de Fnideq. Por el paseo marítimo, se aproximaba su amigo Samuel. Chocaron sus manos derechas al saludarse.
― ¿Todo bien, Samuel?
― Más o menos. ¿Cómo te está yendo a ti hoy?
― No muy bien. Hoy no llevo más de veinte dirhams.
― Prospère, mi amigo. Debes volver a salir conmigo a dar una vuelta.
― No, Samuel. Ya no quiero robar más. He llegado hasta aquí, estoy a las puertas de Europa, y no quiero acabar en una cárcel marroquí.
Samuel y Prospère se pusieron a caminar por el paseo marítimo, aprovechando que el atardecer aliviaba el calor de finales de julio. El viento de Levante contribuía a refrescar la temperatura, y el oleaje traía un olor intenso a salitre, y a las algas que la bajamar iba dejando.
― Prospère, llevamos más de tres meses aquí. Y todavía no tenemos plan. Es imposible entrar en Ceuta,
― Samuel, vamos a esperar. Dios nos va a ayudar.
― ¿Cómo que nos va a ayudar? ¡Prospère! Si ni siquiera este Dios es el nuestro. Tú y yo somos cristianos. Nuestro Dios se quedó en Camerún.
Bajaron a la playa. A pesar de que el calzado que llevaba era muy viejo, Prospére se lo quitó antes de meter los pies en el agua. El frescor alivió sus pies encallecidos y doloridos. Samuel solo se quitó los zapatos después que se le mojasen y la arena entrase en ellos.
― ¿Qué piensas hacer con esos veinte dirhams? ¿Crees que vas a comer siempre de limosnas? ― Samuel se agachaba e introducía su cabeza bajo la de su amigo, que miraba al suelo.
― No voy a volver a robar, Samuel. Lo que hice mal, ya está hecho. Yo sé que Dios me va a ayudar.
Se sentaron delante del mar, a ver cómo las aguas se tragaban el sol en el horizonte. A lo lejos de la costa escarpada, se imaginaba Ceuta. Samuel se echó para atrás sobre la arena, con las manos en la nuca. Prospère tiraba piedras al agua.
― Tú confías en Dios, Prospère; yo confío en ti, amigo.
Chocaron las manos y se abrazaron, y continuaron en dirección a la calle donde solían dormir. Antes, gastaron en comida los veinte dirhams que había conseguido Prospére mendigando a la puerta de la mezquita.

*****



Serían las tres o las cuatro de la madrugada cuando Prospère se despertó. Samuel dormía tranquilo a pocos metros de él. No se oía un alma por la calle, salvo ladridos de perros callejeros y alguna gata en celo. Prospére miraba las estrellas. Comenzó a llorar.
― Señor, no puedo más.
―….
― Señor, ¿qué he hecho, en qué te ofendí? No puedo más, Señor.
―…
― Cuando he podido llamar a mi familia, me piden que resista, que estoy cerca, que tiene que haber una solución. Pero yo no puedo más, Señor. Te pido que me ayudes.


****
A primeros de septiembre,  Prospère continuaba mendigando a las puertas de la mezquita. Los días se iban acortando. Muy pronto llegaría el otoño y sería mucho más difícil poder pasar a Ceuta. Hacía ya dos años que nadie lo había conseguido.
Una señora bien vestida se acercó a Prospère. Traía una bolsa de plástico en sus manos.
― Hola, muchacho. Te traigo esto. Ha pasado el verano y mi hijo ya no lo quiere. Quizás tú puedas darle alguna utilidad.
Prospère miro dentro de la bolsa. Era una prenda naranja, con unas piezas rectangulares duras. Al sacarla de la bolsa, vio que era un chaleco salvavidas.
― Que tengas un buen día ― se despidió la señora alejándose de la mezquita.
Prospère se levantó de inmediato y fue a buscar a Samuel. Cuando le encontró, se acercó a toda prisa, conteniendo los gritos con los que le quería anunciar la noticia:
― Samuel, Samuel. El Señor nos ha ayudado. Ya sé cómo nos vamos a ir. Vamos a entrar a nado en Ceuta. El Señor nos va a ayudar.
― Tendrás que ir tú solo, Prospère. Tú sabes que yo no sé nadar. Y tenemos solo un chaleco.
― Vamos a intentar reunir dinero para uno, Samuel. Aún queda tiempo para conseguir para un chaleco.

****

Los dos amigos se pusieron a mendigar. Pasaban los días y no conseguían suficiente para uno.
― Hace dos años que nadie entra en Ceuta por mar.
― No te preocupes, Samuel. El Señor nos va a ayudar.
Era mediados de septiembre cuando se acercan a las playas que hay junto a la frontera. Ese día, el viento estaba en calma. Estaban listos para zarpar. Al caer la noche, Prospère se pone el chaleco salvavidas. También se amarra una soga a la cintura, que va atada a una rueda de camión, que hace de flotador para Samuel. Tienen que salir nadando mar adentro, para evitar las luces de los guardacostas españoles. Deberán ir nadando rodeando las luces. Con los brazos abiertos entonan una oración, que apenas se nota en los labios. Prospère comienza a nadar.
― El Señor nos va a ayudar.

miércoles, 2 de marzo de 2011

ZAPATOS NUEVOS

Don Nicolás Sarmiento de Lemos no quiso tomar el tranvía para ir a la casa del General Zavala, a pesar de la fría temperatura con la que había amanecido este lunes de febrero. El General, y su único hijo Gonzalo, Capitán del ejército de tierra, eran casi los únicos clientes distinguidos que le quedaban en su zapatería, la que los Sarmiento habían regentado en la Plaza Bib Rambla durante el último  siglo y medio. Lejos quedaban otros tiempos, en los que don Nicolás padre tenía a más de veinte obreros viviendo en los sótanos de la que todavía era su casa y su zapatería.
El señor Sarmiento prefirió ir paseando por la nueva Gran Vía de Colón, curioseando las nuevas construcciones que estaban haciendo, que los más entusiastas periodistas granadinos calificaban como la llave para reverdecer épocas gloriosas en la historia de Granada. Había dejado al cargo de la zapatería a su hija Rosita, aunque bien sabía que era difícil que esta mañana de lunes, con la Semana Santa cayendo este año tan baja, le fuera a traer ningún cliente.
No sabía muy bien a lo que iba, ya que el General don Alonso de Zavala no tenía por costumbre hacer sus encargos hasta un mes antes del Domingo de Ramos. Es cierto que últimamente había protestado bastante, por las ampollas que le habían causado las botas que se le hicieron para la última Pascua Militar, pero no quería ni por asomo pensar que fuera a comunicarle que prescindía de sus servicios. Si así fuera, tendría que malvender la última propiedad que le quedaba en el Paseo de los tristes.
Antes de entrar en la casa familiar de los Zavala, donde le esperaba don Alonso, quiso rezar en la nueva iglesia de los jesuitas, y pedirle al Sagrado Corazón de Jesús que le ayudase a salir de la ruina económica en la que, casi sin darse cuenta, había dio cayendo. Al salir, dobló la esquina de la calle Lecheros y llamó a la puerta de la casa de los Zavala. Un criado le llevó a la biblioteca, en la que le esperaba el General.
― Mi General…
― Pase, Nicolás, adelante.
El General estaba sentado en el despacho en el que Nicolás conoció, siendo niño, al héroe de la guerra de África, y padre de don Alonso, don Juan de Zavala y de la Puente, cuyo retrato con el uniforme de los Húsares de la Princesa presidía la habitación. Por un momento recordó su infancia, feliz y despreocupada, de la mano de su padre, entregando los encargos en esta casa, en la de algún concejal, o en el Carmen de los Rodríguez- Acosta.
― Usted dirá, don Alonso. Espero que la solución que le dimos a sus botas haya sido de su agrado. La verdad es que no me explico cómo….
― Nicolás, no le he llamado para hablar de eso en este momento ― interrumpió el General ―. De eso, ya se verá para la Semana Santa. Ahora quiero que conversemos de otra cosa. Siéntese por favor.
Sarmiento se sentó de inmediato. No había soltado el sombrero al entrar, y ahora no sabía dónde ponerlo. Así que optó por dejárselo entre las piernas.
― ¿Cómo va la vida, Sarmiento? ― el General le ofreció un purito, que rechazó por ser tan temprano.
― Bueno, usted sabe. Hay poco trabajo ahora…
― Ya. Por cierto, su hija… ¿Rosita se llama, verdad?
― Sí, sí señor. ¿Qué pasa con ella, ha hecho algo malo?
― ¿Está casada, Sarmiento?
― No, no señor. Hay un maestro que está haciendo el servicio militar en Cartagena que le habla...Pero a mí no me gusta para ella. Usted sabe que los Sarmiento en Granada, pues…
― Nicolás, usted y yo sabemos que no tiene un real. Y eso que su padre don Nicolás, que Dios lo tenga en su gloria, le dejó un gran negocio.
―….
― Que usted, Sarmiento, no ha sabido dirigir.
― Verá don Alonso, he tenido mala suerte. Además, los revolucionarios intoxicaron a mis obreros…
  Y el agujero que usted ha tenido en los bolsillos, que no sé cómo no se lo llevó a zurcir a su cuñado Rafael, el mejor sastre de toda Granada.
Al señor Sarmiento le sudaban las manos. Sabía que mucho de lo que decía era cierto, pero tampoco quería rebatir nada, no fuese a perder al único cliente bueno que le quedaba.
― Pero no lo he llamado para hablar de eso. ¿Le apetece un café, Sarmiento? ¡Jacinto, trae dos cafés y una copa de coñac para mí! ¿Usted quiere Sarmiento?
Nicolás asintió, por no desdecir nada de lo que don Alonso sugería. El reloj de carillón de la entrada dio las once campanadas, cuando Jacinto trajo los cafés, dos copas y la botella de coñac. El General se sirvió una copa, que tomó de un solo sorbo, después de  removerla un poco dentro de la boca. Luego,  él mismo sirvió una copa para cada uno.
― Sarmiento, quiero que seamos consuegros.
Nicolás iba a coger el asa de la taza de café, cuando la cambió por la copa.
― Quiero que mi hijo Gonzalo se case con Rosita.
Sarmiento no pudo evitar mojarse la nariz de coñac al dar un gran sorbo a la copa.  Don Alonso de Zavala se levantó y comenzó a caminar alrededor de Nicolás Sarmiento con las manos a la espalda. Este hizo intención de levantarse, pero el General se lo impidió poniéndole las manos sobre sus hombros.
Nicolás Sarmiento sabía lo que se decía por Granada del Capitán Zavala y sus amigos. Jamás se le había conocido novia alguna, ni interés por las mujeres, a pesar de las juegas a las que asistía por el Sacromonte, siempre con los mismos amigos. Y eso a pesar de esa enfermedad de los bronquios que tenía y que se llevaba tan en secreto.
El General Zavala se sentó junto a Nicolás Sarmiento, al otro lado de la mesa.
― Todos saldríamos ganando, Sarmiento. Usted, porque podría volver a recuperar su posición. Y su negocio podría volver a ser el que era. Usted sabe lo olvidadizos que somos por aquí. Si vuelve a haber motivos para ello,  obviamente.
A Nicolás se le cayó el sombrero de las manos. Antes de que pudiera recogerlo, ya lo había hecho el General Zavala, que lo puso sobre la mesa.
― Y de paso, quitamos esas habladurías e improperios que esos políticos liberales van lanzando por ahí sobre mi hijo.
― Pero ella está….― Nicolás apretaba con fuerza su sombrero.
― ¿Prometida? Déjelo de mi cuenta, Sarmiento ― y agregó ―. No se preocupe, que no le va a pasar nada al muchacho en Cartagena. Pero usted y yo sabemos lo que le conviene. A usted, a su zapatería….y a Rosita.
El General Zavala volvió a su sillón, lo acercó a la mesa y le dijo al zapatero:
― Tenemos que organizarlo todo para que la boda pueda ser antes de que llegue el verano. En junio. Quiero que sea una boda sonada, que se entere todo el mundo. Después, quiero que se vayan a la sierra durante julio y agosto, porque le vendrá bien a los dos respirar el aire fresco de la montaña.
Don Alonso Zavala se acercó al perchero por el abrigo de Nicolás Sarmiento y le ayudó a ponérselo. El café se había quedado en la mesa sin empezarlo.
― Y quien sabe si después nos dan la alegría de un de Zavala Sarmiento, amigo mío. La semana que viene tenemos que vernos de nuevo, para ir pensando en los detalles.
Nicolás Sarmiento se despidió, y salió de la casa familiar de los Zavala. Volvió a sentir frío, a pesar de que ya era mediodía. Tiró para la calle Elvira, en dirección  a la sastrería de su cuñado Rafael. Quería contárselo todo a él y a su hermana. Y de paso, ir encargando un chaqué.

lunes, 14 de febrero de 2011

TRAS LA VUELTA DE TUERCA




Apenas hubo terminado, Douglas cerró el álbum con cantos dorados. La cubierta roja me pareció aún más descolorida que al principio. Sin mirar a los asistentes, se levantó del sillón y se acercó a la chimenea. Puso el libro sobre la repisa que hay encima del hogar, y con un pie removió el último tronco que había comenzado a arder. Quienes habíamos escuchado la terrible historia, nos mirábamos unos a otros, y todos a Douglas, sin atrevernos a pronunciar palabra.
Se agachó a encender la palmatoria, se frotó los ojos y, sin despedirse, se dirigió a la puerta de la vieja casa. Todos escuchamos la puerta cerrarse. Fue entonces cuando se me ocurrió volverme hacia la ventana. Con espanto, vi la figura de una mujer que me miraba fijamente a través del cristal. Un momento después era Douglas quien se le aproximaba, le tomaba de la mano, y se dirigía a través del jardín, hacia la salida de la mansión en la que habíamos pasado estos últimos días.
En la puerta, un carruaje parecía esperarles. El cochero tocaba las riendas de los caballos negros, para avisarles de la próxima partida. Un sirviente tomaba de la mano a un señor elegantemente vestido, que fue el primero en subir. Delante, otras dos mujeres, de aspecto igualmente espantoso, llamaban a un niño y una niña, que jugaban junto al coche.
No sé si eso fue lo más horrible, o que al darme la vuelta, me dí cuenta de que el libro ya no estaba.

miércoles, 9 de febrero de 2011

BATERÍA BAJA


No sé por qué ni cuándo empezó a torcerse todo. Pero no porque hubiera pasado algo, sino porque en realidad eran varias las posibilidades que podían justificar que ella saltara de la cama, y se vistiera tan rápido como solo un hombre sabe hacerlo. La verdad es que en esos momentos yo también sentí tener motivos para estar dolido. Porque después de la noche de sexo que habíamos tenido, tiraba de la sábana para taparse. Lo peor para mí, y en eso reconozco que ella no tenía culpa, fue que en ese momento me dí cuenta de que había olvidado quitarme los calcetines al meterme en la cama con ella. Algo que, si quiero ser honesto, debo achacar a mi falta de costumbre en estos meses de invierno. El caso es que mientras ella se tapaba, a mi me dejaba al aire mis partes más íntimas. A mí ya me habían dicho otras veces que eso no era importante. Lo del tamaño digo. Y más si cuando se está en lo que se está, la cosa variaba sustancialmente. De tamaño, digo también. Pero así en frío, después de las copas que habíamos tomado, y con esas enormes ganas de orinar que tenía, sentía una cierta, diríamos, incomodidad.

Lo cierto es que realmente no sé por qué tomó esa decisión tan drástica. Reconozco que en la fiesta para divorciados ligamos por descarte. Entre los sacaron el revólver rápido, dicho sea esto en tono alegórico, y a los que con el alcohol les dio por llorar, los primerizos que llegan cada semana, no lo tuve fácil. También es verdad que a mí me gusta amortizar la entrada. Aunque debo reconocer que no soy de esos que tienen un atractivo, arrebatador, por decir algo que se entienda. Lo mío es más de conversar, de compartir aficiones, incluso también me va hablar de algún tema intelectual que no sea demasiado elevado. Un ligue con encanto, sí, así podría definirme. Y así, si aguantamos hablando diez minutos de reloj, la cosa no falla y nos vamos a la cama. Reconozco que esta estrategia tiene sus riesgos, porque una vez estuvo a punto de tocarme mi ex, que viene de vez en cuando por aquí desde que se cansó de ella su profesor de pilates.

A mi me gusta siempre recodarme en una esquina de la barra, con visión estratégica sobre la pista de baile. Un sitio para dejarme ver, y para iniciar el proceso de selección, porque bailando pierdo bastante. Allí solía echarme antes un cigarrito tras otro para ir armándome de paciencia hasta que la pieza cayera en la red. Ahora, con la nueva ley antitabaco se me fastidió el invento, pero he aprovechado para intentar dejar de fumar. La verdad es que cuesta, y no solo por la voluntad que hay que tener. Porque al salir de la farmacia de mi barrio con el tratamiento completo, me había dejado allí media paga.

Y hete aquí que esta noche había venido yo con mis cigarritos mentolados, mi parche de nicotina puesto, y unos chicles de fresa, también de nicotina, por supuesto, que esta vez me daría un cierto aire americano. Y buen aliento para luego. Además, tampoco había olvidado tomarme la pastilla que me habían recetado para que me quitase la ansiedad. La cosa ya estaba declinando cuando ella vino a pedir un cubata a mi esquina. Sentí algo de taquicardia, que achaqué al parche de nicotina, como me previno el farmacéutico. Quizás por ello entré en la conversación antes de lo que hubiera hecho cualquier otro día. Todo fue bastante rápido, porque a los cinco minutos ya estábamos en la puerta de mi casa. Esta vez recortamos la conversación. El zaguán fue testigo de eso que le llaman escarceos previos, que también fueron breves porque la llegada del niño del tercero izquierda hizo que nos abrochásemos algún que otro botón que había saltado. Hasta ahí, bien.

Le ofrecí una copa que tuvimos que tomar a medias, porque se me había olvidado rellenar de agua los cubitos del congelador, y solo quedaban tres. Los hielos se movían cuando cualquiera de los dos acercaba sus labios a la copa. Recordando de otras veces, de cuando salían bien las cosas, giré la copa para beber por el lado en el que ella había dejado la huella de su carmín. Creo que esta vez no se dio ni cuenta.

Y de lo que pasó después, contaré lo que se puede contar. No soy de detalles escabrosos que cualquiera puede imaginar Lo que todos hacemos, o haríamos en una situación similar, pero demasiado rápido. Yo creo que debe ser por tantos medicamentos. No tanto el que yo resistiera poco, que no es la primera vez que me pasa. Lo que sí me preocupó es que después no diera yo para una segunda oportunidad, usted me entiende. Mira que ella lo intentó, en eso he de reconocerle su interés y su voluntad. Pero no hubo manera. Como imaginaba que no iba a colar eso de estoy nervioso o es la primera vez que me pasa, y antes de que ella le quitase importancia al asunto, como es propio en estos casos, opté por hablarle de sentimientos encontrados, que podía haber influido la profunda impresión que me había causado….Yo creo que al final dije lo mismo, pero con otras palabras, lo que no sé si es un alivio. Está claro que por ahí había empezado a torcerse la cosa.

Aún así, ella se me echó sobre el pecho, lo que hizo que me quedase más tranquilo. No estaba todo perdido. En ese momento, sentí la necesidad de fumarme un cigarro, como tantas otras veces. La verdad es que no sabía si ella fumaba o no. Y digo ella porque es que soy muy malo para quedarme con los nombres. La ley nueva no prohíbe fumar en las casas, pero no quería ser descortés, después de la metedura, dicho sea sin segundas, de pata. Así que opté por encender el cigarro electrónico que me habían vendido en la farmacia. Nada más encenderlo, un intenso aroma, nada parecido al eucalipto del que me habían hablado, y más próximo al pachuli de mi juventud, inundó la habitación. Una señal roja de batería baja señaló que algo no iba bien con el cigarro. El farmacéutico me había dicho que venía cargado de fábrica, pero estaba claro que no era así. Y recuerdo bien que le pedí de aroma eucalipto, y no de ningún otro. El caso es que el olor era bastante desagradable. A pesar de todo, opté por pegarle una calada, pero empezó a pitar. Ella me sonreía, pero ya noté que no era esa una sonrisa franca y cómplice. Estaba perdiendo la batalla.

Saqué el cargador de la caja, que claramente ponía “tropical flavours extreme sense”, y lo enchufé. Al momento una luz naranja intermitente señalaba “cargando”. Sentí, aunque no sé bien por qué, un cierto alivio. Pero ella ― ¿cómo se llamaba por Dios? ― quiso probarlo, y trató de alcanzar por encima de mi cuerpo la mesita de noche. Sentir sus pechos desnudos sobre mi torso me hizo tener la esperanza de que aún había una oportunidad para mí. Pero sucedió lo inesperado. Iba a preparar mi absolución sexual, cuando ella dio una calada al cigarro electrónico, que permanecía enchufado a la red. El calambrazo fue de impresión, y me pilló a mí también, que estaba debajo. Su boca, mi pecho, la taquicardia….los calcetines.

Y el resto ya lo sabe usted. Hace un momento que salió dando un portazo. Creo que dejaré de ir a estas fiestas por el momento. Voy a probar con el pilates.

viernes, 4 de febrero de 2011

TRAEME APUNTADA LA TENSION


A veces una imagen vale más que mil palabras, y quizás sea esta una de ellas. Desde que los medicamentos nos acompañan para toda la vida, se producen aparentes incoherencias, que solo nos hablan de cómo somos los seres humanos. Lo que nos preocupa, lo que tememos, a lo que aspiramos va por caminos muy diferentes a los que la razón nos lleva. Las emociones dictan nuestra vida, y ese espacio, gap para los cursis, que va desde la razón a la emoción tiene que ver con el fracaso de terapias que no tendrían por qué fracasar. Intoxicados por el racionalismo, el corporativismo y las añoranzas de un pasado en el que el paciente era un mero sujeto de nuestras acciones, cada profesional tenía su chiringuito o compartimento estanco en el que nadie se metía, ahora nos va como nos va. Unos levantando la bandera del patrioterismo profesional, otros poniéndose por delante su poder y primándolo antes que compartirlo con cualquier otro profesional...y los pacientes, notando las tensiones en cajetillas de tabaco, o algo que se le parece. Qué mundo, y que poca conciencia.

miércoles, 2 de febrero de 2011

NO SÉ QUIÉN ES


Recuerdo muy bien que llegó a casa de su madre el 14 de agosto, un día antes de nuestra Patrona la Asunción. Cojeaba bastante de la pierna derecha, aunque quizás eso no fuera lo que más nos impresionó a quienes lo habíamos conocido desde chico. Ni siquiera su delgadez, ni su cabeza rapada, ni los andrajos que llevaba por ropa. ¡Cómo se va a venir de una guerra! Además, tampoco era la primera vez que los más viejos habíamos visto a los muchachos regresar de un frente. Como el pobre de Frascuelo, el hijo de Indalecio el de la Pirriñaca, que vino de la guerra con los moros y ya no se le escuchó una palabra más.

Estaba yo charlando en el zaguán de la puerta de mi compadre Nicasio, cuando lo vimos doblar la esquina y entrar en la casa. Estaba hecho un viejo. Arrastraba los pies, y parecía que ni podía con el hatillo que llevaba colgando de un palo al hombro. Si usted hubiera escuchado a la madre, los gritos de alegría al verlo entrar…Mire, mire, se me pone la carne de gallina cuando me acuerdo.

Lo que no sé decirle es quién de los dos es, si Antoñito o Hilario. Porque resulta que ellos eran gemelos, de la quinta del 36, y a uno le tocó hacer la mili en Madrid y al otro en Sevilla. Y no me pregunte por qué fue así, porque yo no lo sé. Yo recuerdo que su difunto padre se reía, porque su Antoñito, que era el más espabilado, el más leído, y usted sabe, con ideas, le tocaba cerca, en Sevilla; y en cambio su Hilario, que era más tímido y se metía menos en problemas, se tenía que ir a Madrid. Justo lo contrario de lo que cada uno podía haber querido. Los dos fueron al puesto de la Guardia Civil a ver si se podían cambiar, con esto de que eran hermanos, pero les dijeron que no.

El caso es que a Antoñito le cogió el movimiento en Sevilla, y a Hilario en Madrid. De Hilario no supieron nada desde que comenzó la guerra. En cambio, de Antoñito sí que se sabía de vez en cuando, porque mandaba cartas a su casa. Lo último que se supo de él es que lo enviaron al frente de Cataluña, a la batalla del Ebro, y a partir de ahí ya no se volvió a saber. La familia no decía nada, pero se comentaba por ahí que el hijo estaba fatal, y que quería desertar. Yo, qué quiere que le diga, no sé si eso fue así o no. En el casino era lo que se decía. Y mi mujer también lo había escuchado en la cola del pan.

Lo cierto y verdad es que ni les comunicaron el fallecimiento de ninguno, ni hasta el día de hoy ha dado señales de vida otro que no sea este que ha venido. Y eso que mañana, que es el día de todos los Santos, hace ya siete meses que acabó la guerra. A los pocos días de llegar, fue a su casa la Guardia Civil y no aclaró nada. Su madre insistía en que era Antoñito, el que luchó con Queipo y con Franco, pero en el pueblo había opiniones para todos los gustos. Incluso otro día se presentó en la casa el jefe de la Falange en el pueblo, y dijo que él tampoco lo tenía claro.

Y yo decía que para qué se interesaba nadie por ese chiquillo. ¿Pero no se habían dado cuenta cómo estaba? El caso es que mi compadre y otros vecinos de la calle, comenzaron a escuchar sus lamentos por la noche. Don Sebastián iba a verlo todas las semanas a ponerle una inyección. La gente del pueblo empezó a no querer pasar de noche por delante de su casa. Y fíjese usted que es un sitio de paso. Pues nada, preferían dar un rodeo porque decían que escuchaban sus gritos, y también llorar a su madre y a su tía, que son las que se turnan para cuidarlo.

Y comenzó lo de la maldición, porque el cabo de la Guardia Civil que se personó cuando regresó el muchacho, y el jefe de la Falange, se murieron de repente, con una semana de diferencia uno de otro. Dicen que hay una orden de Sevilla de descubrir cuál de los dos es, pero en el cuartel nadie quiere ir a la casa a hacer nuevas averiguaciones. Y don Sebastián ha dejado de ir a ponerle ninguna inyección más

Mi compadre ha puesto en venta su casa, pero nadie quiere comprarla. Se fue a una casa que tiene en el campo, donde tiene unas gallinas, y se tuvo que venir corriendo. Porque de noche seguía escuchando los lamentos del muchacho como si siguiera viviendo en frente. Y cuando recogió sus cosas al día siguiente, se encontró muertas las dos únicas gallinas negras que tenía, Cada una con un tajo en el cuello, las dos cabezas por un lado y los dos cuerpos por otro.

La gente del pueblo ya no les visita. Y cuando la madre o la tía se ponen a la cola del pan, o van a buscar las cartillas, todo el mundo les cede la vez. Nadie les pregunta, ni siquiera les miran. No se oye ni un murmullo hasta que se alejan del lugar. Solo se vuelve a una cierta normalidad después de que las más mayores se persignen dando gracias a Dios al verlas irse.

El único que entra en esa casa es don Teotonio, el párroco de la Asunción, aunque yo a ese hombre lo veo cada día más desmejorado y cualquier día no sé qué va a pasar.

Hay quien dice que el que está en la casa no es Antoñito, sino Hilario, porque han escuchado los lamentos por la casa en la que vivía su novia Beatriz, la hija de Coloraíto, el que salió por patas con su familia al estallar el movimiento. Al bar de los Coloraos le metieron fuego los primeros días de la guerra, y ellos se echaron al monte sin que nadie haya vuelto a saber de ellos. Unos dicen que los mataron al intentar pasar el frente, y otros que lograron cruzar la frontera de Portugal. Dicen que algunas noches se aparece un hombre cojeando entre las ruinas de la casa, gritando el nombre de Beatriz.

Y si usted quiere saber más, no tiene sino que llamar a la puerta de su casa. Usted comprenderá que yo no le acompañe.

jueves, 27 de enero de 2011

AZUL, AZUL


Nunca había visto nada igual. Esas fueron sus primeras palabras al doblar la curva que daba entrada al Paseo Marítimo. Le dí al botón que bajaba su cristal. El olor a salitre se sobrepuso al del tabaco, y el graznido de las gaviotas ahogó por unos instantes al de la música remasterizada de Miguel de Molina, que con tanta dificultad había conseguido unos días atrás, en una venta de carretera, para hacerle más feliz este viaje.

Su escasa cabellera blanca se movía al son del viento que entraba por la ventana. Hice por subir de nuevo el cristal para que no se enfriase, pero su mirada de niño al que le habían quitado su juguete preferido, me hizo desistir. La mañana era fresca, típica de finales de enero, pero el sol calentaba lo suficiente como para sentirme condescendiente con su petición. Al fin y al cabo a eso habíamos venido, a cumplir su deseo de poder ver el mar antes de morir.

Iba con la cabeza fuera y las manos agarradas al cristal de la ventana que no había bajado. El cinturón de seguridad le daba en el cuello, pero eso no parecía molestarle en absoluto. Es más, ni cuenta debería darse. Unos chavales que caminaban por la acera repararon en la cara fascinada de Casiano, el hermano de la tata, y lo saludaron al grito de ¡abuelo, abuelo!

Solo se volvió para mirarme cuando se dio cuenta de que iba a aparcar. Casi rompe el cinturón de seguridad, de los tirones que daba por quitárselo, para salir lo antes posible del coche. Su mirada, al darle al botón que lo liberaba, debía ser muy parecida a la que tendrá él pronto al encontrarse con Dios, si es que existe.

Tuve que darme prisa en coger el bastón del asiento de atrás, para evitar que se diera de bruces con la acera, porque Casiano estaba más que dispuesto a salir lo más rápido que sus piernas le permitiesen. No me molesté en decirle nada, porque no me iba a escuchar, así que opté por salir raudo, para darle el bastón antes de que saliese del coche. Ya estaba intentando apoyarse en el techo del coche para ponerse de pie, cuando puede agarrarlo por el brazo, para ayudarle a salir y darle el bastón. Se puso la gorra y se agarró a mi con fuerza, con la mano que le quedaba libre.

La verdad es que no sabía de qué hablar con él. No había tratado mucho al hermano pequeño de mi tata. Salvo algunas veces que nos visitaba en la casa del campo, para ir a ver a su hermana, no lo vi mucho hasta que Gertrudis se jubiló y volvió al pueblo a vivir con él. La tata Gertrudis se hizo su casa en Fuentes de Andalucía, su pueblo, en donde teníamos nosotros también la casa de campo. Casiano y una cuadrilla de albañiles del pueblo se la fueron haciendo poco a poco, con los ahorros que le quedaban de lo que mamá le daba. Y allí se fue cuando se jubiló, casi sesenta años después de salir del pueblo. Porque la tata salió a servir cuando tenía ocho años, aunque a nuestra casa ya llegó cuarentona, cuando nació mi hermana mayor.

Yo iba a verla de vez en cuando después de jubilarse, y fue cuando traté algo más a Casiano, el único hermano de la tata que le quedaba, porque su José, el mayor, murió en la guerra, y una hermana que se tiró al monte, la Micaela, falleció de puerperales en el parto de su primera hija. A pesar de eso, cada vez que aparecía yo, no tardaba en irse a dar una vuelta, como si molestase. Y como la tata no decía nada, tampoco yo quería intervenir, no fuese a meter la pata por algo que se me escapase.

Gertrudis nunca vio el mar, porque el mes que pasábamos en Sanlúcar era el que ella elegía para quedarse en su pueblo. En verano, nosotros nos íbamos con mamá un mes a la playa y el otro estábamos juntos en el campo, que era donde estaba papá casi todo el tiempo, hasta que los naipes y el aguardiente le obligaron a vender. Papá nunca lo superó, y se quitó de en medio. Por eso nunca me han gustado las escopetas ni las cacerías.

Cuando la tata se puso enferma, siempre me decía que su Casiano nunca había visto el mar. La primera vez me pareció curioso que alguien en este país, a finales del siglo XX, no hubiera visto el mar, pero no pensé nada más. Seguro que no era el único que había en Fuentes y en tantos pueblos del interior. Sin embargo, en los meses siguientes, en los que visité a la tata con más frecuencia, aprovechando que me había comprado el coche nuevo, sí que me pareció que Gertrudis deseaba que su hermano viese el mar. Ella nunca me lo pidió, ni su hermano jamás hizo mención delante de mí a un presunto afán por conocerlo. Pero tanta insistencia en el tema me daba que pensar, aunque nunca se lo dije, sabiendo como era ella, incapaz siempre de pedir algo.

El día que enterramos a la tata, hace un año y cuatro meses, era un domingo de finales de verano, caluroso, y con el cielo de un color azul intenso, solo interrumpido por la estela de un avión que se dirigía al sur. Fue entonces cuando delante de su ataúd, sentí que debía cumplir el deseo de la persona que cuidó de mi, y la que más me consoló cuando papá hizo lo que hizo.

Desde entonces, no había vuelto por Fuentes. Me presenté muy temprano en la casa, sin avisar. Casiano me abrió la puerta. No le dí ni los buenos días; tan sólo le dije que nos íbamos a pasar el día fuera. No tardó ni cinco minutos en estar listo para salir. Ni preguntó, ni yo quise darle explicaciones. Salimos del pueblo por el camino de nuestra antigua casa de campo. A la entrada, había un cartel anunciando la construcción de un campo de golf de dieciocho hoyos y unos chalets pareados. La antigua casa parecía estar como antes, pero ya no era blanca, sino que la habían pintado de ese color rosado que tanto coraje daba a papá. Mire al cielo, y de nuevo puede ver la estela que había dejado un avión. Seguí mi camino.

jueves, 20 de enero de 2011

NO SÉ SI ERA RUBIO


Si le soy sincero, me da un poco de vergüenza decirle cómo soy. O como me veo, vamos, porque yo no sé si lo que soy es lo que creo que soy, o lo que otros creen que yo soy. O si parte de lo que soy es lo que pienso que soy y lo que otros creen, ven o dicen que soy. Y la verdad es que habrá otros que ni pensarán ni creerán nada, sencillamente porque pasan de mí, no les importo un pimiento y tampoco van a perder un minuto en pararse a pensar si soy así o estoy fingiendo.

Claro, y no es lo mismo que yo hable o que lo haga mi madre o mi hija mayor, mi segunda esposa o la primera. Quién tiene razón, o quién no la tiene, amigo. Eso es muy relativo. Porque aquí, sentados en el banco del parque, mirando la laguna que tenemos delante, con el sol de invierno dándole brillo a sus aguas, la vida se ve muy distinta. Y más si ahora estamos usted y yo tranquilos, sin esa manada de niños, madres, empleadas y demás, que convierten este paraíso en un patio de colegio cada tarde. ¿En su país pasa esto?

Volviendo al tema, mi madre decía que yo era rubio y de pelo lacio. Y yo nunca me he visto así. Yo siempre me vi con el cabello castaño y rizado, hasta que las canas me dejaron sin rizos y sin color. Todavía recuerdo a mi madre antes de morir, cuando mi ex y la señora Celeste le cambiaban los pañales, siempre preguntaba por su rubito. Entonces tenía que entrar yo a decirle algo, haciendo un esfuerzo, ímprobo oiga usted, por aguantar ese ambiente de la habitación, oliendo a desinfectante. Es que los ojos me lloran con olores como los de esas colonias que le echaban después de curarle las escaras.

Así que yo haya sido rubio o no, no se lo puedo demostrar, pero para ser sinceros, mi madre decía que sí, y yo la verdad es que nunca me ví así. Otra cosa es lo de mis ojos castaños. Es cierto que no son muy grandes, pero a mí me gustan. Sí, usted dirá que son de un color muy vulgar. Además, las pestañas rizadas que a mi madre tanto le gustaban ya no existen. Por cierto, que esas sí que las conocí yo. De eso puedo jurarle y perjurarle que sí, que las tenía. Yo creo fue cuando me operé de cataratas cuando se me terminaron de caer. Qué le vamos a hacer. No sé qué le parece, pero por el color de mis ojos, la verdad es que no le veo mayor importancia que yo fuese rubio o castaño de pequeñito. Si hubieran sido, un poner, verdes o azules, pues no sé qué decirle. Porque gustos hay para todos los gustos. ¿O no se dice así? O que de gustos no hay nada escrito. Vamos, que hay gente para todo, que es a lo que me vengo a referir.

Porque para eso también influye el color de la piel. Ahora en invierno estamos todos muy blancos, y es posible que no se lo crea. Pero yo, a pesar de lo blanquito que me ve usted, me ponía muy moreno en la playa. Se me pegaba el sol y me daba un color muy bonito. Y yo creo que para eso, es mejor ser castaño que rubio, ¿verdad? Porque los rubios suelen ser blanquitos y ponerse como salmonetes en la playa. ¿En su tierra son todos como usted?

La verdad es que el color que lucía yo paseando por la playa de Chipiona era de lo más bonito. Un color, cómo le diría yo, como el de Julio Iglesias. Aunque sin la blancura de sus dientes, porque a mí lo que me ha perdido siempre ha sido el tabaco. Ahora ya no, desde lo de la angina de pecho. El médico me metió miedo y ya no he vuelto a probarlo. Pero en mis años mozos, encendía uno y apagaba otro. Así me ha dejado de reliquia este problema de los pulmones, que tengo que estar todo el día tirando de ventolines y escupiendo cada dos por tres.

Pero, imagínese, yo moreno, con el pelo rizado y un buen tipo, cómo me paseaba yo por la playa de Chipiona. Así me busqué yo la ruina de mi primer matrimonio. Fue un día, paseando con mi madre por la playa, a la altura de la Virgen de Regla, cuando ella se encontró con una antigua compañera, de cuando trabajaba en las 7 Puertas de dependienta de telas, antes de casarse. Esta señora estaba paseando con su sobrina, que era hija de un hermano suyo que había emigrado a Alemania. Y ya puede usted imaginar, con lo adelantados que han sido siempre los alemanes en materia sexual, lo que pudo pasar. Y lo que pasó Resulta que mi mujer se había ido a Sanlúcar de Barrameda el fin de semana a ver a su hermana, y yo me quedé con mi madre, porque mi padre se había muerto el mes antes y me daba mucha pena dejarla sola. Total, que pasó lo que pasó, y que Chipiona es muy chico y la gente larga mucho.

Pero bueno, a lo que iba. Que usted me ve muy blanquito, pero es porque ya no voy a la playa. Y que las canas me han quitado los rizos, pero que antes los tenía. Y que antes de que me pregunte, pues no, no me casé con la alemana. Aquello solo fue un lío de verano, y mal rayo que me hubiera partido, con el dinero que tenía la familia de mi señora.

Aunque mi madre siempre decía que lo mejor que tenía eran mis manos. Fíjese, fíjese en mis dedos. Si no fuera por la artrosis, se verían muy largos. Mi madre decía que tenía manos de pianista. Pero la puñetera no me metió ni a clases de guitarra. La verdad es que no sé si hubiera sido un buen pianista, pero ¿y si lo hubiera sido? Yo qué sé, quién puede saberlo. Pero si uno tiene cualidades innatas, sus padres deberían hacer por aprovecharlas, ¿no cree? Yo, desde luego, me acuerdo mucho de mi madre. No le reprocho nada, pero, será casualidad o no, no era rubio, sus amistades se cargaron mi primer matrimonio, nunca me metió en clases de piano. Pero bueno, yo la quería, y eso es lo importante. Porque, rubio o no, los hijos siempre tenemos que querer a nuestras madres. ¿Me lleva ya de vuelta?

sábado, 15 de enero de 2011

GASTO SANITARIO: ALTERNATIVAS AL COPAGO


Quizás usted, como yo, como tantas personas, esté preocupado por la crisis económica y por los recortes sociales que nos acechan. Quizás usted consuma medicamentos, sufra alguna patología crónica, y le hayan congelado la pensión, disminuido su salario o, desgraciadamente, se encuentre en paro y tenga dificultades incluso para pagar lo que le corresponde de sus medicamentos. Quizás incluso haya tenido que visitar algún hospital y ya le hayan presentado una factura de las llamadas sombra, sobre el gasto que haya supuesto atenderle, o simplemente le hayan dicho que sus tratamientos son muy caros. Puede también que haya oído por ahí que se abusa de la utilización de los servicios sanitarios, especialmente las urgencias, que mucha gente no se toma los medicamentos que le recetan, y que todo esto amenaza la sostenibilidad del sistema sanitario. Quizás por ello se sienta culpable, y si no se siente así, piense que otros usuarios como usted, sí que lo son. Lo que quizás no sepa o no perciba, es que a usted y a otros como usted, o a sus familiares o a sus vecinos, incluso a los profesionales de la salud que le atienden, los están haciendo culpables de las muchas ineficiencias del sistema. Y además, caso de que estos argumentos le hayan hecho mella, le están preparando para aceptar como inevitable algo que, quizás también, no tenga por qué serlo.

Ni usted ni yo tenemos que negar que hace mucha falta que todos nos responsabilicemos de unos servicios públicos, sanitarios o no, que hemos tardado generaciones en conseguirlos y que sería un gravísimo error por parte de todos, gestores, profesionales y usuarios, deteriorarlo al punto de su extinción. Por eso, es importante que caigamos en la cuenta de lo que nos jugamos. Y por eso también no sólo hay que tomar medidas restrictivas, sino probar nuevas alternativas que puedan aminorar gastos evitables y añadir eficiencia en la utilización de los recursos disponibles. Como el caso de nuevas prácticas asistenciales que traten de añadir eficiencia a lo que hay.

Un ejemplo: un paciente acude a una consulta de una de estas nuevas prácticas asistenciales. Tiene ochenta y tres años y su médico le ha dicho que, como su corazón está muy lento, le van a tener que poner un marcapasos. Marcapasos que según los datos publicados por los servicios sanitarios, cuesta implantarlo más de nueve mil euros. Este nuevo profesional estudia la medicación del paciente. Comprueba que un medicamento le está produciendo ese efecto de enlentecer el corazón y sugiere al médico del paciente su sustitución por otro, de beneficios similares, pero sin esos efectos perjudiciales. Se evitó el marcapasos. El gasto farmacéutico del paciente se elevó en un euro al mes, pero se evitó otro procedimiento sanitario muchísimo más costoso, en un paciente al que se le podría pagar doscientos años más de medicamentos con el ahorro del marcapasos.

Esta práctica asistencial se ha denominado en Estados Unidos “Medication Therapy Management” y en España “Seguimiento Farmacoterapéutico”. En Norteamérica, hay estudios que demuestran que por cada dólar invertido en pagar a profesionales que ejerzan esta actividad, la entidad proveedora, lo que en España serían nuestros Servicios de salud, ahorra más de cuatro dólares. Un negocio rentabilísimo para todos. Y no sólo porque lo público sea de todos, sino porque se evitan, además de gastos innecesarios, sufrimientos también innecesarios en personas como usted.

Es obvio que este caso es, aunque real, anecdótico. Andalucía ha sido pionera en esta nueva práctica asistencial, para la que todavía no hay profesionales formados en cantidad suficiente. Profesionales que, dicho sea de paso, son farmacéuticos, deseosos de contribuir con su esfuerzo a nuestra sociedad. Al igual que con otras apuestas sanitarias, todos necesitamos la oportunidad de invertir en un centro piloto, en el que se puedan estudiar los beneficios reales de esta nueva práctica, y obrar en consecuencia.

Quizás todo esto no lo supiera usted. Y ahora que ya lo sabe, ¿piensa que otra sanidad pública es posible? Si cree que sí, exíjanoslo a todos. Está en su derecho.

miércoles, 12 de enero de 2011

AQUEL VIERNES DE JULIO




El coche se detuvo a la puerta del chalet Villa Marisma, poco más allá de la antigua finca del Marqués del Nervión. El chófer abrió la puerta de atrás, para que don Bosco Quincoces y Alvear saliese, para asistir a la timba de los viernes en la casa de su buen amigo don Juan de Villarrasa.


Por la puerta lateral de la casa, se veía entrar a las señoritas contratadas para la ocasión. Como aún no era noche cerrada, don Bosco optó por esperar un poco para salir del coche. Aún así, le pareció ver que entraba Chari, la morena de pechera abundante con la que tanto había disfrutado la semana pasada. A pesar del calor de mediados de julio en Sevilla, sintió que su boca y sus labios se humedecían al recordarla. Cuánto deseaba repetir la experiencia.


Después de ver entrar al último de los flamencos en la casa de los Villarrasa, se decidió a salir del coche. El aire que se había levantado era cálido y no refrescaba especialmente la noche, aunque sí que se notaba que la temperatura era algo más baja en las afueras de la ciudad. Aunque nada que ver con la de su casa del Aljarafe, en donde sí que se podía sentir el fresco que permitía disfrutar la discreta altura de esas tierras, que se elevaban sobre la ciudad.


― Baldomero ― se dirigió don Bosco a su chófer al despedirse ―, dígale a la señora que mañana la veo en Las Carrascas. Usted me viene a recoger aquí a eso de las doce, y que su hijo Sebastián la alargue más temprano en el Hispano Suiza. Ya estoy harto del calor de Sevilla.


Al acercarse a la puerta de la casa, podía divisar a lo lejos la cárcel de Ranilla, y sus cercas iluminadas. Sintió el olor a dama de noche de los jardines de Villa Marisma, y el afinar de la guitarra de Pepe el Gitano, uno de los mejores guitarristas de Triana, el hermano de Rafalito el triqui-traque, del que decían que era todavía mejor que él, hasta que le dio por la lucha sindical en la CNT.


Esta vez había sido el último en llegar. Al entrar, pudo ver que ya estaban Luisito Tellería, hijo del Conde de Pozosanto y Lalo Falcón. Y le dio mucha alegría que se hubiera reincorporado el doctor Gregorio Inchausti, a quien un ataque de gota le había impedido asistir a las últimas partidas.


Uno de los criados trajo una copa de La Ina a don Bosco, nada más saludar a sus compañeros de fiesta. Al fondo del salón, junto a la chimenea adornada por aperos de labranza, el cuadro flamenco trataba de coger el tono con una bulería. Bosco Quincoces sintió que el corazón se le aceleraba al ver que una de las que acompañaba a las palmas era Chari.


― Bribón, no mires tanto a la Chari ― era el anfitrión de la casa quien molestaba al recién llegado ―. ¿Quieres disfrutarla de nuevo, eh? A ver cuándo nos dejas probarla a los demás.


Bosco no pronunció palabra, pero su sonrisa de aprobación dejaba bien claras sus intenciones.


Después de unas copas acompañadas de jamón de Huelva, queso de Aracena y chacinas de la sierra, pasaron a la sala contigua, en la que todo estaba preparado: las cartas, el whisky… incluso los orinales.


La partida fue larga. Los que más perdieron fueron el doctor Inchausti y el de Pozosanto, que se dejaron más de mil pesetas cada uno. Bosco Quincoces salió a la par, aunque eso no era para sentirse muy optimista, ya que llevaba perdido en lo que iba de verano un buen dinero, como para pagar la recogida de las aceitunas que se avecinaba para finales del mes que viene, si los jornaleros no iban a otra huelga general.


Sin embargo, el mejor premio para el hijo del insigne agricultor don Rodolfo Quincoces y de la Maza, fue llevarse a Chari de nuevo a la cama. Esos pechos morenos y duros que le volvían loco. Mientras los besaba con pasión, y sentía la respiración agitada y los movimientos de sus caderas pidiendo que la penetrara, se juró que no la compartiría con nadie. Chari sería suya para siempre. O por lo menos, mientras su cuerpo de cincuentón aguantara acostarse con una mujer treinta años más joven.


Después de hacer el amor, Bosco encendió un cigarro, que compartió con Chari. Le echó el brazo por los hombros y le acarició su melena rizada. Ella se echó sobre su pecho.


― Chari, quédate esta noche a dormir conmigo.



*****



El reloj marcaba las ocho de la mañana cuando Bosco Quincoces se dio cuenta que estaba solo en la cama. Fue el abrir y cerrarse de la puerta lateral de la casa, a la que daba el balcón de su habitación, la que lo despertó. Desde allí vio irse a Chari y el resto de mujeres camino del tranvía. El frescor de la mañana y el canto de los pájaros casi no dejaban escuchar sus conversaciones mientras se alejaban.


Como todavía faltaba para que Baldomero pasara a recogerle, optó por intentar dormirse otra vez. Reparó entonces en la foto de la imagen del Gran Poder, dedicada a don Juan de Villarrasa padre, que estaba sobre la mesita de noche, sobre el paño de crochet manchado de cenizas.



*****


Parecía haber pasado apenas unos minutos cuando Bosco Quincoces se despertó de súbito, al escuchar unos disparos. Salió a mirar por la ventana, y vio gente corriendo por la calle, y un camión con soldados a gran velocidad. También escuchó movimiento en la planta baja de Villa Marisma.


― ¡Un levantamiento militar! ― gritaba don Juan de Villarrasa.


Todos salieron de sus habitaciones casi al tiempo y sin terminar de vestirse. El doctor Inchausti hizo por abrir la puerta principal, a lo que el dueño de la casa le quitó la idea de la cabeza.


― Quítate de ahí, ¿no oyes los disparos? ¿No ves que estamos cerca de barrios obreros?


Don Juan fue a encender la radio, a la vez que pedía a los criados que peraparasen café.


― Esa es la voz de Queipo de Llano ― exclamó Luis Tellería ― es él el que se ha levantado. ¡Con un buen par de cojones!


Todos se abrazaban. Juan de Villarrasa rebuscaba en un arcón su camisa azul de falangista. El olor a café que venía de la cocina abrió el apetito a los que allí estaban. Una piedra rompió una de las cristaleras del salón. Mientras pasaban a la cocina, Bosco pensaba si Chari habría logrado llegar a Triana.

jueves, 6 de enero de 2011

Caminos sin trazar: LA CABALGATA DE REYES

Caminos sin trazar: LA CABALGATA DE REYES

LA CABALGATA DE REYES


Hay fiestas por las que la ciudad de Sevilla es muy conocida: la Semana Santa y la Feria. Sin embargo, hay otras celebraciones que no lo son tanto, que atraen menos turistas y, todo hay que decirlo, atrae menos a esos sevillanos a los que solo les interesan las fiestas como excusa para juerga ajena a lo que se celebra. Entre las fiestas religiosas más íntimas, pueden estar la solemne procesión del Corpus Christi, o la de la Virgen de los Reyes el 15 de agosto. Sin embargo, hay para mí un día muy especial a lo largo del año, que se celebra en uno de sus primeros días, el 5 de enero, y que es la Cabalgata de Reyes Magos.

En España, al igual que en México o la República Dominicana, los regalos no los trae Papa Noel, Santa Claus o el Niño Jesús, sino sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, que llegan con sus cortejos la tarde del 5 de enero, para dejar por la noche sus regalos en las casas, ayudados por sus pajes, y el inestimable apoyo logístico de sus camellos. Debido al esfuerzo tan grande que hacen, los niños, que dejan sus zapatos en el salón de su casa para que sepan dónde dejar los juguetes, también les ponen algo de comida y agua para los animales, que casi siempre son consumidas, al menos en parte.

Los sevillanos reciben a los Reyes, que vienen en una cabalgata junto a muchos personajes de ficción, como Blancanieves, El Quijote, Indiana Jones o Bob Esponja, junto a la Estrella de la Ilusión, que comanda el cortejo, el Mago Merlín y multitud de pajes que, a pesar del trabajo que les queda en esa noche, no dejan de cantar y bailar, animando a todos los que acuden a verlos. Se lanzan caramelos durante las ocho horas que dura la cabalgata, y niños y mayores se desviven por ser los que más recogen.

Dicen que es una fiesta para los niños, y por eso es una fiesta para todos. Es el único día del año en el que los más de setecientos mil habitantes de la ciudad se vuelven niños. Únicamente se pueden distinguir los niños unos de otros, porque unos son más altos y otros más bajitos, unos tienen barba o peinan canas, y otros están repeinados por sus madres.

Sevilla rejuvenece ese día. Por unas horas, se olvida de su sentimiento de derrota como ciudad, de su añoranza por un pasado glorioso que fue, y del que tan solo quedan sus tradiciones. Unas tradiciones amenazadas por la mediocridad de los que las rodean y por el capitalismo que todo lo mercantiliza, incluso la pasión y muerte de Jesucristo.

Por un día, los sevillanos dejan a un lado su muerte lenta como ciudadanos, y sacan a relucir la energía inagotable de los niños, su alegría y sus ganas de vivir.

Sevilla es el día de la Cabalgata de Reyes esperanza de resurrección. No todo está perdido. Tras la mediocridad de sus dirigentes, la pobreza de su sociedad civil, la miseria y la envidia pueblerina de muchos, la cortedad de miras de otros, o el empequeñecido mundo en el que viven sus reyezuelos de tres al cuarto, hay una Sevilla que dice el día 5 de enero que no todo está perdido. Que la energía vital, que sólo se vive el resto del año en sus barrios más olvidados, puede volver a impregnar la ciudad. Y que la gente que cada día intenta abrirse paso por lo que es, algún día se le respetará por ello. El día 5 es la victoria del pueblo olvidado de Sevilla, que contagia de alegría a sus reyezuelos, a su cincuenta familias de toda la vida y a las otras cinco mil que se dan patadas en el culo por ser parte de esas cincuenta.

Si los sevillanos quieren otra Sevilla, deberán vivir como si todos los días fuesen 5 de enero.