El coche se detuvo a la puerta del chalet Villa Marisma, poco más allá de la antigua finca del Marqués del Nervión. El chófer abrió la puerta de atrás, para que don Bosco Quincoces y Alvear saliese, para asistir a la timba de los viernes en la casa de su buen amigo don Juan de Villarrasa.
Por la puerta lateral de la casa, se veía entrar a las señoritas contratadas para la ocasión. Como aún no era noche cerrada, don Bosco optó por esperar un poco para salir del coche. Aún así, le pareció ver que entraba Chari, la morena de pechera abundante con la que tanto había disfrutado la semana pasada. A pesar del calor de mediados de julio en Sevilla, sintió que su boca y sus labios se humedecían al recordarla. Cuánto deseaba repetir la experiencia.
Después de ver entrar al último de los flamencos en la casa de los Villarrasa, se decidió a salir del coche. El aire que se había levantado era cálido y no refrescaba especialmente la noche, aunque sí que se notaba que la temperatura era algo más baja en las afueras de la ciudad. Aunque nada que ver con la de su casa del Aljarafe, en donde sí que se podía sentir el fresco que permitía disfrutar la discreta altura de esas tierras, que se elevaban sobre la ciudad.
― Baldomero ― se dirigió don Bosco a su chófer al despedirse ―, dígale a la señora que mañana la veo en Las Carrascas. Usted me viene a recoger aquí a eso de las doce, y que su hijo Sebastián la alargue más temprano en el Hispano Suiza. Ya estoy harto del calor de Sevilla.
Al acercarse a la puerta de la casa, podía divisar a lo lejos la cárcel de Ranilla, y sus cercas iluminadas. Sintió el olor a dama de noche de los jardines de Villa Marisma, y el afinar de la guitarra de Pepe el Gitano, uno de los mejores guitarristas de Triana, el hermano de Rafalito el triqui-traque, del que decían que era todavía mejor que él, hasta que le dio por la lucha sindical en la CNT.
Esta vez había sido el último en llegar. Al entrar, pudo ver que ya estaban Luisito Tellería, hijo del Conde de Pozosanto y Lalo Falcón. Y le dio mucha alegría que se hubiera reincorporado el doctor Gregorio Inchausti, a quien un ataque de gota le había impedido asistir a las últimas partidas.
Uno de los criados trajo una copa de La Ina a don Bosco, nada más saludar a sus compañeros de fiesta. Al fondo del salón, junto a la chimenea adornada por aperos de labranza, el cuadro flamenco trataba de coger el tono con una bulería. Bosco Quincoces sintió que el corazón se le aceleraba al ver que una de las que acompañaba a las palmas era Chari.
― Bribón, no mires tanto a la Chari ― era el anfitrión de la casa quien molestaba al recién llegado ―. ¿Quieres disfrutarla de nuevo, eh? A ver cuándo nos dejas probarla a los demás.
Bosco no pronunció palabra, pero su sonrisa de aprobación dejaba bien claras sus intenciones.
Después de unas copas acompañadas de jamón de Huelva, queso de Aracena y chacinas de la sierra, pasaron a la sala contigua, en la que todo estaba preparado: las cartas, el whisky… incluso los orinales.
La partida fue larga. Los que más perdieron fueron el doctor Inchausti y el de Pozosanto, que se dejaron más de mil pesetas cada uno. Bosco Quincoces salió a la par, aunque eso no era para sentirse muy optimista, ya que llevaba perdido en lo que iba de verano un buen dinero, como para pagar la recogida de las aceitunas que se avecinaba para finales del mes que viene, si los jornaleros no iban a otra huelga general.
Sin embargo, el mejor premio para el hijo del insigne agricultor don Rodolfo Quincoces y de la Maza, fue llevarse a Chari de nuevo a la cama. Esos pechos morenos y duros que le volvían loco. Mientras los besaba con pasión, y sentía la respiración agitada y los movimientos de sus caderas pidiendo que la penetrara, se juró que no la compartiría con nadie. Chari sería suya para siempre. O por lo menos, mientras su cuerpo de cincuentón aguantara acostarse con una mujer treinta años más joven.
Después de hacer el amor, Bosco encendió un cigarro, que compartió con Chari. Le echó el brazo por los hombros y le acarició su melena rizada. Ella se echó sobre su pecho.
― Chari, quédate esta noche a dormir conmigo.
*****
El reloj marcaba las ocho de la mañana cuando Bosco Quincoces se dio cuenta que estaba solo en la cama. Fue el abrir y cerrarse de la puerta lateral de la casa, a la que daba el balcón de su habitación, la que lo despertó. Desde allí vio irse a Chari y el resto de mujeres camino del tranvía. El frescor de la mañana y el canto de los pájaros casi no dejaban escuchar sus conversaciones mientras se alejaban.
Como todavía faltaba para que Baldomero pasara a recogerle, optó por intentar dormirse otra vez. Reparó entonces en la foto de la imagen del Gran Poder, dedicada a don Juan de Villarrasa padre, que estaba sobre la mesita de noche, sobre el paño de crochet manchado de cenizas.
*****
Parecía haber pasado apenas unos minutos cuando Bosco Quincoces se despertó de súbito, al escuchar unos disparos. Salió a mirar por la ventana, y vio gente corriendo por la calle, y un camión con soldados a gran velocidad. También escuchó movimiento en la planta baja de Villa Marisma.
― ¡Un levantamiento militar! ― gritaba don Juan de Villarrasa.
Todos salieron de sus habitaciones casi al tiempo y sin terminar de vestirse. El doctor Inchausti hizo por abrir la puerta principal, a lo que el dueño de la casa le quitó la idea de la cabeza.
― Quítate de ahí, ¿no oyes los disparos? ¿No ves que estamos cerca de barrios obreros?
Don Juan fue a encender la radio, a la vez que pedía a los criados que peraparasen café.
― Esa es la voz de Queipo de Llano ― exclamó Luis Tellería ― es él el que se ha levantado. ¡Con un buen par de cojones!
Todos se abrazaban. Juan de Villarrasa rebuscaba en un arcón su camisa azul de falangista. El olor a café que venía de la cocina abrió el apetito a los que allí estaban. Una piedra rompió una de las cristaleras del salón. Mientras pasaban a la cocina, Bosco pensaba si Chari habría logrado llegar a Triana.
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