miércoles, 9 de junio de 2010

NO SÉ QUÉ PONERME


Daniel Corcel, el afamado actor, estaba hecho un lío. No paraba de registrar en el vestidor, revolver la ropa una y otra vez. Sobre el tálamo conyugal, se agolpaban amontonados varios trajes de diferentes tonos, casi una docena de camisas, y un número no menor de gorros, sombreros y tocados varios. En ese momento no se sentía capaz de elegir si pañuelo o bufanda, si gorra o panamá, porque primero tenía que asegurarse qué vestimenta sería la apropiada para acudir a la entrega de premios. Para colmo, había llamado a Pietro Delanno, su diseñador favorito, y aún reencontraba de luna de miel por las islas Fidji, casi un mes después de su sonada boda con el otrora competidor Casto López, más conocido por su firma de modas Kastuloppi. En la nueva firma Kastuloppi & Delanno tampoco le daban una solución que le mereciese confianza.

― Juani, por favor, salte del jacuzzi de una puta vez, y ayúdame, por favor. Que quedan apenas veinticuatro horas para la ceremonia de los Troya, y no sé qué coño ponerme.

Un momento después, dejó de escucharse el ruido de los chorros del agua, con los oídos de Daniel notaron una cierta sensación de relax. Tras un leve chapoteo de agua, un sonido agudo y chirriante, seguido de una exclamación indisimulable, «¡coño!», para no dejar la más mínima duda, indicó que Juani había estado a punto de darse un buen costalazo al salir de la bañera.

― ¿Qué cojones quieres, Daniel? ― contestó su chica dejando un buen rastro de agua desde la bañera hasta el vestidor, a pesar de venir liada en una toalla ―. Y te tengo dicho que no me llames Juani, joder. Que luego se te escapa en la entrega de premios. Que me llames Miranda, capullo.

Daniel se encontraba sentado sobre la cama, arrugando el esmoquin rosa palo que se había puesto para la entrega de premiso del Festival de Cine de amor. Su mirada estaba perdida sobre el suelo. Bueno, lo que le dejaban sus gruesos dedos, que le tapaban casi toda la cara. Por eso no le fue difícil advertir el reguero de agua que había dejado Juani, es decir, Miranda, por toda la casa.

― Mir, mira cómo estás poniendo la casa. Que hoy están de día libre Clara Clotilde y Mildred María.

― ¿Qué cómo estoy poniendo la casa?

― …..

― ¿Qué cómo estoy poniendo la casa? ¿Y tú, cómo estás poniendo la ropa? ¿Qué quieres, que llame a mi madre para que te la planche o qué? Y te lo digo otra vez: mi madre es la única que me llama Juani. No te lo digo más.

Daniel rompió a llorar. Estaba desesperado. No sabía qué ponerse. Temía que alguno de los periodistas, alguna más bien, se diera cuenta de que repetía traje. Los dos eran conscientes de lo importante que era eso en sus carreras profesionales.

― Dani, venga. No te pongas así. Ya verás cómo encontramos una solución.

A Juani, Miranda, se le cayó la toalla, dejando a relucir esos pechos de diseño que le talló el Dr López Casas, a la sazón primo por parte de padre del recién casado Casto, más conocido como Kastuloppi. Esto la excitó, y abrazó a Daniel, con cuidado de ir echando a un lado el vestuario que andaba por medio. Pero Daniel no estaba para mucho trajín, nunca mejor dicho.

― Espérate un poco, Ju…Miranda. Primero ayúdame a elegir lo que me voy a poner. No tengo ni siquiera preparado el discurso por si me dan el premio. No sé qué voy a decir ni qué ponerme. Y hasta que no sepa qué ponerme, ni sé lo que voy a decir ni me pone nada.

Juani, o Miranda, se levantó de inmediato y se recolocó los pechos dentro de la toalla.

― ¡A ver qué te vas a poner! ¡A ver qué te vas a poner! ― repitió registrando la ropa que había sobre la cama ―. ¿Por qué no te pones esto? ― preguntó señalando una chaqueta de pana beige, que hacía juego con el pañuelo palestino que se compraron cuando asistieron al Festival de Cine de terror de Gaza.

― Es que esa me la puse para la manifestación contra la guerra.

― ¿Y esta otra? ― señalaba otra de color negro, que con la camisa negra y la corbata blanca, le daba un cierto aire distinguido, muy catalán. Y ya que los premios eran en Barcelona, podría traerte hasta buena suerte.

― Esa me la he puesto ya dos veces. Una en la manifestación contra el chapapote. Y la otra cuando ganaste tú el Paco Martínez Soria del año pasado.

A Miranda, bautizada como Juani, se le cayó otra vez la toalla. Pero esta vez de furia.

― ¿Y no te gusta repetir? ¿Y no te gusta repetir? ¿Y por qué te lo pusiste para mi premio? Sois todos iguales ― apenas respiró para continuar ―. Solo os importan vuestros cojones. En mi premio vas y repites ropa, y no te importa. Pero ahora con el tuyo…. ¿Sabes lo que te digo? Que te den por el culo, que yo voy a fumarme un cigarro.

― Pero Mir, por favor, si no es porque te lo he dicho ahora…. No te diste ni cuenta.

Pero Juani, conocida artísticamente como Miranda Raya, había salido volando para el salón en busca de un cigarrito. Volando, en el sentido estricto.

― ¡Coñoooo! ― el mojado suelo de mármol blanco hizo de sonora pista de patinaje.

― ¡Juani! ― exclamó Daniel, escuchando un sonoro ruido que no podía ser otra cosa que un tremendo costalazo.

― ¡Que no me llames Juani! ― replicó mientras se levantaba semidesnuda y con el trasero dolorido y visiblemente sonrosado.

Daniel se volvió al vestidor. Sentía cómo todo se le venía encima. Pietro de luna de miel, Miranda, es decir, Juani, enfadada y él, sin saber qué ponerse. Todo se le estaba viniendo encima. Su relación de pareja zozobraba. Incluso pensaba que, cualquier día de estos, Miranda quisiera vender una exclusiva sobre su posible ruptura de relación. O aún peor, que luego fuera a la tele a contar sus irregularidades amatorias. Para más inri, el futuro se presentaba poco halagüeño. Se había mojado demasiado por Zapatero. Al menos había quien estaba peor que él.

Trató de serenarse ordenando la ropa que había sacado del vestidor. En ese momento, vio la foto de doña Juana, la madre de su Juani, sobre su mesita de noche. Con su vestido negro y su eterno rodete. Entonces cayó en la cuenta del esfuerzo que hizo esa madre por educar a su hija, por hacer de su Juani toda una Miranda Raya. Recordó que no tenía foto de su madre en la suya. Ella no era como la de Juani, ahora Miranda. Era actriz, pero también había luchado lo suyo por él, y por inculcarle su profesión y sus principios progresistas.

Eligió el conjunto negro, el mismo del chapapote y del paco Martínez Soria. Y que saliera el solo por Antequera, que recordaba que era provincia de Córdoba. Se fue a la cocina a por la fregona. Seguro que no sería difícil manejarla. Antes entró en el baño, y puso el agua del jacuzzi a calentar.

jueves, 3 de junio de 2010

CARIÑOSO




Su frontera siempre fue la Gran Plaza. No pasaba más allá del Opencor que habían puesto en el antiguo bar de La Ponderosa, donde paraba su amigo Carlos, el vendedor de cupones. Todas las tardes, desde muy temprano, se le podía encontrar allí, en invierno o en verano. Incluso si Carlos estaba enfermo y no podía vender ese día, Currito le guardaba el espacio, como si se lo fueran a quitar.

Al mediodía se echaba su refresquito y su cigarro en el bar de al lado, esperando a que llegase Carlos. Hacía tiempo que no bebía, desde que le habían cambiado las pastillas de los nervios en Salud Mental. No le pesó abandonar la bebida, y eso que le dio más de un disgusto de jovencito, acabando en comisaría más de una vez por peleas con los hippies de los Pajaritos. Pero las pastillas y la edad, le habían cambiado por completo. O lo que se puede cambiar.

Su antiguo pelo largo rubio se había acortado al máximo, y le estaban apareciendo las canas ahora que se acercaba a la cincuentena. Las gruesas gafas que llevaba tampoco lo rejuvenecían precisamente. Había engordado unos kilos, a pesar de que su aspecto seguía siendo recio, fuerte. Sobre todo por ese cuello ancho y no demasiado largo, y sus anchas espaldas, que junto a su escasa inteligencia, le conferían una imagen de gorila que había conseguido transformar en otra más amable y bonachona.

A pesar de que hacía ya más de diez años que su madre murió ― su padre falleció bastante antes en un ajuste de cuentas entre borrachos ― se le veía limpio y cuidado. La ropa siempre la llevaba inmaculada, recién planchada, y eso que ninguna de sus dos hermanas lo visitaban más de una vez al mes. Currito se sentía orgulloso, y cuando alguien se lo hacía notar, contestaba «voy hecho un pincel», o si era por primavera, con aquello de «voy de Domingo de Ramos».

En el barrio daba por hecho que en todos sitios le fiaban, pero también es cierto que nunca dejó una cuenta por pagar, con una memoria para eso que desdecía su falta de seso y preparación para las cuentas y los estudios.

Cada vez que se cruzaba con alguien, lo saludaba diciéndole «cariñoso» o «cariñosa», y arrancaba una sonrisa hasta a las personas más solas del barrio. Le hacía los recados a mucha gente, y cuando el calor sevillano comenzaba a hacer de las suyas, se bajaba a la puerta de la casa, y apoyaba el pie en el muro del edificio de enfrente, en espera de que alguien pasase para darle conversación. Quien tuviese que pasar por allí, era más que probable que tardase quince minutos más en hacer lo que tenía pensado.

A todos les contaba cosas de tiempos pasados, y a los que eran de su edad, les hacía partícipes de aventuras pasadas juntos que nunca sucedieron. Echaba mucho de menos la bolera que estaba donde ahora hay una tienda de los chinos, en la que jugaba sus partidas de futbolín y probablemente comenzó a tomar sus primeras copas de niño.

A pesar de su pasado de alcohol y de peleas, nunca le oyó nadie decir grosería alguna a ninguna mujer. Ni siquiera en los bares de hombres que frecuentaba ― esos de serrín en el suelo para los escupitajos y carajillo mañanero ― hubo quien le lograse hacerlo cómplice de las conversaciones habituales de los paisanos.

Sólo una vez volvió a utilizar la violencia que tan mala fama le dio de joven, pero fue para agarrar a un chorizo que le había quitado género a su amigo Juanito, el del puesto de frutas del mercado. Y nada más que fue para tirarlo al suelo e inmovilizarlo mientras venía el guarda jurado. Ese día no paró de enseñarle el bíceps a la gente del barrio que lo felicitaba por su captura.

Los maridos de sus dos hermanas nunca lo quisieron demasiado. Ya habían desistido de ingresarlo en un centro psiquiátrico, por lo que habían perdido la esperanza de poder vender la casa y repartirse las ganancias. El que más insistió fue el de la Mari, la hermana pequeña, que se dejó embarazar por este tipo en el bar de alterne en el que trabajaba. A pesar de esto, tampoco jamás habló mal de sus cuñados ni de sus hermanas. Es más, cuando alguna vez lo llevaban a comprar en un hipermercado, no paraba de contarlo por el barrio, celebrando lo que había disfrutado del paseo y de las cosas que le había comprado a su hermana y sus sobrinos.

Según comentaba la rubita de la farmacia, nunca dejaba de tomar sus pastillas, y siempre presumía de lo caras que eran, como el que conduce un Mercedes. Eso había sido lo que le había hecho controlarse, porque siempre quiso tener un Mercedes como el de los toreros.

Esta mañana ha llegado la policía a la puerta de su casa. Su vecina la ha avisado, porque la tele llevaba cuatro días a toda pastilla, de día y de noche. Han roto la puerta de la casa y se han encontrado a Currito tendido boca abajo en el salón. Olía muy mal en el piso, a pesar de que todo estaba muy cuidado y no había signos de desorden.

« Dicen que debe haber sido un infarto», ha dicho otra vecina. Currito salió de su casa enfundado en una bolsa plateada, con la Mari acompañando a la policía.

Por la tarde, Juanito el frutero estaba en la cola de la lotería primitiva. Mari y su marido salieron de la casa con una caja de cartón llena de cosas.