lunes, 14 de febrero de 2011

TRAS LA VUELTA DE TUERCA




Apenas hubo terminado, Douglas cerró el álbum con cantos dorados. La cubierta roja me pareció aún más descolorida que al principio. Sin mirar a los asistentes, se levantó del sillón y se acercó a la chimenea. Puso el libro sobre la repisa que hay encima del hogar, y con un pie removió el último tronco que había comenzado a arder. Quienes habíamos escuchado la terrible historia, nos mirábamos unos a otros, y todos a Douglas, sin atrevernos a pronunciar palabra.
Se agachó a encender la palmatoria, se frotó los ojos y, sin despedirse, se dirigió a la puerta de la vieja casa. Todos escuchamos la puerta cerrarse. Fue entonces cuando se me ocurrió volverme hacia la ventana. Con espanto, vi la figura de una mujer que me miraba fijamente a través del cristal. Un momento después era Douglas quien se le aproximaba, le tomaba de la mano, y se dirigía a través del jardín, hacia la salida de la mansión en la que habíamos pasado estos últimos días.
En la puerta, un carruaje parecía esperarles. El cochero tocaba las riendas de los caballos negros, para avisarles de la próxima partida. Un sirviente tomaba de la mano a un señor elegantemente vestido, que fue el primero en subir. Delante, otras dos mujeres, de aspecto igualmente espantoso, llamaban a un niño y una niña, que jugaban junto al coche.
No sé si eso fue lo más horrible, o que al darme la vuelta, me dí cuenta de que el libro ya no estaba.

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