Recuerdo muy bien que llegó a casa de su madre el 14 de agosto, un día antes de nuestra Patrona la Asunción. Cojeaba bastante de la pierna derecha, aunque quizás eso no fuera lo que más nos impresionó a quienes lo habíamos conocido desde chico. Ni siquiera su delgadez, ni su cabeza rapada, ni los andrajos que llevaba por ropa. ¡Cómo se va a venir de una guerra! Además, tampoco era la primera vez que los más viejos habíamos visto a los muchachos regresar de un frente. Como el pobre de Frascuelo, el hijo de Indalecio el de la Pirriñaca, que vino de la guerra con los moros y ya no se le escuchó una palabra más.
Estaba yo charlando en el zaguán de la puerta de mi compadre Nicasio, cuando lo vimos doblar la esquina y entrar en la casa. Estaba hecho un viejo. Arrastraba los pies, y parecía que ni podía con el hatillo que llevaba colgando de un palo al hombro. Si usted hubiera escuchado a la madre, los gritos de alegría al verlo entrar…Mire, mire, se me pone la carne de gallina cuando me acuerdo.
Lo que no sé decirle es quién de los dos es, si Antoñito o Hilario. Porque resulta que ellos eran gemelos, de la quinta del 36, y a uno le tocó hacer la mili en Madrid y al otro en Sevilla. Y no me pregunte por qué fue así, porque yo no lo sé. Yo recuerdo que su difunto padre se reía, porque su Antoñito, que era el más espabilado, el más leído, y usted sabe, con ideas, le tocaba cerca, en Sevilla; y en cambio su Hilario, que era más tímido y se metía menos en problemas, se tenía que ir a Madrid. Justo lo contrario de lo que cada uno podía haber querido. Los dos fueron al puesto de la Guardia Civil a ver si se podían cambiar, con esto de que eran hermanos, pero les dijeron que no.
El caso es que a Antoñito le cogió el movimiento en Sevilla, y a Hilario en Madrid. De Hilario no supieron nada desde que comenzó la guerra. En cambio, de Antoñito sí que se sabía de vez en cuando, porque mandaba cartas a su casa. Lo último que se supo de él es que lo enviaron al frente de Cataluña, a la batalla del Ebro, y a partir de ahí ya no se volvió a saber. La familia no decía nada, pero se comentaba por ahí que el hijo estaba fatal, y que quería desertar. Yo, qué quiere que le diga, no sé si eso fue así o no. En el casino era lo que se decía. Y mi mujer también lo había escuchado en la cola del pan.
Lo cierto y verdad es que ni les comunicaron el fallecimiento de ninguno, ni hasta el día de hoy ha dado señales de vida otro que no sea este que ha venido. Y eso que mañana, que es el día de todos los Santos, hace ya siete meses que acabó la guerra. A los pocos días de llegar, fue a su casa la Guardia Civil y no aclaró nada. Su madre insistía en que era Antoñito, el que luchó con Queipo y con Franco, pero en el pueblo había opiniones para todos los gustos. Incluso otro día se presentó en la casa el jefe de la Falange en el pueblo, y dijo que él tampoco lo tenía claro.
Y yo decía que para qué se interesaba nadie por ese chiquillo. ¿Pero no se habían dado cuenta cómo estaba? El caso es que mi compadre y otros vecinos de la calle, comenzaron a escuchar sus lamentos por la noche. Don Sebastián iba a verlo todas las semanas a ponerle una inyección. La gente del pueblo empezó a no querer pasar de noche por delante de su casa. Y fíjese usted que es un sitio de paso. Pues nada, preferían dar un rodeo porque decían que escuchaban sus gritos, y también llorar a su madre y a su tía, que son las que se turnan para cuidarlo.
Y comenzó lo de la maldición, porque el cabo de la Guardia Civil que se personó cuando regresó el muchacho, y el jefe de la Falange, se murieron de repente, con una semana de diferencia uno de otro. Dicen que hay una orden de Sevilla de descubrir cuál de los dos es, pero en el cuartel nadie quiere ir a la casa a hacer nuevas averiguaciones. Y don Sebastián ha dejado de ir a ponerle ninguna inyección más
Mi compadre ha puesto en venta su casa, pero nadie quiere comprarla. Se fue a una casa que tiene en el campo, donde tiene unas gallinas, y se tuvo que venir corriendo. Porque de noche seguía escuchando los lamentos del muchacho como si siguiera viviendo en frente. Y cuando recogió sus cosas al día siguiente, se encontró muertas las dos únicas gallinas negras que tenía, Cada una con un tajo en el cuello, las dos cabezas por un lado y los dos cuerpos por otro.
La gente del pueblo ya no les visita. Y cuando la madre o la tía se ponen a la cola del pan, o van a buscar las cartillas, todo el mundo les cede la vez. Nadie les pregunta, ni siquiera les miran. No se oye ni un murmullo hasta que se alejan del lugar. Solo se vuelve a una cierta normalidad después de que las más mayores se persignen dando gracias a Dios al verlas irse.
El único que entra en esa casa es don Teotonio, el párroco de la Asunción, aunque yo a ese hombre lo veo cada día más desmejorado y cualquier día no sé qué va a pasar.
Hay quien dice que el que está en la casa no es Antoñito, sino Hilario, porque han escuchado los lamentos por la casa en la que vivía su novia Beatriz, la hija de Coloraíto, el que salió por patas con su familia al estallar el movimiento. Al bar de los Coloraos le metieron fuego los primeros días de la guerra, y ellos se echaron al monte sin que nadie haya vuelto a saber de ellos. Unos dicen que los mataron al intentar pasar el frente, y otros que lograron cruzar la frontera de Portugal. Dicen que algunas noches se aparece un hombre cojeando entre las ruinas de la casa, gritando el nombre de Beatriz.
Y si usted quiere saber más, no tiene sino que llamar a la puerta de su casa. Usted comprenderá que yo no le acompañe.
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