jueves, 27 de enero de 2011

AZUL, AZUL


Nunca había visto nada igual. Esas fueron sus primeras palabras al doblar la curva que daba entrada al Paseo Marítimo. Le dí al botón que bajaba su cristal. El olor a salitre se sobrepuso al del tabaco, y el graznido de las gaviotas ahogó por unos instantes al de la música remasterizada de Miguel de Molina, que con tanta dificultad había conseguido unos días atrás, en una venta de carretera, para hacerle más feliz este viaje.

Su escasa cabellera blanca se movía al son del viento que entraba por la ventana. Hice por subir de nuevo el cristal para que no se enfriase, pero su mirada de niño al que le habían quitado su juguete preferido, me hizo desistir. La mañana era fresca, típica de finales de enero, pero el sol calentaba lo suficiente como para sentirme condescendiente con su petición. Al fin y al cabo a eso habíamos venido, a cumplir su deseo de poder ver el mar antes de morir.

Iba con la cabeza fuera y las manos agarradas al cristal de la ventana que no había bajado. El cinturón de seguridad le daba en el cuello, pero eso no parecía molestarle en absoluto. Es más, ni cuenta debería darse. Unos chavales que caminaban por la acera repararon en la cara fascinada de Casiano, el hermano de la tata, y lo saludaron al grito de ¡abuelo, abuelo!

Solo se volvió para mirarme cuando se dio cuenta de que iba a aparcar. Casi rompe el cinturón de seguridad, de los tirones que daba por quitárselo, para salir lo antes posible del coche. Su mirada, al darle al botón que lo liberaba, debía ser muy parecida a la que tendrá él pronto al encontrarse con Dios, si es que existe.

Tuve que darme prisa en coger el bastón del asiento de atrás, para evitar que se diera de bruces con la acera, porque Casiano estaba más que dispuesto a salir lo más rápido que sus piernas le permitiesen. No me molesté en decirle nada, porque no me iba a escuchar, así que opté por salir raudo, para darle el bastón antes de que saliese del coche. Ya estaba intentando apoyarse en el techo del coche para ponerse de pie, cuando puede agarrarlo por el brazo, para ayudarle a salir y darle el bastón. Se puso la gorra y se agarró a mi con fuerza, con la mano que le quedaba libre.

La verdad es que no sabía de qué hablar con él. No había tratado mucho al hermano pequeño de mi tata. Salvo algunas veces que nos visitaba en la casa del campo, para ir a ver a su hermana, no lo vi mucho hasta que Gertrudis se jubiló y volvió al pueblo a vivir con él. La tata Gertrudis se hizo su casa en Fuentes de Andalucía, su pueblo, en donde teníamos nosotros también la casa de campo. Casiano y una cuadrilla de albañiles del pueblo se la fueron haciendo poco a poco, con los ahorros que le quedaban de lo que mamá le daba. Y allí se fue cuando se jubiló, casi sesenta años después de salir del pueblo. Porque la tata salió a servir cuando tenía ocho años, aunque a nuestra casa ya llegó cuarentona, cuando nació mi hermana mayor.

Yo iba a verla de vez en cuando después de jubilarse, y fue cuando traté algo más a Casiano, el único hermano de la tata que le quedaba, porque su José, el mayor, murió en la guerra, y una hermana que se tiró al monte, la Micaela, falleció de puerperales en el parto de su primera hija. A pesar de eso, cada vez que aparecía yo, no tardaba en irse a dar una vuelta, como si molestase. Y como la tata no decía nada, tampoco yo quería intervenir, no fuese a meter la pata por algo que se me escapase.

Gertrudis nunca vio el mar, porque el mes que pasábamos en Sanlúcar era el que ella elegía para quedarse en su pueblo. En verano, nosotros nos íbamos con mamá un mes a la playa y el otro estábamos juntos en el campo, que era donde estaba papá casi todo el tiempo, hasta que los naipes y el aguardiente le obligaron a vender. Papá nunca lo superó, y se quitó de en medio. Por eso nunca me han gustado las escopetas ni las cacerías.

Cuando la tata se puso enferma, siempre me decía que su Casiano nunca había visto el mar. La primera vez me pareció curioso que alguien en este país, a finales del siglo XX, no hubiera visto el mar, pero no pensé nada más. Seguro que no era el único que había en Fuentes y en tantos pueblos del interior. Sin embargo, en los meses siguientes, en los que visité a la tata con más frecuencia, aprovechando que me había comprado el coche nuevo, sí que me pareció que Gertrudis deseaba que su hermano viese el mar. Ella nunca me lo pidió, ni su hermano jamás hizo mención delante de mí a un presunto afán por conocerlo. Pero tanta insistencia en el tema me daba que pensar, aunque nunca se lo dije, sabiendo como era ella, incapaz siempre de pedir algo.

El día que enterramos a la tata, hace un año y cuatro meses, era un domingo de finales de verano, caluroso, y con el cielo de un color azul intenso, solo interrumpido por la estela de un avión que se dirigía al sur. Fue entonces cuando delante de su ataúd, sentí que debía cumplir el deseo de la persona que cuidó de mi, y la que más me consoló cuando papá hizo lo que hizo.

Desde entonces, no había vuelto por Fuentes. Me presenté muy temprano en la casa, sin avisar. Casiano me abrió la puerta. No le dí ni los buenos días; tan sólo le dije que nos íbamos a pasar el día fuera. No tardó ni cinco minutos en estar listo para salir. Ni preguntó, ni yo quise darle explicaciones. Salimos del pueblo por el camino de nuestra antigua casa de campo. A la entrada, había un cartel anunciando la construcción de un campo de golf de dieciocho hoyos y unos chalets pareados. La antigua casa parecía estar como antes, pero ya no era blanca, sino que la habían pintado de ese color rosado que tanto coraje daba a papá. Mire al cielo, y de nuevo puede ver la estela que había dejado un avión. Seguí mi camino.

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