martes, 15 de enero de 2013

CLARICE Y YO




Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo. Esto escribe Clarice Lispector en su libro “La hora de la estrella”. Reconozco que cuando escuché esta frase me impactó. Es probable que en otro momento de mi vida no me hubiera impresionado tanto. Pero este es un tiempo de reflexión, de introspección íntima para tratar de saber si lo que he hecho hasta ahora para ganarme la vida, es lo que quiero seguir haciendo.
No hay peso ni agobio en esta decisión. No hay más preocupación que la de pensar  cómo puedo ser más útil; cómo puedo ser más feliz y hacer más feliz a los demás; cuál debe ser mi lugar para que, cuando llegue el día de la partida, pueda sentirme satisfecho de mi pequeña aportación al mundo.
Cuando tecleo estas frases lo hago desde un lugar cómodo. La situación económica es bastante mala, pero para mí nunca ha sido buena. Está claro que es peor, pero no vamos a llorar más de la cuenta. Con las tragedias que se están viendo no sería ético.
He llegado muy alto a nivel profesional. Me siento querido y respetado. He disfrutado de mi trabajo y de muchas personas que he conocido. He tenido mis dificultades, que me han hecho crecer y también me han demostrado mis límites.
Pero soy una persona inquieta, y mi profesión no me permite avanzar. Por momentos siento que lo que pudiera haber aportado, lo he hecho ya. Quizás sea la hora de que otros tiren del carro y lo lleven al lugar que debe estar.
Los pacientes necesitan servicios de gestión integral de la farmacoterapia, para mejorar los resultados de los medicamentos y evitar seguir exponiéndolos a riesgos innecesarios y evitables.
Los médicos necesitan ayuda para manejar una farmacoterapia cada día más compleja, que se les escapa de las manos, en perjuicio del sistema sanitario, de ellos mismos y, lo que es más doloroso, de los pacientes.
El sistema sanitario público se desangra, entre otras cosas porque el recurso terapéutico más económico para dar salud, es ineficiente. El sistema es estrecho de miras, conservador y poco abierto a innovaciones que no vengan de los de siempre. Los dirigentes están tan llenos de desconocimiento como de prejuicios hacia los que quieren colaborar pero no les dejan por estar fuera.
Los farmacéuticos están en cuidados paliativos como profesión, por no ser más valientes a la hora de afrontar los desafíos del futuro, por miedo a perder los restos del naufragio.
Suena el despertador. Me desperezo. Hay que ducharse, preparar el desayuno y estar listo para una nueva jornada de trabajo. Toca ver pacientes. Luego, escribiré. Escribo porque tengo mucho que hacer en el mundo.

lunes, 14 de enero de 2013

VAGABUNDOS


Son las siete y cuarto de la mañana. Ayer olvidé bajar por la tarde a comprar el pan, para hacer unos bocadillos que mis hijos puedan llevarse al colegio. Salgo del portal de mi casa cuando la noche invernal todavía resiste la llegada de los primeros rayos de sol. El silencio de la noche se rompe por el vaivén de las ramas de los árboles de la acera. No escucho ningún pájaro. Solo la tos del vagabundo que duerme oculto tras unos cartones unos metros más adelante. 
Todavía lo recuerdo la madrugada de la pasada Nochevieja, al regresar de tomar las uvas con la familia. Unos jovencitos habían organizado una pequeña botellona en la acera donde dormía este pobre hombre, que iba de un lado a otro, con una sucia manta sobre su cabeza, sin saber qué hacer para poder descansar una noche que para él era como una de tantas desde quién sabe cuándo.
Con el sonido de sus bronquios a mi espalda, doblé la esquina para dirigirme a la panadería. Pasé por el supermercado, que estaba a oscuras, aunque en el bar contiguo ya había encendida una luz discreta que anunciaba que pronto iba a abrir. Seguí en dirección a la panadería. La luz de unos faros de un coche iluminó por un momento la calle. Cuando llegué a la altura de los contenedores, oí un ruido. Alguien hurgaba entre las bolsas de basura que se habían quedado fuera. Miraba, pero no veía nada. Un segundo después, los ojos de un perro se clavaron en los míos. Abandonado, buscaba algo que comer entre los restos de comida.
Hacía tiempo que no veía un perro vagabundo. Sin embargo, en los últimos tiempos era más que familiar ver personas registrando los contenedores para buscar cualquier cosa, incluso comida. Pero reconozco, y bien que me pesa hacerlo, que ver a ese perro entre desperdicios me impresionó más que lo de aquella pobre gente, incluso más que la tos de mi vecino el vagabundo.
Pasé lo más rápido que pude junto al perro, por temor a que se sintiera agredido por mi presencia. Llegué a la panadería, un modesto establecimiento de una cadena local de ultramarinos. A esa hora, conté a cinco personas trabajando ya. Cuando entraba, vi aparcar junto a la puerta a otra de sus trabajadoras habituales. Seis personas, muchas más que las que trabajan en el enorme supermercado que aún permanecía cerrado, en todo el día. Pensé en la economía que habíamos hecho en este país y en el mundo en estos años. Recordé titulares de los periódicos anunciando la apertura de grandes superficies, que iban a crear no sé cuántos puestos de trabajo. A costa, obviamente, de todos los que destruía en establecimientos familiares, como la panadería que me abría sus puertas a las siete de la mañana.
Regresé con mi pan a casa. Pasé con cierta prevención de nuevo junto a los contenedores, pero el perro ya no estaba. El sonido de la persiana subiendo anunciaba que el bar ya estaba abierto. Un señor que no cumpliría ya más los cincuenta años, pasó pedaleando en bicicleta. En el transportín llevaba su rueda de afilador y los instrumentos que necesitaba para el oficio. Otra visión del pasado. Giré hacia mi portal. El vagabundo ya no tosía, pero seguía debajo de un cartón, que anunciaba aceite de marca blanca del supermercado de al lado. Subí a mi casa sin ofrecerle siquiera una pieza de pan al vagabundo.

viernes, 7 de septiembre de 2012

NUNA SERÁS PASADO


Subí al pequeño avión que me repatriaba, con la certeza de hacer lo que debía. Al sobrevolar las aldeas de techos de paja, las colinas verdes que habían formado parte de mi vida estos últimos tres años, no sentí nada especial. Había cerrado una etapa. Conforme tomaba altura, me decía que aquello que quedaba atrás, era también pasado. Y así fue, hasta que meses después, en una de esas urbanizaciones de chalets adosados de la periferia, volví a sentir el olor a tierra mojada y el de la madera que ardía en las chimeneas. Entonces supe que nunca serás pasado. 

miércoles, 8 de agosto de 2012

INMIGRANTES DE PAGO

No se enteran, no quieren enterarse y no tienen ni idea. Eso es lo primero que se me ocurre decir sobre la política ¿? sanitaria del gobierno de Rajoy, en el que doña Ana Mato va a hacer buena a la de los huesecitos del puchero.

En un principio, era eso lo que pensaba: una gente inepta, que entiende la salud como un conjunto de prestaciones, manejado como un seguro privado, gracias a esa forma de entender la política que tanto gusta a ese liberal que se está cayendo de su propio apellido, por su incapacidad de entender la crisis.

Pero ahora resulta que creo que quien se está cayendo del guindo soy yo y esta manera de entender las políticas sanitarias responde a algo mucho más profundo, y más peligroso.

Una de las demostraciones más fehacientes de nuestra falta de calidad democrática es el hecho de que ciertos aspectos esenciales que no deberían discutirse, como la misión del estado en salud, educación y servicios sociales, son motivo de disputa y debate.

Si tiene sentido el concepto de estado, lo es como organización que ampara a quienes viven bajo el amparo de sus fronteras. El estado debe fomentar la igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos, que estos alcancen el máximo nivel de educación posible, sobre el que se sustente la convivencia y la verdadera libertad a la hora de ejercer el derecho al voto. Empeorar la educación, o no ampararla desde el estado conduce a la ignorancia, la violencia y a la debilidad de la democracia, porque no es solo en la libertad de voto sobre la que esta se asienta, sino en el desarrollo de la autonomía personal que genera la educación, y que hace que esa democracia pueda ejercerse en libertad plena.

Cualquier estado que se precie, debe cuidar a los más débiles de su sociedad. Entre ellos, sus mayores y sus discapacitados. Por eso debe apostar por dotarse de unos servicios sociales que den calidad a la vida de estas personas, muchos de los cuales son la viva memoria histórica del país, depositarios de una experiencia invalorable. Un signo de civilización de un pueblo, es sin duda el respeto a los ancianos de la tribu. Empeorar los servicios sociales, no apostar por ellos, quiere decir que ese estado que nos hemos dado solo estará a nuestro lado si le somos rentables, y nos conducirá a una eutanasia social en la que solo sobrevivirán los más fuertes, entendiendo como más fuerte el que tenga la billetera repleta

Y un estado también tiene que trabajar porque sus habitantes disfruten de unas políticas de salud pública que garanticen el acceso a los más desfavorecidos y a los que tienen peor nivel de salud. Pero no únicamente por cuestiones de solidaridad, como ya he escrito más de una vez, sino porque fomentar las desigualdades empeora la salud de todos, ricos y pobres, y eleva de forma drástica la parte del presupuesto que hay que dedicar a este capítulo.

Para quien no se lo crea, busquen los porcentajes del PIB que dedican a salud. Un país de seguros privados y sanidad privada como Estados Unidos, destinó en 2010, según datos del Banco Mundial, el 17,9% de su PIB a sanidad (y encima, los republicanos clamando contra la reforma sanitaria de Obama, que coarta ese individualismo en el que creen, que es siempre a costa del estado). Un país de seguros privados con sanidad pública como Alemania, pone el 11,6% de su PIB, similar a Francia, que gasta el 11,9% y tiene un sistema parecido. El Reino Unido, con una fuerte apuesta por el sistema público y una potentísima e independiente agencia de evaluación de tecnologías sanitarias, el 9,6% Y España, el 9,5%.

Ya se puede ver cuánto nos van a costar los presuntos ahorros en Sanidad, y a manos de quienes irá ese dinero. Porque quienes abogan por una sanidad pública de gestión privada, lo que pretenden es exprimir la teta del estado en beneficio de empresas, cuyo único interés es el del bolsillo de sus accionistas.

Si el camino al que nos dirigimos es hacia un modelo franco- alemán, con aseguradoras privadas que gestionan la sanidad pública, en el que se cobra a los inmigrantes ilegales y se hace copago, ese que ha defendido en televisión el presidente de Extremadura, , en breve plazo será unos veinte millones de euros más caro nuestro sistema sanitario español. Y si alguien se pregunta quién pretende el Partido Popular que pague este desfase, ya pueden hacer esta cuenta: según el gobierno hay unos doscientos mil inmigrantes ilegales en España, a los que se pretende cobrar entre setecientos euros y mil quinientos euros al año, la cuenta que sale es entre catorce y veintiocho millones de euros. Una vez más, los más pobres.



Pretender que los emigrantes ilegales paguen para garantizar su salud, con el argumento aparentemente paliativo de que las urgencias les quedan garantizadas, no solo es injusto o insolidario. Es xenófobo, va contra las capas más indefensas de quienes habitan esta parte del mundo y hacen que prevalezca sobre la condición de ser humano, su pasaporte. Parece que toda su humanidad se acaba con los que ni siquiera han nacido. De los vivos, solo les interesan los ricos.

En España no se están tomando medidas contra la crisis, esto es mentira. Lo que están haciendo es preparar el asalto al estado por parte de quienes dicen amarlo tanto. Primero, la humillación a la población, despojándola de trabajo digno, de toda esperanza tras haberla culpabilizado de la crisis (ya se sabe, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades). Luego, la mantendrán ignorante y dejarán el campo abierto al populismo. Por cierto, lo único que sube en la última encuesta de intención de votos. Y es que detrás de los depredadores, siempre vienen los carroñeros.

martes, 23 de agosto de 2011

LA TRANSICIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA, UNA TAREA PENDIENTE


La visita del Papa a España ha dejado traslucir una de nuestras grandes tareas colectivas pendientes en España, pasar de ser un Estado fuertemente influido por la religión, a otro en el que esta pase definitivamente al ámbito privado de cada cual que deje de ser elemento de confrontación. No se trata solo de que el Estado se declare aconfesional en la Constitución. Hay países oficialmente católicos como Argentina, en el que la bandera del país está en los altares de las iglesias junto a la del Vaticano, y sin embargo sus habitantes muestran una gran tolerancia en esta materia, quizás por ser un país en el que se han instalado emigrantes procedentes de países y religiones muy diferentes. A nadie le interesan, ni le molestan las creencias del otro, que incluso se expresan en cualquier conversación con la mayor naturalidad, sin tener que bajar la voz.
Sin embargo, en lo que se refiere a temas religiosos, y también en los ideológicos, la sociedad española está marcada por ser en una sociedad de “antis”. Tenemos más facilidad de definir nuestras ideas en confrontación con las de los otros, que tratando de explicar las nuestras. En esto, los políticos actuales de cualquier color (aunque ahora el más predominante y casi único sea el gris) son maestros al tratar de explicar, más que lo que quieren hacer, el peligro de lo que otros pretenden, o lo que estos harían en el caso de que estuvieran gobernando. Pero en lo religioso, lo “anti” aún más palpable, aunque solo salga a relucir cuando aparecen en el debate cuestiones que tengan que ver con las creencias.
En este país se está perdiendo la batalla de la laicidad, en favor de un anticlericalismo que solo beneficia al victimismo que aduce una parte de la Jerarquía católica y un sector más conservador de sus feligreses, a veces nostálgica de la influencia que ejercía en nuestra sociedad en tiempos pasados y que, pese a todo, se va perdiendo sin remisión.
La verdadera laicidad pasa por el respeto a toda creencia religiosa y a la no creencia. El Estado debe ser muy cuidadoso en realizar inversiones, y la rentabilidad no es un argumento absoluto  para hacerlas, en temas que puedan provocar que un sector de la población se sienta agredido. Pero quienes no formen parte de una religión no pueden sentirse ofendidos porque el espacio público, que es de todos, pueda utilizarse por cualquier grupo ciudadano.
Si hay quien piensa que la Iglesia Católica mantiene privilegios en este país, y si sectores de la misma se sienten perseguidos, es que algo está fallando en materia de diálogo. También nos debe hacer reflexionar que en países como Australia, que no es precisamente un Estado de tradición católica, la Jornada Mundial de la Juventud fue una fiesta en la que participó quien quiso y nadie se sintió molesto.
Si esta Jornada tiene un discutible valor pastoral, si atrae a un perfil de católicos más cercanos a la Jerarquía y menos apegado a  las capas más desfavorecidas de la sociedad; si el mensaje que se traslada se ve lejano a lo que Jesucristo transmitió en vida, e incluso se cuestiona su figura, eso es un problema interno de los católicos y tendrá sus consecuencias sobre la imagen y relevancia de quienes nos sentimos parte de este colectivo.
Esto no quita que sea absolutamente necesario revisar la relación de la Iglesia Católica y el Estado, poner en valor las colaboraciones que estén siendo beneficiosas, y eliminar aquello que sea contrario a la aconfesionalidad estatal. Porque al igual que pocos dudan del valor de ciertas estructuras de la Iglesia en la lucha contra la pobreza, más controversia se produce con su papel en la educación pública, y aún más discutible resulta la presencia de los representantes del Estado en procesiones y manifestaciones religiosas, que solo deben afectar a quienes se consideren integrados en las mismas, y en las que nuestros políticos solo deberían participar a título personal, si así lo consideran.
La laicidad solo podrá ser una realidad si se abandona el anticlericalismo, si algunos católicos dejan de explotar el victimismo, y si los políticos dejan de utilizar la religión en su provecho.

miércoles, 8 de junio de 2011

EL BUEN SAMARITANO FUE A LAS TRES MIL

Hoy, como todos los miércoles que estoy en Sevilla, voy a la consulta del Polígono Sur , el barrio que todos los de fuera de él conocen como las tres mil viviendas, pero al que sus vecinos quieren que se conozca como lo nombré en primer lugar.
Como todos los miércoles, tenemos a mucha gente. Cuando estaba entrando la última persona, aparece una extraña pareja: un joven de raza negra que apenas puede tenerse en pie, y otro  autóctono, con una pinta que mis prejuicios identificaron como no muy buena, por decirlo de alguna forma compasiva hacia mis pensamientos.
Tras indicarles que para ser atendidos allí deben acudir el martes por la mañana al grupo de acogida ― es decir, casi una semana después ―, el español me indica que el muchacho está muy malito.
La consulta, para quien no la conozca, tenía en principio como objetivo la educación para la salud y la resolución de problemas de la farmacoterapia. Después, con la incorporación de Elisa, nuestra enfermera y Ana, nuestra médica, siguió siendo eso, para crecer con los matices que cada uno llevamos dentro, que ahora se enriquece con la incorporación  de Antonia, nuestra bioquímica, y también la de Josefina, nuestra nueva acupuntora. Todo un equipo multidisciplinar. Nuestro punto de partida es ayudar a muchos pacientes, enfermos crónicos en paro y sin recursos, con los  que Caritas pone a nuestra disposición, para pagarles la aportación que deben hacer para el pago de sus medicamentos. A partir de ahí, realizamos el seguimiento de sus terapias de forma conjunta, y cada cual aporta su conocimiento para resolver el problema que aparezca.
Al entrar, supimos que nuestro joven senegalés, que vivía en la calle desde hace mucho tiempo, estaba enfermo de bronquitis. Estaba muy enfermo, tirado en la acera junto a la que el español se ganaba la vida aparcando coches de forma ilegal, esa profesión que algún insigne intelectual sevillano denominó con éxito como “gorrilla”.
El español de mala pinta lo recogió del suelo y lo llevó al médico de urgencias, que le recetó unos medicamentos, muy probablemente contra la voluntad de nuestros maravillosos gestores sanitarios, y contra la de que afirman que los extranjeros se están comiendo nuestros recursos. De allí se lo llevó a nuestra consulta, donde, superados mis prejuicios, lo atendimos, y le dimos el documento necesario para que en la farmacia le dieran los medicamentos sin que necesitase abonar nada. Antes de acompañar al senegalés a la farmacia, Ana le dio un papel para que intentaran cobijarlo en otra parroquia en la que reciben a personas que necesitan este tipo de ayudas. Una parroquia por cierto, que no está muy cerca . Se comprometió a llevarlo y dejarlo allí.
Y se fueron. Y recordé la parábola del buen samaritano. Y vi al buen samaritano, al tipo con mala pinta que dejó de sacarse sus euritos para ayudar a alguien a quien no conocía. A ese ante el que yo hubiera pasado de largo. El senegalés se llama Said; el samaritano, ni lo sé.

miércoles, 23 de marzo de 2011

EL SEÑOR NOS VA A AYUDAR


Prospère se levantó en la puerta de la Mezquita de Fnideq. Por el paseo marítimo, se aproximaba su amigo Samuel. Chocaron sus manos derechas al saludarse.
― ¿Todo bien, Samuel?
― Más o menos. ¿Cómo te está yendo a ti hoy?
― No muy bien. Hoy no llevo más de veinte dirhams.
― Prospère, mi amigo. Debes volver a salir conmigo a dar una vuelta.
― No, Samuel. Ya no quiero robar más. He llegado hasta aquí, estoy a las puertas de Europa, y no quiero acabar en una cárcel marroquí.
Samuel y Prospère se pusieron a caminar por el paseo marítimo, aprovechando que el atardecer aliviaba el calor de finales de julio. El viento de Levante contribuía a refrescar la temperatura, y el oleaje traía un olor intenso a salitre, y a las algas que la bajamar iba dejando.
― Prospère, llevamos más de tres meses aquí. Y todavía no tenemos plan. Es imposible entrar en Ceuta,
― Samuel, vamos a esperar. Dios nos va a ayudar.
― ¿Cómo que nos va a ayudar? ¡Prospère! Si ni siquiera este Dios es el nuestro. Tú y yo somos cristianos. Nuestro Dios se quedó en Camerún.
Bajaron a la playa. A pesar de que el calzado que llevaba era muy viejo, Prospére se lo quitó antes de meter los pies en el agua. El frescor alivió sus pies encallecidos y doloridos. Samuel solo se quitó los zapatos después que se le mojasen y la arena entrase en ellos.
― ¿Qué piensas hacer con esos veinte dirhams? ¿Crees que vas a comer siempre de limosnas? ― Samuel se agachaba e introducía su cabeza bajo la de su amigo, que miraba al suelo.
― No voy a volver a robar, Samuel. Lo que hice mal, ya está hecho. Yo sé que Dios me va a ayudar.
Se sentaron delante del mar, a ver cómo las aguas se tragaban el sol en el horizonte. A lo lejos de la costa escarpada, se imaginaba Ceuta. Samuel se echó para atrás sobre la arena, con las manos en la nuca. Prospère tiraba piedras al agua.
― Tú confías en Dios, Prospère; yo confío en ti, amigo.
Chocaron las manos y se abrazaron, y continuaron en dirección a la calle donde solían dormir. Antes, gastaron en comida los veinte dirhams que había conseguido Prospére mendigando a la puerta de la mezquita.

*****



Serían las tres o las cuatro de la madrugada cuando Prospère se despertó. Samuel dormía tranquilo a pocos metros de él. No se oía un alma por la calle, salvo ladridos de perros callejeros y alguna gata en celo. Prospére miraba las estrellas. Comenzó a llorar.
― Señor, no puedo más.
―….
― Señor, ¿qué he hecho, en qué te ofendí? No puedo más, Señor.
―…
― Cuando he podido llamar a mi familia, me piden que resista, que estoy cerca, que tiene que haber una solución. Pero yo no puedo más, Señor. Te pido que me ayudes.


****
A primeros de septiembre,  Prospère continuaba mendigando a las puertas de la mezquita. Los días se iban acortando. Muy pronto llegaría el otoño y sería mucho más difícil poder pasar a Ceuta. Hacía ya dos años que nadie lo había conseguido.
Una señora bien vestida se acercó a Prospère. Traía una bolsa de plástico en sus manos.
― Hola, muchacho. Te traigo esto. Ha pasado el verano y mi hijo ya no lo quiere. Quizás tú puedas darle alguna utilidad.
Prospère miro dentro de la bolsa. Era una prenda naranja, con unas piezas rectangulares duras. Al sacarla de la bolsa, vio que era un chaleco salvavidas.
― Que tengas un buen día ― se despidió la señora alejándose de la mezquita.
Prospère se levantó de inmediato y fue a buscar a Samuel. Cuando le encontró, se acercó a toda prisa, conteniendo los gritos con los que le quería anunciar la noticia:
― Samuel, Samuel. El Señor nos ha ayudado. Ya sé cómo nos vamos a ir. Vamos a entrar a nado en Ceuta. El Señor nos va a ayudar.
― Tendrás que ir tú solo, Prospère. Tú sabes que yo no sé nadar. Y tenemos solo un chaleco.
― Vamos a intentar reunir dinero para uno, Samuel. Aún queda tiempo para conseguir para un chaleco.

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Los dos amigos se pusieron a mendigar. Pasaban los días y no conseguían suficiente para uno.
― Hace dos años que nadie entra en Ceuta por mar.
― No te preocupes, Samuel. El Señor nos va a ayudar.
Era mediados de septiembre cuando se acercan a las playas que hay junto a la frontera. Ese día, el viento estaba en calma. Estaban listos para zarpar. Al caer la noche, Prospère se pone el chaleco salvavidas. También se amarra una soga a la cintura, que va atada a una rueda de camión, que hace de flotador para Samuel. Tienen que salir nadando mar adentro, para evitar las luces de los guardacostas españoles. Deberán ir nadando rodeando las luces. Con los brazos abiertos entonan una oración, que apenas se nota en los labios. Prospère comienza a nadar.
― El Señor nos va a ayudar.