Don Nicolás Sarmiento de Lemos no quiso tomar el tranvía para ir a la casa del General Zavala, a pesar de la fría temperatura con la que había amanecido este lunes de febrero. El General, y su único hijo Gonzalo, Capitán del ejército de tierra, eran casi los únicos clientes distinguidos que le quedaban en su zapatería, la que los Sarmiento habían regentado en la Plaza Bib Rambla durante el último siglo y medio. Lejos quedaban otros tiempos, en los que don Nicolás padre tenía a más de veinte obreros viviendo en los sótanos de la que todavía era su casa y su zapatería.
El señor Sarmiento prefirió ir paseando por la nueva Gran Vía de Colón, curioseando las nuevas construcciones que estaban haciendo, que los más entusiastas periodistas granadinos calificaban como la llave para reverdecer épocas gloriosas en la historia de Granada. Había dejado al cargo de la zapatería a su hija Rosita, aunque bien sabía que era difícil que esta mañana de lunes, con la Semana Santa cayendo este año tan baja, le fuera a traer ningún cliente.
No sabía muy bien a lo que iba, ya que el General don Alonso de Zavala no tenía por costumbre hacer sus encargos hasta un mes antes del Domingo de Ramos. Es cierto que últimamente había protestado bastante, por las ampollas que le habían causado las botas que se le hicieron para la última Pascua Militar, pero no quería ni por asomo pensar que fuera a comunicarle que prescindía de sus servicios. Si así fuera, tendría que malvender la última propiedad que le quedaba en el Paseo de los tristes.
Antes de entrar en la casa familiar de los Zavala, donde le esperaba don Alonso, quiso rezar en la nueva iglesia de los jesuitas, y pedirle al Sagrado Corazón de Jesús que le ayudase a salir de la ruina económica en la que, casi sin darse cuenta, había dio cayendo. Al salir, dobló la esquina de la calle Lecheros y llamó a la puerta de la casa de los Zavala. Un criado le llevó a la biblioteca, en la que le esperaba el General.
― Mi General…
― Pase, Nicolás, adelante.
El General estaba sentado en el despacho en el que Nicolás conoció, siendo niño, al héroe de la guerra de África, y padre de don Alonso, don Juan de Zavala y de la Puente, cuyo retrato con el uniforme de los Húsares de la Princesa presidía la habitación. Por un momento recordó su infancia, feliz y despreocupada, de la mano de su padre, entregando los encargos en esta casa, en la de algún concejal, o en el Carmen de los Rodríguez- Acosta.
― Usted dirá, don Alonso. Espero que la solución que le dimos a sus botas haya sido de su agrado. La verdad es que no me explico cómo….
― Nicolás, no le he llamado para hablar de eso en este momento ― interrumpió el General ―. De eso, ya se verá para la Semana Santa. Ahora quiero que conversemos de otra cosa. Siéntese por favor.
Sarmiento se sentó de inmediato. No había soltado el sombrero al entrar, y ahora no sabía dónde ponerlo. Así que optó por dejárselo entre las piernas.
― ¿Cómo va la vida, Sarmiento? ― el General le ofreció un purito, que rechazó por ser tan temprano.
― Bueno, usted sabe. Hay poco trabajo ahora…
― Ya. Por cierto, su hija… ¿Rosita se llama, verdad?
― Sí, sí señor. ¿Qué pasa con ella, ha hecho algo malo?
― ¿Está casada, Sarmiento?
― No, no señor. Hay un maestro que está haciendo el servicio militar en Cartagena que le habla...Pero a mí no me gusta para ella. Usted sabe que los Sarmiento en Granada, pues…
― Nicolás, usted y yo sabemos que no tiene un real. Y eso que su padre don Nicolás, que Dios lo tenga en su gloria, le dejó un gran negocio.
―….
― Que usted, Sarmiento, no ha sabido dirigir.
― Verá don Alonso, he tenido mala suerte. Además, los revolucionarios intoxicaron a mis obreros…
― Y el agujero que usted ha tenido en los bolsillos, que no sé cómo no se lo llevó a zurcir a su cuñado Rafael, el mejor sastre de toda Granada.
Al señor Sarmiento le sudaban las manos. Sabía que mucho de lo que decía era cierto, pero tampoco quería rebatir nada, no fuese a perder al único cliente bueno que le quedaba.
― Pero no lo he llamado para hablar de eso. ¿Le apetece un café, Sarmiento? ¡Jacinto, trae dos cafés y una copa de coñac para mí! ¿Usted quiere Sarmiento?
Nicolás asintió, por no desdecir nada de lo que don Alonso sugería. El reloj de carillón de la entrada dio las once campanadas, cuando Jacinto trajo los cafés, dos copas y la botella de coñac. El General se sirvió una copa, que tomó de un solo sorbo, después de removerla un poco dentro de la boca. Luego, él mismo sirvió una copa para cada uno.
― Sarmiento, quiero que seamos consuegros.
Nicolás iba a coger el asa de la taza de café, cuando la cambió por la copa.
― Quiero que mi hijo Gonzalo se case con Rosita.
Sarmiento no pudo evitar mojarse la nariz de coñac al dar un gran sorbo a la copa. Don Alonso de Zavala se levantó y comenzó a caminar alrededor de Nicolás Sarmiento con las manos a la espalda. Este hizo intención de levantarse, pero el General se lo impidió poniéndole las manos sobre sus hombros.
Nicolás Sarmiento sabía lo que se decía por Granada del Capitán Zavala y sus amigos. Jamás se le había conocido novia alguna, ni interés por las mujeres, a pesar de las juegas a las que asistía por el Sacromonte, siempre con los mismos amigos. Y eso a pesar de esa enfermedad de los bronquios que tenía y que se llevaba tan en secreto.
El General Zavala se sentó junto a Nicolás Sarmiento, al otro lado de la mesa.
― Todos saldríamos ganando, Sarmiento. Usted, porque podría volver a recuperar su posición. Y su negocio podría volver a ser el que era. Usted sabe lo olvidadizos que somos por aquí. Si vuelve a haber motivos para ello, obviamente.
A Nicolás se le cayó el sombrero de las manos. Antes de que pudiera recogerlo, ya lo había hecho el General Zavala, que lo puso sobre la mesa.
― Y de paso, quitamos esas habladurías e improperios que esos políticos liberales van lanzando por ahí sobre mi hijo.
― Pero ella está….― Nicolás apretaba con fuerza su sombrero.
― ¿Prometida? Déjelo de mi cuenta, Sarmiento ― y agregó ―. No se preocupe, que no le va a pasar nada al muchacho en Cartagena. Pero usted y yo sabemos lo que le conviene. A usted, a su zapatería….y a Rosita.
El General Zavala volvió a su sillón, lo acercó a la mesa y le dijo al zapatero:
― Tenemos que organizarlo todo para que la boda pueda ser antes de que llegue el verano. En junio. Quiero que sea una boda sonada, que se entere todo el mundo. Después, quiero que se vayan a la sierra durante julio y agosto, porque le vendrá bien a los dos respirar el aire fresco de la montaña.
Don Alonso Zavala se acercó al perchero por el abrigo de Nicolás Sarmiento y le ayudó a ponérselo. El café se había quedado en la mesa sin empezarlo.
― Y quien sabe si después nos dan la alegría de un de Zavala Sarmiento, amigo mío. La semana que viene tenemos que vernos de nuevo, para ir pensando en los detalles.
Nicolás Sarmiento se despidió, y salió de la casa familiar de los Zavala. Volvió a sentir frío, a pesar de que ya era mediodía. Tiró para la calle Elvira, en dirección a la sastrería de su cuñado Rafael. Quería contárselo todo a él y a su hermana. Y de paso, ir encargando un chaqué.
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