miércoles, 17 de marzo de 2010

RAMIREZ, EL DE LAS TELAS


Pepe Ramírez siempre apuntó muy alto en el colegio. No tanto en el terreno académico, que no pasaba de ser un alumno de esos que llamaban aplicado, como por su interés en codearse con los apellidos más ilustres de nuestra clase.

Su padre, un modesto vendedor de telas al por mayor en un gran almacén de la popular calle de Puente y Pellón, siempre quiso para su único hijo el mejor de los colegios, porque pensaba que esa era la vía más rápida para poder tener un porvenir mejor que el suyo. Y no tanto porque creyese en la educación como vía de ascenso social, sino por su afianzada convicción, según me confesó Pepe años más tarde, en que tener buenos contactos en las altas esferas sociales de Sevilla, era un seguro de vida personal y profesional.

Don José Ramírez padre nunca dudó en pagar lo que fuese, y en hacer todo tipo de sacrificios, por mantener a Pepito en los Cruzados de San Jorge. Quizás por eso nunca salieron de su modesto piso de las Siete Revueltas, un destartalado y frío apartamento alquilado en el que convivían Pepe, don José y su señora doña Encarnación, y la abuela materna doña Encarnita, junto a un canario canijo verde- amarillento llamado Cuqui, y que piaba, a decir de Pepe, cuando se le llamaba por su nombre.

Yo fui el único que alguna vez visitó su casa, sin duda porque sabía que ni mi casa ni mi familia éramos gran cosa, a pesar de nuestro apellido Alarcón. Es más, cuando teníamos que hacer trabajos por grupos, Pepe siempre ponía una excusa para que no fuese su casa la elegida. Además, porque habría que dejar a doña Encarnita encerrada en su cuarto, para que pudiésemos ocupar la mesa camilla de la salita de estar.

Recuerdo siempre nuestro interés por ir a casa de Yago Páez de la Lastra. Al principio era por la suculenta merienda que nos preparaba la señora del afamado doctor Páez, doña Pilar, por más señas Pero en cuanto nos hicimos más mayores fue Pilarín, la hermana de Yago, el motivo de nuestro interés.

Pilarín y sus pechos creciditos, que se adivinaban bajo el uniforme gris perla de las Hermanas Combonianas, fueron, he de reconocerlo, el motivo de mis primeras masturbaciones. No sé si fue igual para Ramírez, cuyo interés iba más allá de eso, ya que estuvo a punto de hablar con doña Pilar para solicitarle una relación formal con Pilarín, cuando la niña apenas tenía catorce años, por los quince de nosotros, y ya apuntaba al putón verbenero en que se convirtió no muchos años después. Menos mal que intervino don José, el padre de Pepe, para evitar lo que hubiera sido un espantoso ridículo. Y no por la madurez y amplitud de miras que se le supone a todo adulto, sino, y de eso también me enteré años más tarde, en la misa que se ofició por su alma en la Hermandad de Montesión, por una conversación en esa misma línea que mantuvieron doña Pilar y don José en la tienda de tejidos, aprovechando la compra de una tela para la fiesta de puesta de largo de Pilarín. La única, junto a su Primera Comunión, que pudo hacer de blanco en su vida.

Pilarín se casó de penalty con un Casasola de los de la Plaza de San Pedro, cuando no había cumplido los veinte años. Su hermano Yago acababa de salir de una granja de desintoxicación. De los primeros porros que comenzó a fumarse en aquel tiempo, pasó a cosas más fuertes cuando sus padres lo enviaron interno a un colegio de Extremadura. Una vez que vino, creo que para las vacaciones de Semana Santa, se llevó unas cuantas piezas de la cubertería de plata de su madre para comprar droga. Fue todo un escándalo. ¡Ay, aquellos primeros años de democracia!

Como iba diciendo, a doña Pilar no le pareció oportuno invitarnos más a su casa para hacer los deberes cerca de su hija. Al parecer, también dejó de frecuentar la tienda de tejidos en la que trabajaba don José. Fue entonces cuando los Ramírez cambiaron de estrategia, e inscribieron a su hijo en la Hermandad de Nuestro Padre Jesús de la Pasión, reconocida en la ciudad por albergar a familias de Sevilla de toda la vida. Ellos eran de Montesión de toda la vida, porque los padres del señor Ramírez provenían de un corral de vecinos de la calle Feria. Sin embargo, a don José le parecía una hermandad demasiado popular, y quería que su hijo ingresase en otra más señorial. Lo cual no fue difícil, porque sabido es que, incluso en las de más alto postín, cualquier persona era bienvenida. Otra cosa sería entrar en la Junta de Gobierno, pero en eso no se podía pensar ahora, porque Pepe acababa de cumplir en aquel entonces quince añitos.

De esta forma, Pepe comenzó a frecuentar el Grupo Joven de la hermandad, en el que poco a poco fue integrándose. Recuerdo cómo introdujo en sus conversaciones conmigo la prolija terminología cofradiera: candelería, canasto, bambalinas, respiraderos, priostía, mayordomía, consiliario…También fue aficionándose al pescaíto frito y la cerveza, lo que, en aquella época, no estaba ni mucho menos mal visto. A don José tampoco le pareció mal, y más cuando escuchando a su hijo recitar de carrerilla la composición de la Junta de Gobierno, resonaban esos apellidos tan largos y reconocidos por cualquiera que tenga sus raíces en esta tierra. Esto hizo que Pepe empezase a coger unos kilos de más, adquiriendo su contorno esa redondez tan característica de ciertos capillitas, a la que se llegaba más que por sus devociones espirituales, por otras más apegadas a la tierra.

Por aquel entonces, dejamos de estar juntos en el colegio. Pepe repitió curso y le aconsejaron los Cruzados cambiar de aires. Ramírez y sin pedigrí, por mucho que don José tratara de que fuese lo contrario, no eran argumentos suficientes como para mantener en un colegio de su prestigio al hijo de un vendedor de telas.

Contra lo que yo pensaba, a don José no le causó un gran pesar aquello, ya que se había ilusionado mucho con las expectativas que su Pepito tenía en Pasión. El ahorro mensual que le supuso que su hijo pasase a una Academia, y luego a estudiar para perito mercantil, lo invirtió en alquilar todo el año un modesto chalet en Valencina, para poder pasar allí los largos veranos de la ciudad y los fines de semana que se terciasen.

El chalet de Valencina fue de gran provecho para todos, porque pasaban allí la época de vacaciones de verano del colegio, e incluso se atrevieron a celebrar alguna que otra Navidad, aprovechando la chimenea que había en el salón, dicho sea de paso, bastante más amplio e iluminado que el de las Siete Revueltas.

Pepe también le dio mucha utilidad en invierno, para hacer alguna que otra fiesta cofrade, que era muy celebrada por los capillitas. Con esa excusa también comenzó a llevarse a Merceditas, la hija del prioste, con la que disfrutó sus primeros escarceos en el amor, en el tálamo de don José y doña Encarnación. Y los últimos, porque no pasó mucho tiempo para que, dando justo honor al nombre de la Hermandad a la que tanto amor profesaban, Pepe le hiciera un barrigón a Merceditas. A pesar del intenso debate familiar acerca de ir a Londres a desembarazarse de tal incomodidad, el señor prioste y don José optaron por unirlos en santo matrimonio, que fue celebrado en la capilla de la Hermandad, eso sí a una cierta hora intempestiva, para evitar habladurías que no pudieron impedir.

Y de aquella pasión, nació nuestro homenajeado de hoy, Fernando José. Fernando por el padre de Merceditas y José por los Ramírez. Hoy casamos a Fernando José y me ha alegrado mucho que Pepe Ramírez me haya invitado, porque no me lo esperaba, porque, salvo en algunas misas de difuntos, nos hemos visto poco.

Fernando José ha sido fiel heredero de su abuelo. Aunque quizás no sea lo que el difunto don José hubiera querido, siempre uno siente orgullo de que alguien que lleve tu apellido continúe las tradiciones familiares. Fernando José y su futura esposa Samanta, trabajan de dependientes en Zara. Que yo sepa, no está embarazada

Por cierto, buenos pechos los de la novia.

jueves, 11 de marzo de 2010

VAMOS


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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 15:56

Siéntate. ¿Está todo listo?

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 15:56

Sí.

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 15:57

¿Crees que está vez lo podrás hacer?

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 15:58

Sí.

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 15:58

Te veo por la webcam con cara de cansado.

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 15:58

Son las pastillas.

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 15:59

¿Por qué has vuelto a llamarla?

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:00

Necesitaba hablar con ella, por última vez.

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 16:01

¿No crees que te ha hecho sufrir suficiente?


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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:01



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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 16:02

¿Entonces?

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:04

Estoy enamorado. Tú y yo lo sabemos. Solo quería despedirme, decirle lo que iba a hacer.

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 16:04

Y no te ha cogido el móvil.

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:05

No, estará ocupada.

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 16:05
O con ese cabrón que nos la quitó.

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:08

¿Qué más da?

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:10

Voy a escribir algo para papá y mamá.

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 16:10

¿Para qué vas a escribir nada? ¿Crees que con una cartita se van a sentir mejor?

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:11

Tienes razón, acabemos de una vez. Apago el ordenador.
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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 16:11

Vale.

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To: byron76@hotmail.com 2010/03/ 05 16:15

¿Y no le podría escribir un correo a ella?

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To: noryb67@hotmail.com 2010/03/ 05 16:15
Déjala ya . Apaga el ordenador de una puta vez . Y llena la bañera de agua caliente.

No apaga el ordenador. Se levanta y se dirige a la cocina. Saca de la alacena la botella de ginebra y le da un trago. Va al cuarto de baño y deja correr el agua caliente en la bañera. Apoya la botella de ginebra junto a la pasta de dientes y se mira al espejo.

― Estás hecho una mierda, tío.
― Dale otro buche a la botella, te sentirás mejor.
― ¿Y si me devuelve la llamada?
― No te va a llamar.
― Pero ella me quería.
― Te quería. Tú lo has dicho. Pero ya no. Ahora está con otro. Y es posible que follando. ¿O no te acuerdas lo que le gustaba a esta hora, después de la siesta?

Coge la botella de ginebra y tira la jabonera y la pasta de dientes. Se agacha.
― ¿Qué más da?
El vaho va cubriendo el espejo. Pone el tapón de la bañera, y sigue para la cocina con la botella en la mano. Abre de nuevo la alacena.

― Tómate un par de Valiums.
― Mejor tres, y con otro trago de ginebra.
― Un mensaje en el móvil.
― No va a ser ella.
― ¿Por qué no?
― Es mi saldo de puntos en el móvil. Ya tengo para el iPhone.
― Te lo dije. No llamaría. Coge ya uno de los cuchillos nuevos que te compró en Ikea.
― ….
― Y quítate la ropa ya.

Le da un trago a la botella de ginebra y la deja sobre la mesa de la cocina, junto a la caja de Valium. Se lleva el cuchillo. Olvida cerrar el cajón de los cubiertos. Abre el frigorífico y coge el último Dan- Up que le quedaba. Le da un buen sorbo y lo pone junto a la ginebra.
Se quita la camisa y la tira en el pasillo. Se desabrocha los pantalones. Con un pie se pisa el talón del otro zapato para quitárselo. Lo lanza hacia delante y da en el cuadro de la lámina de Andy Warhol que compraron el día de los cuchillos. Se cae al suelo y salta en pedazos el cristal que la protegía.
Se quita los pantalones en el cuarto de baño, los calcetines, la ropa interior. Nota la humedad del ambiente. Mira al espejo, pero ya no se puede ver ni su sombra.

― Vamos, entra en la bañera.

Se vuelve sobre sus pasos, y recoge la ropa que ha ido dejando tirada. La mete en el bombo de la ropa sucia.
Entra en la bañera. El agua está muy caliente. Poco a poco su cuerpo se va haciendo a la temperatura del agua. Pone el cuchillo sobre su muñeca izquierda. Observa el moho de la pintura del techo.
Suena el móvil en la sala de estar.
Salta el contestador.

ESTO ES PARA TI


martes, 9 de marzo de 2010

LA HERENCIA


― Ya casi estamos, don Eulogio.

El carril de entrada a Las Covanillas está peor que la última vez que vine por aquí. Es cierto de esto hace ya muchos años, y que las lluvias de este invierno han sido fuertes. Pero si mi primo Gerardo estuviera mejor de salud, no habría consentido tanto descuido. Hemos tenido que salirnos varias veces de la senda, para evitar los socavones. Y la maleza se enmaraña entre los alambres de las lindes. Casi no se ve el ganado pastando.

El chófer baja del coche para abrir la verja de entrada al cortijo. Un galgo sucio y desgarbado, detiene su camino para observar nuestra llegada. Un niño de no más de tres años, nos mira desde el otro lado de la puerta. Sale corriendo al llamarle su madre, la mujer del guarda, que abre habichuelas a la puerta de la casa. El mastín que está amarrado en su caseta, se despereza para recibirnos con ladridos.

Atravesamos con el coche el patio del cortijo y todo cambia. La casa luce recién encalada para la Cuaresma. El color ocre de los zócalos está sin un descascarillado. Los geranios que decoran el pozo crecen fuertes.

Miro hacia la entrada. El sol cae ya tras el olivar. Las ramas más altas brillan por los últimos rayos del atardecer. Colores blancos y dorados, de la casa, del albero y del campo, parecen llevarme al paraíso. El niño vuelve a sus juegos y ningún sonido, salvo el del viento sobre las ramas de los árboles, se hace ya notar.

A un lado del banco de la entrada, se amontonan algunos ejemplares del “Arriba”, que también sirven para que una de las criadas saque brillo a los cristales.

Sale a recibirme Casilda, la mujer de mi primo:

― Pasa Eulogio. Gerardo está sentado junto a la chimenea.

La tos de Gerardo se escucha desde la entrada. Casilda fue a dejar mi sombrero en la percha y me sigue hasta donde está su marido. Me acerco a saludarlo, pero un ataque de tos, y su mano indicándome que me sentase, impiden que lo haga. Me siento frente a él, al otro lado de la chimenea. En medio, de pie, Casilda espera.

― Trae algo de comer y de beber para el primo.

Casilda se da la vuelta, sin preguntarme siquiera lo que me apetece.

― Y dejadnos solos.

Gerardo no se anda con preámbulos. Ni siquiera me pregunta por Pastora o por las niñas. ¿Sabría que tenía dos niñas?

― Eulogio, me estoy muriendo.

― No digas eso, primo, no tiene que...

― Déjate de tonterías, Eulogio, que no tengo mucho tiempo.

Tal y como se dice en el pueblo, es verdad que se está muriendo. Lo encuentro realmente envejecido. Habría perdido por lo menos quince kilos desde la última vez que lo ví, cuando murió madre hace cinco años. Nunca nos llevamos mal, pero tampoco tuvimos la oportunidad de llevarnos bien. El primo rico nunca tuvo tiempo de ver al primo pobre. Aunque siempre nos compraban cosas en nuestra tienda de tejidos, nunca eran ellos quienes venían. Pagaban, eso sí, religiosamente, y nunca aceptaron que les hiciésemos un descuento.

― Don Higinio me ha dicho que mis bronquios no van a servirme mucho tiempo más. Quiero arreglar mis cosas cuanto antes. Por eso te he mandado llamar.

La tos y la entrada de Casilda interrumpen la conversación. Una botella de vino tinto a medio llenar y el tapón casi colgando, dos vasos y un plato de jamón con unas rebanadas de pan, es lo que Casilda trae en la bandeja.

Sirvo dos copas de tinto. Tomo un poco por no desairar a mi primo. No me apetece. Gerardo esperó a que su mujer saliese de la habitación.

― Me muero sin que Casilda me haya dado descendencia.

Recuerdo entonces lo que siempre se ha dicho en el pueblo. Que el padre de Juanillo, el hijo de la mayor de Los Chamelos, era mi primo Gerardo. Ni me inmuto, no fuera a leer mis pensamientos.

― Por eso quiero hablar contigo.

Ahora sí que le pego un buen sorbo al vaso de tinto.

― Quiero adoptar a tu hija mayor. Quiero que sea mi heredera.

Ahora soy yo quien toso.

― Pero....

― Ni peros ni nada, Eulogio. No quiero que ningún hijo de puta se haga dueño de Las Covanillas.

― No entiendo nada, primo.

Gerardo mira hacia la entrada y me pide que le sirva otra copa de vino.

― Basilia, la de Los Chamelos, la que trabajó aquí. Esa hija de rojos de mala madre. ¿Te acuerdas de ella?

No podía decir que no. En Cavaluengas nos conocemos todos.

― Va diciendo por ahí que soy el padre de su hijo.

Se hace el silencio. No me atrevo a preguntarle, me siento incapaz ni de mirar a otro lado que no fuese a su cara, que había perdido su anterior color macilento, para enrojecerse de ira. Gerardo trata de coger aire.

― Y lo peor de todo, es que puedo serlo.

Y seguro que lo es. Todo el mundo en el pueblo lo sabe. Juanillo tenía las mismas orejas picudas de todos los Riestra.

― No quiero que se llene de rojos esta casa, ¿me entiendes?

Gerardo vuelve a toser. Más fuerte que antes. Casilda vino con un vaso de agua, mientras yo miro a mi alrededor. Las cabezas de ciervo de las paredes, el aparador de caoba con la vajilla decorada que tanto le gustaba a Pastora.

Gerardo se calma. Casilda sale de nuevo de la sala.

― Tenemos que hacer los trámites ya. Y tiene que venirse a vivir aquí. Cuanto antes.

― ¿Y al muchacho ese, no le quedará nada?

A Gerardo le brillan los ojos de pura rabia.

― Olvídate del hijo de la Basilia. Ese hijo de puta no es mío. ¡Métetelo en la cabeza!

Grita, sin importarle quien se enterase. Luego, pierde su mirada en la pared. Se serena

― Nunca debí haberla.... ― había bajado la voz, pero aún así, vuelve a toser.

Ya no quiere seguir la conversación por donde iba.

― Vete ya y tráeme a tu hija mayor cuanto antes. ¿Cómo dices que se llama?

― Elvira, como abuela.

Casilda sale a mi encuentro para darme el sombrero. Se despide de mí. Se ha hecho de noche. Antes de subir al coche, miro la casa. Pienso si el zócalo quedaría también bonito en rojo bermellón. Mañana será un buen momento para decirle a Elvira que no me gusta que le siga hablando a Antonio, el niño de la panadería.