miércoles, 8 de junio de 2011

EL BUEN SAMARITANO FUE A LAS TRES MIL

Hoy, como todos los miércoles que estoy en Sevilla, voy a la consulta del Polígono Sur , el barrio que todos los de fuera de él conocen como las tres mil viviendas, pero al que sus vecinos quieren que se conozca como lo nombré en primer lugar.
Como todos los miércoles, tenemos a mucha gente. Cuando estaba entrando la última persona, aparece una extraña pareja: un joven de raza negra que apenas puede tenerse en pie, y otro  autóctono, con una pinta que mis prejuicios identificaron como no muy buena, por decirlo de alguna forma compasiva hacia mis pensamientos.
Tras indicarles que para ser atendidos allí deben acudir el martes por la mañana al grupo de acogida ― es decir, casi una semana después ―, el español me indica que el muchacho está muy malito.
La consulta, para quien no la conozca, tenía en principio como objetivo la educación para la salud y la resolución de problemas de la farmacoterapia. Después, con la incorporación de Elisa, nuestra enfermera y Ana, nuestra médica, siguió siendo eso, para crecer con los matices que cada uno llevamos dentro, que ahora se enriquece con la incorporación  de Antonia, nuestra bioquímica, y también la de Josefina, nuestra nueva acupuntora. Todo un equipo multidisciplinar. Nuestro punto de partida es ayudar a muchos pacientes, enfermos crónicos en paro y sin recursos, con los  que Caritas pone a nuestra disposición, para pagarles la aportación que deben hacer para el pago de sus medicamentos. A partir de ahí, realizamos el seguimiento de sus terapias de forma conjunta, y cada cual aporta su conocimiento para resolver el problema que aparezca.
Al entrar, supimos que nuestro joven senegalés, que vivía en la calle desde hace mucho tiempo, estaba enfermo de bronquitis. Estaba muy enfermo, tirado en la acera junto a la que el español se ganaba la vida aparcando coches de forma ilegal, esa profesión que algún insigne intelectual sevillano denominó con éxito como “gorrilla”.
El español de mala pinta lo recogió del suelo y lo llevó al médico de urgencias, que le recetó unos medicamentos, muy probablemente contra la voluntad de nuestros maravillosos gestores sanitarios, y contra la de que afirman que los extranjeros se están comiendo nuestros recursos. De allí se lo llevó a nuestra consulta, donde, superados mis prejuicios, lo atendimos, y le dimos el documento necesario para que en la farmacia le dieran los medicamentos sin que necesitase abonar nada. Antes de acompañar al senegalés a la farmacia, Ana le dio un papel para que intentaran cobijarlo en otra parroquia en la que reciben a personas que necesitan este tipo de ayudas. Una parroquia por cierto, que no está muy cerca . Se comprometió a llevarlo y dejarlo allí.
Y se fueron. Y recordé la parábola del buen samaritano. Y vi al buen samaritano, al tipo con mala pinta que dejó de sacarse sus euritos para ayudar a alguien a quien no conocía. A ese ante el que yo hubiera pasado de largo. El senegalés se llama Said; el samaritano, ni lo sé.

miércoles, 23 de marzo de 2011

EL SEÑOR NOS VA A AYUDAR


Prospère se levantó en la puerta de la Mezquita de Fnideq. Por el paseo marítimo, se aproximaba su amigo Samuel. Chocaron sus manos derechas al saludarse.
― ¿Todo bien, Samuel?
― Más o menos. ¿Cómo te está yendo a ti hoy?
― No muy bien. Hoy no llevo más de veinte dirhams.
― Prospère, mi amigo. Debes volver a salir conmigo a dar una vuelta.
― No, Samuel. Ya no quiero robar más. He llegado hasta aquí, estoy a las puertas de Europa, y no quiero acabar en una cárcel marroquí.
Samuel y Prospère se pusieron a caminar por el paseo marítimo, aprovechando que el atardecer aliviaba el calor de finales de julio. El viento de Levante contribuía a refrescar la temperatura, y el oleaje traía un olor intenso a salitre, y a las algas que la bajamar iba dejando.
― Prospère, llevamos más de tres meses aquí. Y todavía no tenemos plan. Es imposible entrar en Ceuta,
― Samuel, vamos a esperar. Dios nos va a ayudar.
― ¿Cómo que nos va a ayudar? ¡Prospère! Si ni siquiera este Dios es el nuestro. Tú y yo somos cristianos. Nuestro Dios se quedó en Camerún.
Bajaron a la playa. A pesar de que el calzado que llevaba era muy viejo, Prospére se lo quitó antes de meter los pies en el agua. El frescor alivió sus pies encallecidos y doloridos. Samuel solo se quitó los zapatos después que se le mojasen y la arena entrase en ellos.
― ¿Qué piensas hacer con esos veinte dirhams? ¿Crees que vas a comer siempre de limosnas? ― Samuel se agachaba e introducía su cabeza bajo la de su amigo, que miraba al suelo.
― No voy a volver a robar, Samuel. Lo que hice mal, ya está hecho. Yo sé que Dios me va a ayudar.
Se sentaron delante del mar, a ver cómo las aguas se tragaban el sol en el horizonte. A lo lejos de la costa escarpada, se imaginaba Ceuta. Samuel se echó para atrás sobre la arena, con las manos en la nuca. Prospère tiraba piedras al agua.
― Tú confías en Dios, Prospère; yo confío en ti, amigo.
Chocaron las manos y se abrazaron, y continuaron en dirección a la calle donde solían dormir. Antes, gastaron en comida los veinte dirhams que había conseguido Prospére mendigando a la puerta de la mezquita.

*****



Serían las tres o las cuatro de la madrugada cuando Prospère se despertó. Samuel dormía tranquilo a pocos metros de él. No se oía un alma por la calle, salvo ladridos de perros callejeros y alguna gata en celo. Prospére miraba las estrellas. Comenzó a llorar.
― Señor, no puedo más.
―….
― Señor, ¿qué he hecho, en qué te ofendí? No puedo más, Señor.
―…
― Cuando he podido llamar a mi familia, me piden que resista, que estoy cerca, que tiene que haber una solución. Pero yo no puedo más, Señor. Te pido que me ayudes.


****
A primeros de septiembre,  Prospère continuaba mendigando a las puertas de la mezquita. Los días se iban acortando. Muy pronto llegaría el otoño y sería mucho más difícil poder pasar a Ceuta. Hacía ya dos años que nadie lo había conseguido.
Una señora bien vestida se acercó a Prospère. Traía una bolsa de plástico en sus manos.
― Hola, muchacho. Te traigo esto. Ha pasado el verano y mi hijo ya no lo quiere. Quizás tú puedas darle alguna utilidad.
Prospère miro dentro de la bolsa. Era una prenda naranja, con unas piezas rectangulares duras. Al sacarla de la bolsa, vio que era un chaleco salvavidas.
― Que tengas un buen día ― se despidió la señora alejándose de la mezquita.
Prospère se levantó de inmediato y fue a buscar a Samuel. Cuando le encontró, se acercó a toda prisa, conteniendo los gritos con los que le quería anunciar la noticia:
― Samuel, Samuel. El Señor nos ha ayudado. Ya sé cómo nos vamos a ir. Vamos a entrar a nado en Ceuta. El Señor nos va a ayudar.
― Tendrás que ir tú solo, Prospère. Tú sabes que yo no sé nadar. Y tenemos solo un chaleco.
― Vamos a intentar reunir dinero para uno, Samuel. Aún queda tiempo para conseguir para un chaleco.

****

Los dos amigos se pusieron a mendigar. Pasaban los días y no conseguían suficiente para uno.
― Hace dos años que nadie entra en Ceuta por mar.
― No te preocupes, Samuel. El Señor nos va a ayudar.
Era mediados de septiembre cuando se acercan a las playas que hay junto a la frontera. Ese día, el viento estaba en calma. Estaban listos para zarpar. Al caer la noche, Prospère se pone el chaleco salvavidas. También se amarra una soga a la cintura, que va atada a una rueda de camión, que hace de flotador para Samuel. Tienen que salir nadando mar adentro, para evitar las luces de los guardacostas españoles. Deberán ir nadando rodeando las luces. Con los brazos abiertos entonan una oración, que apenas se nota en los labios. Prospère comienza a nadar.
― El Señor nos va a ayudar.

miércoles, 2 de marzo de 2011

ZAPATOS NUEVOS

Don Nicolás Sarmiento de Lemos no quiso tomar el tranvía para ir a la casa del General Zavala, a pesar de la fría temperatura con la que había amanecido este lunes de febrero. El General, y su único hijo Gonzalo, Capitán del ejército de tierra, eran casi los únicos clientes distinguidos que le quedaban en su zapatería, la que los Sarmiento habían regentado en la Plaza Bib Rambla durante el último  siglo y medio. Lejos quedaban otros tiempos, en los que don Nicolás padre tenía a más de veinte obreros viviendo en los sótanos de la que todavía era su casa y su zapatería.
El señor Sarmiento prefirió ir paseando por la nueva Gran Vía de Colón, curioseando las nuevas construcciones que estaban haciendo, que los más entusiastas periodistas granadinos calificaban como la llave para reverdecer épocas gloriosas en la historia de Granada. Había dejado al cargo de la zapatería a su hija Rosita, aunque bien sabía que era difícil que esta mañana de lunes, con la Semana Santa cayendo este año tan baja, le fuera a traer ningún cliente.
No sabía muy bien a lo que iba, ya que el General don Alonso de Zavala no tenía por costumbre hacer sus encargos hasta un mes antes del Domingo de Ramos. Es cierto que últimamente había protestado bastante, por las ampollas que le habían causado las botas que se le hicieron para la última Pascua Militar, pero no quería ni por asomo pensar que fuera a comunicarle que prescindía de sus servicios. Si así fuera, tendría que malvender la última propiedad que le quedaba en el Paseo de los tristes.
Antes de entrar en la casa familiar de los Zavala, donde le esperaba don Alonso, quiso rezar en la nueva iglesia de los jesuitas, y pedirle al Sagrado Corazón de Jesús que le ayudase a salir de la ruina económica en la que, casi sin darse cuenta, había dio cayendo. Al salir, dobló la esquina de la calle Lecheros y llamó a la puerta de la casa de los Zavala. Un criado le llevó a la biblioteca, en la que le esperaba el General.
― Mi General…
― Pase, Nicolás, adelante.
El General estaba sentado en el despacho en el que Nicolás conoció, siendo niño, al héroe de la guerra de África, y padre de don Alonso, don Juan de Zavala y de la Puente, cuyo retrato con el uniforme de los Húsares de la Princesa presidía la habitación. Por un momento recordó su infancia, feliz y despreocupada, de la mano de su padre, entregando los encargos en esta casa, en la de algún concejal, o en el Carmen de los Rodríguez- Acosta.
― Usted dirá, don Alonso. Espero que la solución que le dimos a sus botas haya sido de su agrado. La verdad es que no me explico cómo….
― Nicolás, no le he llamado para hablar de eso en este momento ― interrumpió el General ―. De eso, ya se verá para la Semana Santa. Ahora quiero que conversemos de otra cosa. Siéntese por favor.
Sarmiento se sentó de inmediato. No había soltado el sombrero al entrar, y ahora no sabía dónde ponerlo. Así que optó por dejárselo entre las piernas.
― ¿Cómo va la vida, Sarmiento? ― el General le ofreció un purito, que rechazó por ser tan temprano.
― Bueno, usted sabe. Hay poco trabajo ahora…
― Ya. Por cierto, su hija… ¿Rosita se llama, verdad?
― Sí, sí señor. ¿Qué pasa con ella, ha hecho algo malo?
― ¿Está casada, Sarmiento?
― No, no señor. Hay un maestro que está haciendo el servicio militar en Cartagena que le habla...Pero a mí no me gusta para ella. Usted sabe que los Sarmiento en Granada, pues…
― Nicolás, usted y yo sabemos que no tiene un real. Y eso que su padre don Nicolás, que Dios lo tenga en su gloria, le dejó un gran negocio.
―….
― Que usted, Sarmiento, no ha sabido dirigir.
― Verá don Alonso, he tenido mala suerte. Además, los revolucionarios intoxicaron a mis obreros…
  Y el agujero que usted ha tenido en los bolsillos, que no sé cómo no se lo llevó a zurcir a su cuñado Rafael, el mejor sastre de toda Granada.
Al señor Sarmiento le sudaban las manos. Sabía que mucho de lo que decía era cierto, pero tampoco quería rebatir nada, no fuese a perder al único cliente bueno que le quedaba.
― Pero no lo he llamado para hablar de eso. ¿Le apetece un café, Sarmiento? ¡Jacinto, trae dos cafés y una copa de coñac para mí! ¿Usted quiere Sarmiento?
Nicolás asintió, por no desdecir nada de lo que don Alonso sugería. El reloj de carillón de la entrada dio las once campanadas, cuando Jacinto trajo los cafés, dos copas y la botella de coñac. El General se sirvió una copa, que tomó de un solo sorbo, después de  removerla un poco dentro de la boca. Luego,  él mismo sirvió una copa para cada uno.
― Sarmiento, quiero que seamos consuegros.
Nicolás iba a coger el asa de la taza de café, cuando la cambió por la copa.
― Quiero que mi hijo Gonzalo se case con Rosita.
Sarmiento no pudo evitar mojarse la nariz de coñac al dar un gran sorbo a la copa.  Don Alonso de Zavala se levantó y comenzó a caminar alrededor de Nicolás Sarmiento con las manos a la espalda. Este hizo intención de levantarse, pero el General se lo impidió poniéndole las manos sobre sus hombros.
Nicolás Sarmiento sabía lo que se decía por Granada del Capitán Zavala y sus amigos. Jamás se le había conocido novia alguna, ni interés por las mujeres, a pesar de las juegas a las que asistía por el Sacromonte, siempre con los mismos amigos. Y eso a pesar de esa enfermedad de los bronquios que tenía y que se llevaba tan en secreto.
El General Zavala se sentó junto a Nicolás Sarmiento, al otro lado de la mesa.
― Todos saldríamos ganando, Sarmiento. Usted, porque podría volver a recuperar su posición. Y su negocio podría volver a ser el que era. Usted sabe lo olvidadizos que somos por aquí. Si vuelve a haber motivos para ello,  obviamente.
A Nicolás se le cayó el sombrero de las manos. Antes de que pudiera recogerlo, ya lo había hecho el General Zavala, que lo puso sobre la mesa.
― Y de paso, quitamos esas habladurías e improperios que esos políticos liberales van lanzando por ahí sobre mi hijo.
― Pero ella está….― Nicolás apretaba con fuerza su sombrero.
― ¿Prometida? Déjelo de mi cuenta, Sarmiento ― y agregó ―. No se preocupe, que no le va a pasar nada al muchacho en Cartagena. Pero usted y yo sabemos lo que le conviene. A usted, a su zapatería….y a Rosita.
El General Zavala volvió a su sillón, lo acercó a la mesa y le dijo al zapatero:
― Tenemos que organizarlo todo para que la boda pueda ser antes de que llegue el verano. En junio. Quiero que sea una boda sonada, que se entere todo el mundo. Después, quiero que se vayan a la sierra durante julio y agosto, porque le vendrá bien a los dos respirar el aire fresco de la montaña.
Don Alonso Zavala se acercó al perchero por el abrigo de Nicolás Sarmiento y le ayudó a ponérselo. El café se había quedado en la mesa sin empezarlo.
― Y quien sabe si después nos dan la alegría de un de Zavala Sarmiento, amigo mío. La semana que viene tenemos que vernos de nuevo, para ir pensando en los detalles.
Nicolás Sarmiento se despidió, y salió de la casa familiar de los Zavala. Volvió a sentir frío, a pesar de que ya era mediodía. Tiró para la calle Elvira, en dirección  a la sastrería de su cuñado Rafael. Quería contárselo todo a él y a su hermana. Y de paso, ir encargando un chaqué.

lunes, 14 de febrero de 2011

TRAS LA VUELTA DE TUERCA




Apenas hubo terminado, Douglas cerró el álbum con cantos dorados. La cubierta roja me pareció aún más descolorida que al principio. Sin mirar a los asistentes, se levantó del sillón y se acercó a la chimenea. Puso el libro sobre la repisa que hay encima del hogar, y con un pie removió el último tronco que había comenzado a arder. Quienes habíamos escuchado la terrible historia, nos mirábamos unos a otros, y todos a Douglas, sin atrevernos a pronunciar palabra.
Se agachó a encender la palmatoria, se frotó los ojos y, sin despedirse, se dirigió a la puerta de la vieja casa. Todos escuchamos la puerta cerrarse. Fue entonces cuando se me ocurrió volverme hacia la ventana. Con espanto, vi la figura de una mujer que me miraba fijamente a través del cristal. Un momento después era Douglas quien se le aproximaba, le tomaba de la mano, y se dirigía a través del jardín, hacia la salida de la mansión en la que habíamos pasado estos últimos días.
En la puerta, un carruaje parecía esperarles. El cochero tocaba las riendas de los caballos negros, para avisarles de la próxima partida. Un sirviente tomaba de la mano a un señor elegantemente vestido, que fue el primero en subir. Delante, otras dos mujeres, de aspecto igualmente espantoso, llamaban a un niño y una niña, que jugaban junto al coche.
No sé si eso fue lo más horrible, o que al darme la vuelta, me dí cuenta de que el libro ya no estaba.

miércoles, 9 de febrero de 2011

BATERÍA BAJA


No sé por qué ni cuándo empezó a torcerse todo. Pero no porque hubiera pasado algo, sino porque en realidad eran varias las posibilidades que podían justificar que ella saltara de la cama, y se vistiera tan rápido como solo un hombre sabe hacerlo. La verdad es que en esos momentos yo también sentí tener motivos para estar dolido. Porque después de la noche de sexo que habíamos tenido, tiraba de la sábana para taparse. Lo peor para mí, y en eso reconozco que ella no tenía culpa, fue que en ese momento me dí cuenta de que había olvidado quitarme los calcetines al meterme en la cama con ella. Algo que, si quiero ser honesto, debo achacar a mi falta de costumbre en estos meses de invierno. El caso es que mientras ella se tapaba, a mi me dejaba al aire mis partes más íntimas. A mí ya me habían dicho otras veces que eso no era importante. Lo del tamaño digo. Y más si cuando se está en lo que se está, la cosa variaba sustancialmente. De tamaño, digo también. Pero así en frío, después de las copas que habíamos tomado, y con esas enormes ganas de orinar que tenía, sentía una cierta, diríamos, incomodidad.

Lo cierto es que realmente no sé por qué tomó esa decisión tan drástica. Reconozco que en la fiesta para divorciados ligamos por descarte. Entre los sacaron el revólver rápido, dicho sea esto en tono alegórico, y a los que con el alcohol les dio por llorar, los primerizos que llegan cada semana, no lo tuve fácil. También es verdad que a mí me gusta amortizar la entrada. Aunque debo reconocer que no soy de esos que tienen un atractivo, arrebatador, por decir algo que se entienda. Lo mío es más de conversar, de compartir aficiones, incluso también me va hablar de algún tema intelectual que no sea demasiado elevado. Un ligue con encanto, sí, así podría definirme. Y así, si aguantamos hablando diez minutos de reloj, la cosa no falla y nos vamos a la cama. Reconozco que esta estrategia tiene sus riesgos, porque una vez estuvo a punto de tocarme mi ex, que viene de vez en cuando por aquí desde que se cansó de ella su profesor de pilates.

A mi me gusta siempre recodarme en una esquina de la barra, con visión estratégica sobre la pista de baile. Un sitio para dejarme ver, y para iniciar el proceso de selección, porque bailando pierdo bastante. Allí solía echarme antes un cigarrito tras otro para ir armándome de paciencia hasta que la pieza cayera en la red. Ahora, con la nueva ley antitabaco se me fastidió el invento, pero he aprovechado para intentar dejar de fumar. La verdad es que cuesta, y no solo por la voluntad que hay que tener. Porque al salir de la farmacia de mi barrio con el tratamiento completo, me había dejado allí media paga.

Y hete aquí que esta noche había venido yo con mis cigarritos mentolados, mi parche de nicotina puesto, y unos chicles de fresa, también de nicotina, por supuesto, que esta vez me daría un cierto aire americano. Y buen aliento para luego. Además, tampoco había olvidado tomarme la pastilla que me habían recetado para que me quitase la ansiedad. La cosa ya estaba declinando cuando ella vino a pedir un cubata a mi esquina. Sentí algo de taquicardia, que achaqué al parche de nicotina, como me previno el farmacéutico. Quizás por ello entré en la conversación antes de lo que hubiera hecho cualquier otro día. Todo fue bastante rápido, porque a los cinco minutos ya estábamos en la puerta de mi casa. Esta vez recortamos la conversación. El zaguán fue testigo de eso que le llaman escarceos previos, que también fueron breves porque la llegada del niño del tercero izquierda hizo que nos abrochásemos algún que otro botón que había saltado. Hasta ahí, bien.

Le ofrecí una copa que tuvimos que tomar a medias, porque se me había olvidado rellenar de agua los cubitos del congelador, y solo quedaban tres. Los hielos se movían cuando cualquiera de los dos acercaba sus labios a la copa. Recordando de otras veces, de cuando salían bien las cosas, giré la copa para beber por el lado en el que ella había dejado la huella de su carmín. Creo que esta vez no se dio ni cuenta.

Y de lo que pasó después, contaré lo que se puede contar. No soy de detalles escabrosos que cualquiera puede imaginar Lo que todos hacemos, o haríamos en una situación similar, pero demasiado rápido. Yo creo que debe ser por tantos medicamentos. No tanto el que yo resistiera poco, que no es la primera vez que me pasa. Lo que sí me preocupó es que después no diera yo para una segunda oportunidad, usted me entiende. Mira que ella lo intentó, en eso he de reconocerle su interés y su voluntad. Pero no hubo manera. Como imaginaba que no iba a colar eso de estoy nervioso o es la primera vez que me pasa, y antes de que ella le quitase importancia al asunto, como es propio en estos casos, opté por hablarle de sentimientos encontrados, que podía haber influido la profunda impresión que me había causado….Yo creo que al final dije lo mismo, pero con otras palabras, lo que no sé si es un alivio. Está claro que por ahí había empezado a torcerse la cosa.

Aún así, ella se me echó sobre el pecho, lo que hizo que me quedase más tranquilo. No estaba todo perdido. En ese momento, sentí la necesidad de fumarme un cigarro, como tantas otras veces. La verdad es que no sabía si ella fumaba o no. Y digo ella porque es que soy muy malo para quedarme con los nombres. La ley nueva no prohíbe fumar en las casas, pero no quería ser descortés, después de la metedura, dicho sea sin segundas, de pata. Así que opté por encender el cigarro electrónico que me habían vendido en la farmacia. Nada más encenderlo, un intenso aroma, nada parecido al eucalipto del que me habían hablado, y más próximo al pachuli de mi juventud, inundó la habitación. Una señal roja de batería baja señaló que algo no iba bien con el cigarro. El farmacéutico me había dicho que venía cargado de fábrica, pero estaba claro que no era así. Y recuerdo bien que le pedí de aroma eucalipto, y no de ningún otro. El caso es que el olor era bastante desagradable. A pesar de todo, opté por pegarle una calada, pero empezó a pitar. Ella me sonreía, pero ya noté que no era esa una sonrisa franca y cómplice. Estaba perdiendo la batalla.

Saqué el cargador de la caja, que claramente ponía “tropical flavours extreme sense”, y lo enchufé. Al momento una luz naranja intermitente señalaba “cargando”. Sentí, aunque no sé bien por qué, un cierto alivio. Pero ella ― ¿cómo se llamaba por Dios? ― quiso probarlo, y trató de alcanzar por encima de mi cuerpo la mesita de noche. Sentir sus pechos desnudos sobre mi torso me hizo tener la esperanza de que aún había una oportunidad para mí. Pero sucedió lo inesperado. Iba a preparar mi absolución sexual, cuando ella dio una calada al cigarro electrónico, que permanecía enchufado a la red. El calambrazo fue de impresión, y me pilló a mí también, que estaba debajo. Su boca, mi pecho, la taquicardia….los calcetines.

Y el resto ya lo sabe usted. Hace un momento que salió dando un portazo. Creo que dejaré de ir a estas fiestas por el momento. Voy a probar con el pilates.

viernes, 4 de febrero de 2011

TRAEME APUNTADA LA TENSION


A veces una imagen vale más que mil palabras, y quizás sea esta una de ellas. Desde que los medicamentos nos acompañan para toda la vida, se producen aparentes incoherencias, que solo nos hablan de cómo somos los seres humanos. Lo que nos preocupa, lo que tememos, a lo que aspiramos va por caminos muy diferentes a los que la razón nos lleva. Las emociones dictan nuestra vida, y ese espacio, gap para los cursis, que va desde la razón a la emoción tiene que ver con el fracaso de terapias que no tendrían por qué fracasar. Intoxicados por el racionalismo, el corporativismo y las añoranzas de un pasado en el que el paciente era un mero sujeto de nuestras acciones, cada profesional tenía su chiringuito o compartimento estanco en el que nadie se metía, ahora nos va como nos va. Unos levantando la bandera del patrioterismo profesional, otros poniéndose por delante su poder y primándolo antes que compartirlo con cualquier otro profesional...y los pacientes, notando las tensiones en cajetillas de tabaco, o algo que se le parece. Qué mundo, y que poca conciencia.

miércoles, 2 de febrero de 2011

NO SÉ QUIÉN ES


Recuerdo muy bien que llegó a casa de su madre el 14 de agosto, un día antes de nuestra Patrona la Asunción. Cojeaba bastante de la pierna derecha, aunque quizás eso no fuera lo que más nos impresionó a quienes lo habíamos conocido desde chico. Ni siquiera su delgadez, ni su cabeza rapada, ni los andrajos que llevaba por ropa. ¡Cómo se va a venir de una guerra! Además, tampoco era la primera vez que los más viejos habíamos visto a los muchachos regresar de un frente. Como el pobre de Frascuelo, el hijo de Indalecio el de la Pirriñaca, que vino de la guerra con los moros y ya no se le escuchó una palabra más.

Estaba yo charlando en el zaguán de la puerta de mi compadre Nicasio, cuando lo vimos doblar la esquina y entrar en la casa. Estaba hecho un viejo. Arrastraba los pies, y parecía que ni podía con el hatillo que llevaba colgando de un palo al hombro. Si usted hubiera escuchado a la madre, los gritos de alegría al verlo entrar…Mire, mire, se me pone la carne de gallina cuando me acuerdo.

Lo que no sé decirle es quién de los dos es, si Antoñito o Hilario. Porque resulta que ellos eran gemelos, de la quinta del 36, y a uno le tocó hacer la mili en Madrid y al otro en Sevilla. Y no me pregunte por qué fue así, porque yo no lo sé. Yo recuerdo que su difunto padre se reía, porque su Antoñito, que era el más espabilado, el más leído, y usted sabe, con ideas, le tocaba cerca, en Sevilla; y en cambio su Hilario, que era más tímido y se metía menos en problemas, se tenía que ir a Madrid. Justo lo contrario de lo que cada uno podía haber querido. Los dos fueron al puesto de la Guardia Civil a ver si se podían cambiar, con esto de que eran hermanos, pero les dijeron que no.

El caso es que a Antoñito le cogió el movimiento en Sevilla, y a Hilario en Madrid. De Hilario no supieron nada desde que comenzó la guerra. En cambio, de Antoñito sí que se sabía de vez en cuando, porque mandaba cartas a su casa. Lo último que se supo de él es que lo enviaron al frente de Cataluña, a la batalla del Ebro, y a partir de ahí ya no se volvió a saber. La familia no decía nada, pero se comentaba por ahí que el hijo estaba fatal, y que quería desertar. Yo, qué quiere que le diga, no sé si eso fue así o no. En el casino era lo que se decía. Y mi mujer también lo había escuchado en la cola del pan.

Lo cierto y verdad es que ni les comunicaron el fallecimiento de ninguno, ni hasta el día de hoy ha dado señales de vida otro que no sea este que ha venido. Y eso que mañana, que es el día de todos los Santos, hace ya siete meses que acabó la guerra. A los pocos días de llegar, fue a su casa la Guardia Civil y no aclaró nada. Su madre insistía en que era Antoñito, el que luchó con Queipo y con Franco, pero en el pueblo había opiniones para todos los gustos. Incluso otro día se presentó en la casa el jefe de la Falange en el pueblo, y dijo que él tampoco lo tenía claro.

Y yo decía que para qué se interesaba nadie por ese chiquillo. ¿Pero no se habían dado cuenta cómo estaba? El caso es que mi compadre y otros vecinos de la calle, comenzaron a escuchar sus lamentos por la noche. Don Sebastián iba a verlo todas las semanas a ponerle una inyección. La gente del pueblo empezó a no querer pasar de noche por delante de su casa. Y fíjese usted que es un sitio de paso. Pues nada, preferían dar un rodeo porque decían que escuchaban sus gritos, y también llorar a su madre y a su tía, que son las que se turnan para cuidarlo.

Y comenzó lo de la maldición, porque el cabo de la Guardia Civil que se personó cuando regresó el muchacho, y el jefe de la Falange, se murieron de repente, con una semana de diferencia uno de otro. Dicen que hay una orden de Sevilla de descubrir cuál de los dos es, pero en el cuartel nadie quiere ir a la casa a hacer nuevas averiguaciones. Y don Sebastián ha dejado de ir a ponerle ninguna inyección más

Mi compadre ha puesto en venta su casa, pero nadie quiere comprarla. Se fue a una casa que tiene en el campo, donde tiene unas gallinas, y se tuvo que venir corriendo. Porque de noche seguía escuchando los lamentos del muchacho como si siguiera viviendo en frente. Y cuando recogió sus cosas al día siguiente, se encontró muertas las dos únicas gallinas negras que tenía, Cada una con un tajo en el cuello, las dos cabezas por un lado y los dos cuerpos por otro.

La gente del pueblo ya no les visita. Y cuando la madre o la tía se ponen a la cola del pan, o van a buscar las cartillas, todo el mundo les cede la vez. Nadie les pregunta, ni siquiera les miran. No se oye ni un murmullo hasta que se alejan del lugar. Solo se vuelve a una cierta normalidad después de que las más mayores se persignen dando gracias a Dios al verlas irse.

El único que entra en esa casa es don Teotonio, el párroco de la Asunción, aunque yo a ese hombre lo veo cada día más desmejorado y cualquier día no sé qué va a pasar.

Hay quien dice que el que está en la casa no es Antoñito, sino Hilario, porque han escuchado los lamentos por la casa en la que vivía su novia Beatriz, la hija de Coloraíto, el que salió por patas con su familia al estallar el movimiento. Al bar de los Coloraos le metieron fuego los primeros días de la guerra, y ellos se echaron al monte sin que nadie haya vuelto a saber de ellos. Unos dicen que los mataron al intentar pasar el frente, y otros que lograron cruzar la frontera de Portugal. Dicen que algunas noches se aparece un hombre cojeando entre las ruinas de la casa, gritando el nombre de Beatriz.

Y si usted quiere saber más, no tiene sino que llamar a la puerta de su casa. Usted comprenderá que yo no le acompañe.