Son las siete y cuarto de la mañana. Ayer olvidé
bajar por la tarde a comprar el pan, para hacer unos bocadillos que mis hijos
puedan llevarse al colegio. Salgo del portal de mi casa cuando la noche
invernal todavía resiste la llegada de los primeros rayos de sol. El silencio
de la noche se rompe por el vaivén de las ramas de los árboles de la acera. No escucho ningún
pájaro. Solo la tos del vagabundo que duerme oculto tras unos cartones unos
metros más adelante.
Todavía lo recuerdo la madrugada dela pasada Nochevieja ,
al regresar de tomar las uvas con la familia. Unos jovencitos habían organizado una
pequeña botellona en la acera donde dormía este pobre hombre, que iba de un
lado a otro, con una sucia manta sobre su cabeza, sin saber qué hacer para
poder descansar una noche que para él era como una de tantas desde quién sabe
cuándo.
Todavía lo recuerdo la madrugada de
Con el sonido de sus bronquios a mi espalda, doblé la esquina
para dirigirme a la
panadería. Pasé por el supermercado, que estaba a oscuras,
aunque en el bar contiguo ya había encendida una luz discreta que anunciaba que
pronto iba a abrir. Seguí en dirección a la panadería. La luz de unos faros de un coche
iluminó por un momento la calle.
Cuando llegué a la altura de los contenedores, oí un ruido.
Alguien hurgaba entre las bolsas de basura que se habían quedado fuera. Miraba,
pero no veía nada. Un segundo después, los ojos de un perro se clavaron en los
míos. Abandonado, buscaba algo que comer entre los restos de comida.
Hacía tiempo que no veía un perro vagabundo. Sin embargo, en
los últimos tiempos era más que familiar ver personas registrando los
contenedores para buscar cualquier cosa, incluso comida. Pero reconozco, y bien
que me pesa hacerlo, que ver a ese perro entre desperdicios me impresionó más
que lo de aquella pobre gente, incluso más que la tos de mi vecino el
vagabundo.
Pasé lo más rápido que pude junto al perro, por temor a que
se sintiera agredido por mi presencia. Llegué a la panadería, un modesto
establecimiento de una cadena local de ultramarinos. A esa hora, conté a cinco
personas trabajando ya. Cuando entraba, vi aparcar junto a la puerta a otra de
sus trabajadoras habituales. Seis personas, muchas más que las que trabajan en
el enorme supermercado que aún permanecía cerrado, en todo el día. Pensé en la
economía que habíamos hecho en este país y en el mundo en estos años. Recordé
titulares de los periódicos anunciando la apertura de grandes superficies, que
iban a crear no sé cuántos puestos de trabajo. A costa, obviamente, de todos
los que destruía en establecimientos familiares, como la panadería que me abría
sus puertas a las siete de la mañana.
Regresé con mi pan a casa. Pasé con cierta prevención de
nuevo junto a los contenedores, pero el perro ya no estaba. El sonido de la
persiana subiendo anunciaba que el bar ya estaba abierto. Un señor que no cumpliría ya más los cincuenta años, pasó pedaleando en bicicleta. En el transportín llevaba su rueda de afilador y los instrumentos que necesitaba para el oficio. Otra visión del pasado. Giré hacia mi portal.
El vagabundo ya no tosía, pero seguía debajo de un cartón, que anunciaba aceite
de marca blanca del supermercado de al lado. Subí a mi casa sin ofrecerle
siquiera una pieza de pan al vagabundo.
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