miércoles, 29 de diciembre de 2010

LOS SIETE ZAPATOS SUCIOS DE ÁFRICA



Una opinión de Mia Couto: Oración de sabiduría, en la apertura del año lectivo en el Instituto Superior de Ciencias y Tecnología de Mozambique (ISCTEM) en marzo de 2005:
LOS SIETE ZAPATOS SUCIOS
Comienzo por la confesión de un sentimiento contradictorio; es un placer y un honor haber sido invitado a estar aquí con ustedes. Pero, al mismo tiempo, no sé cómo lidiar con este título grandilocuente: “oración de sabiduría”. Escogí a propósito sobre el que tengo algunas mal contadas incertidumbres. Todos los días nos enfrentamos con el reto ilusionante de combatir la pobreza. Y todos nosotros, de modo generoso y patriótico, queremos participar en esa batalla.

No obstante, existen varias formas de pobreza. Y hay, entre todas, una que se escapa a toda estadística, a indicadores cuantitativos: es la pobreza de nuestra reflexión sobre nosotros mismos. Hablo de la dificultad de pensarnos como sujetos históricos, como punto de partida y como destino de un sueño.
Hablaré aquí en mi calidad de escritor, desde el terreno de nuestra interioridad, un espacio que todos amamos, en el que nadie tiene carrera universitaria ni puede proferir oraciones de “sabiduría”. El único secreto, la única sabiduría, es ser sinceros, no tener miedo a compartir públicamente nuestras fragilidades. Y eso es lo que voy a hacer, compartir con ustedes algunas de mis dudas y de mis agitaciones en soledad.
Comienzo por un hecho singular. En nuestras cadenas de radio, hay ahora un anuncio en el que alguien pregunta a una vecina: dígame, señora, qué es lo que pasa en su casa, su hijo es un líder, sus hijas tuvieron un buen casamiento, o su hijo fue nombrado director, ¿cuál es el secreto? Y la señora responde: es que en casa comemos arroz de la marca…. (no digo la marca porque no me pagaron este espacio publicitario).
Sería bueno que eso fuese así, que nuestra vida cambiase sólo por consumir un producto alimenticio. Ya voy a ir a ver a nuestro Rector Magnífico para distribuir el arroz mágico que pueda abrir al ISCTEM las puertas del éxito. Pero sentirse feliz es, infelizmente, mucho más costoso.
El día en que cumplí 11 años, el 5 de julio de 1966, el Presidente Kenneth Kaunda acudió a los micrófonos de Radio de Lusaka para anunciar que uno de los grandes pilares para la felicidad de su pueblo había sido construido. No hablaba de ninguna marca de arroz. Él agradecía al pueblo de Zambia por su implicación en la creación de la primera universidad del país. Unos meses antes, Kaunda había hecho un llamada para que cada zambiano contribuyese a construir la Universidad. La respuesta fue conmovedora: decenas de miles de personas respondieron a la llamada. Los campesinos dieron mijo, los pescadores ofrecieron pescado, los funcionarios aportaron dinero. Un país de gente analfabeta se unió para crear aquello que imaginaban iba a ser una nueva página en su historia. El mensaje de los campesinos en la inauguración de la Universidad decía: hemos contribuido porque tenemos la certeza de que, haciendo esto, nuestros nietos dejarán de pasar hambre.
Cuarenta años más tarde, los nietos de los campesinos zambianos continúan padeciendo de hambre. En realidad, los zambianos viven hoy peor de lo que vivían en aquella época. En la década de los 60, ….Zambia tenía un Producto Interior Bruto comparable a los de Singapur o de Malasia. Hoy, ni de cerca ni de lejos, se puede comparar nuestro vecino con esos dos países de Asia.
Algunas naciones africanas pueden justificar su permanencia en la miseria porque sufrieron guerras. Pero Zambia nunca tuvo guerra. Algunos países pueden esgrimir que no poseen recursos. Todavía, Zambia es una nación con importantes recursos minerales. ¿De quién es la culpa de estas expectativas frustradas? ¿Quién falló? ¿Fue la Universidad? ¿Fue La sociedad? ¿Fue el mundo entero El que falló? ¿Y por qué razón Singapur y Malasia progresaron y Zambia involucionó? Hablé de Zambia como ejemplo de un país africano. Desgraciadamente, no faltarían más ejemplos. Nuestro continente está repleto de casos idénticos, de caminos errados, de esperanzas frustradas. Se generalizó entre nosotros la creencia sobre la imposibilidad de cambiar el destino de nuestro continente. Vale la pena preguntarnos: ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Qué es preciso cambiar dentro y fuera de África?
Estas preguntas son serias. No podemos eludir las respuestas ni levantar polvo para ocultar nuestras responsabilidades. No podemos aceptar que estas sean sólo responsabilidad de nuestros gobiernos.
Felizmente, estamos viviendo en Mozambique una situación especial, con diferencias bien sensibles. Tenemos que reconocer y tener el orgullo de saber que nuestro camino fue bien distinto. Acabamos de presenciar una de esas diferencias. Desde 1957, apenas seis de entre 153 jefes de estado africanos renunciaron voluntariamente al poder. Joaquim Chissano es el séptimo de esos presidentes. Parece un detalle más y bien significativo de que el proceso mozambiqueño se guió por otra lógica bien diferente.
Con todo, las conquistas de la libertad y la democracia que hoy gozamos sólo serán definitivas cuando se conviertan en la cultura de cada uno de nosotros. Y ese es todavía, un camino de generaciones. Entretanto, pesan sobre Mozambique amenazas que son comunes al resto del continente. El hambre, la miseria, las enfermedades, todo eso lo compartimos con el resto de África. Los números son aterradores: 90 millones de africanos morirán de SIDA en los próximos 20 años. En esa trágica cifra, Mozambique contribuirá con cerca de 3 millones de muertos. La mayor parte de estos condenados son jóvenes, y representan exactamente la esperanza con la que podríamos erradicar el peso de la miseria. Quiere decir que África no sólo está perdiendo su propio presente: está perdiendo los cimientos desde los que nacería su mañana. Tener futuro cuesta mucho dinero. Pero es mucho más caro tener sólo pasado. Antes de la independencia, para los campesinos zambianos no había futuro. Hoy, el único tiempo que existe para ellos es el futuro de otros.
¿Los desafíos son mayores que la esperanza? Pero no podemos sino ser optimistas, y hacer aquello que los brasileños llaman levantarse, sacudirse el polvo y volver a intentarlo. El pesimismo es un lujo reservado para los ricos. La pregunta crucial es esta: ¿Qué es lo que nos separa del futuro que todos queremos?
Algunos creen que nos faltan más profesionales, más escuelas, más hospitales. Otros piensan que necesitamos de inversores, más proyectos económicos. Todo eso es necesario, todo eso es imprescindible. Pero para mí, hay otra cosa que es todavía más importante. Y esa cosa tiene un nombre: una nueva actitud. Si no cambiamos de actitud, no conquistaremos una condición mejor. Podemos tener más técnicos, más hospitales, más escuelas, pero no seremos constructores de futuro. Hablo de una nueva actitud, pero la palabra debe ser pronunciada en plural, ya que se compone de un vasto conjunto de posturas, creencias, conceptos y preconceptos. Hace mucho que vendo defendiendo que el mayor factor de atraso de Mozambique no radica en la economía, sino en la incapacidad de que generemos un pensamiento productivo, osado e innovador. Un pensamiento que no resulte de la repetición de lugares comunes, de fórmulas y de recetas ya pensadas por otros.
A veces me pregunto: ¿de dónde viene la dificultad de pensarnos como sujetos de la Historia? Viene sobre todo, de habernos delegado en otros el diseño de nuestra propia identidad: Primero, fueron negados los africanos. O su territorio no existía, o su tiempo estaba fuera de la Historia. Después, los africanos fueron estudiados como caso clínico. Ahora, son ayudados a sobrevivir en un trozo de la Historia.
Estamos todos comenzando un combate para domesticar nuestros antiguos fantasmas. No podemos entrar en la modernidad con el actual fardo de prejuicios. En la puerta de la modernidad, precisamos descalzarnos. Yo conté siete zapatos sucios que necesitamos dejar a la entrada de la puerta hacia los nuevos tiempos. Habrá muchos. Pero yo tenía que elegir, y siete es un número mágico.
Primer zapato: la idea de que los culpables siempre son los otros, y que nosotros somos siempre víctimas.
Ya conocemos este discurso. La culpa fue de la guerra, del colonialismo, del imperialismo, del apartheid. En fin, de todo y de todos. Menos nuestra. Es verdad que los otros tuvieron su buena dosis de culpa en nuestro sufrimiento. Pero parte de la responsabilidad siempre moró dentro de nuestra casa.
Estamos siendo víctimas de um largo proceso de desresponsabilización. Este lavado de manos viene siendo estimulada por alguna de las élites africanas que quieren permanecer en la impunidad. Los culpables se han encontrado de antemano: son los otros, los de otra etnia, los de otra raza, los de otra geografía.
Un tiempo atrás, fui “sacudido” por un libro titulado “Capitalist Nigger: The Road to Success”, del nigeriano Chika A. Onyeani. Reproduje en un periódico un texto de ese economista, que es una llamada vehemente para que los africanos renueven su mirada sobre sí mismos. Permítanme que lea aquí un extracto de esa carta:
Queridos hermanos: estoy completamente cansado de personas que sólo piensan en una cosa: quejarse y lamentarse, en un ritual que nos fabricamos mentalmente como víctimas. Lloramos y nos lamentamos, nos lamentamos y lloramos. Nos quejamos hasta la náusea de lo que otros nos hicieron y nos continúan haciendo. Y pensamos que el mundo nos debe algo. Lamento decirles que esto no es más que una ilusión. Nadie nos debe nada. Nadie está dispuesto a renunciar a aquello que tiene, con la excusa de que nosotros también queremos lo mismo. Si queremos algo tenemos que saberlo conquistar. NO podemos continuar mendigando, hermanos y hermanas.

40 años después de la independencia continuamos culpabilizando al colonialismo de todo lo que pasa en África estos días. Nuestros dirigentes no son lo suficientemente honestos como para aceptar su responsabilidad en la pobreza de nuestros pueblos. Acusamos a los europeos de robra y rapiñar los recursos naturales de África. Pero, les pregunto a ustedes: díganme, ¿quiénes han invitado a los europeos a que procedan así? ¿No somos nosotros? (fin de la cita).
Queremos que otros nos miren con dignidad y sin paternalismo. Pero al mismo tiempo continuamos mirándonos con una benevolencia complaciente: somos expertos en la creación de un discurso libre de culpa.Y decimos:
• Si alguien roba o es sobornado, es porque es pobre (olvidándose de que hay miles de pobres que no roban).
• Si un funcionario o un policía son corruptos es porque tienen un salario insuficiente (olvidando que nadie en este mundo tiene un salario suficiente)
• Si un político abusó del poder es porque en África estas prácticas son antropológicamente legítimas).
La desresponsabilización es uno de los estigmas más graves que pesan sobre nosotros los africanos, de norte a sur. Están los que dicen que se trata de una herencia de la esclavitud, de ese tiempo en el que no se era dueño de sí mismo. El patrón, muchas veces lejano e invisible, era el responsable de nuestro destino. O de la ausencia de destino.
Hoy, ni siquiera simbólicamente, matamos a nuestro antiguo patrón. Una de las formas de tratamiento que más rápidamente emergió de unos diez años para acá fue la palabra patrón. Fue como si nunca se hubiera muerto realmente, como si esperase una nueva oportunidad histórica para volver a hacer parte de nuestra realidad. ¿Se puede culpar a alguien de ese resurgimiento? No. Pero estamos creando una sociedad que produce desigualdades y que reproduce relaciones de poder que creíamos ya enterradas.

Segundo zapato: la idea de que el éxito no nace del trabajo.
Hoy mismo desperté con la noticia de que un presidente africano va a mandar exorcizar su palacio de 300 habitaciones, porque escucha “ruidos extraños” durante la noche El palacio es tan desproporcionado para la riqueza del país, que tardó 20 años en ser terminado. El insomnio del presidente puede haber nacido, no de malos espíritus, sino de una verdadera mala conciencia.
Este episodio ilustra apenas cómo explicamos de forma mayoritaria los fenómenos positivos y negativos. Lo que explica la desgracia vive al lado de lo que justifica la buena ventura. ¿Un equipo deportivo gana, una obra de arte es premiada, una empresa tiene beneficios, un profesional fue ascendido? ¿A qué se debe todo eso? La primera respuesta, amigos míos, todos la conocemos. El éxito se debe a la buena suerte. Y la palabra “buena suerte” quiere decir dos cosas: la protección de nuestros antepasados fallecidos, y la protección de nuestros padrinos vivos.
Nunca, o casi nunca, se ve el éxito como resultado del esfuerzo, del trabajo como inversión a largo plazo. Las causas de lo que nos sucede, bueno o malo, se atribuyen a las fuerzas invisibles que dirigen nuestro destino. Para algunos, esta visión causal se tiene por tan “intrínsecamente africana” que perderíamos “identidad” si renunciásemos a ella. Los debates sobre las “auténticas” identidades son siempre resbaladizos. Vale la pena debatir, sí, si no podemos reforzar una visión más productiva y que oriente a una actitud más activa e intervencionista sobre el curso de la Historia.
Desgraciadamente, nos vemos más como consumidores que como productores. La idea de que África puede producir arte, ciencia y pensamiento es extraña incluso para muchos africanos. Hasta ahora, el continente produjo recursos naturales y fuerza laboral. Produjo futbolistas, bailarines, escultores. Todo eso es aceptado, porque todo eso reside en el dominio de aquello que se entiende como natural. Pero pocos aceptarán que los africanos puedan ser productores de ideas, de ética y de modernidad. No es preciso que otros nos desacrediten. Bastamos nosotros mismos.
El refrán dice: “el cabrito come donde está amarrado”. Todos conocemos el lamentable uso de este aforismo, y como fundamenta la acción de la gente que saca partido de las situaciones y los lugares. Ya es triste que nos equiparemos a un cabrito. Pero también es sintomático que en estos proverbios de conveniencia, nunca nos identifiquemos con animales productores, como por ejemplo la hormiga. Imaginemos que el refrán cambia y pasa a ser así: “El cabrito produce donde está amarrado”. Apuesto a que en este caso, nadie más querría ser cabrito.
Tercer zapato: el prejuicio de que quien critica es un enemigo.
Muchos creían que con el fin del monopartidismo, terminaría la intolerancia con los que pensaban diferente. Pero la intolerancia no es sólo fruto de regímenes. Es fruto de culturas, es resultado de la Historia. Heredamos de la sociedad rural una noción de lealtad demasiado parroquial. El desaliento del espíritu crítico es todavía más grave cuando hablamos de la juventud. El universo rural se funda en la autoridad de la edad. Alguien que es joven, aquel que no se casó ni tuvo hijos, ese no tiene derechos, no tiene voz ni visibilidad. La misma marginación pesa sobre la mujer.
Toda esa herencia no ayuda a que se cree una cultura de discusión abierta. Gran parte del debate de ideas se sustituye así por la agresión personal. Basta demonizar a quien piensa diferente. Y existe una variedad de demonios a disposición: un color político, un color de alma, un color de piel, un origen social o religioso diferente.
Hay en este campo un componente histórico reciente que debemos considerar: Mozambique nació de la lucha de guerrilla. Esta herencia nos dio un sentido épico de al historia y un profundo orgullo en el modo en el que fue conquistada la independencia. Pero la lucha armada de liberación nacional también cedió, por inercia, a la idea de que el pueblo era una especia de ejército, y podía ser comandado por la disciplina militar. En los años posteriores a la independencia, todos éramos militantes, todos teníamos una sola causa, nuestra alma entera se ponía firme ante la presencia de los jefes. Y había tantos jefes. Esa herencia no ayudó a que naciese una capacidad de insoburdinación positiva.
Les hago ahora una confidencia. Al inicio de la década de los 80, formé parte de un grupo de escritores y músicos a quienes nos dieron la responsabilidad de realizar un nuevo Himno Nacional y un nuevo Himno para el Partido FRELIMO. La forma en la que recibimos esa tarea era indicativa de esa disciplina: recibimos la misión, fuimos requeridos para nuestros servicios, y al mando del presidente Samora Machel fuimos encerrados en una residencia en Matola, habiéndonos dicho: sólo saldrán de aquí cuando tengan hechos los himnos. Esta relación entre el poder y los artistas sólo es concebible así en un determinado momento histórico. Lo que es cierto es que nosotros aceptamos con dignidad esa responsabilidad, esa tarea surgía como una honra y un deber patriótico. Y realmente allí nos comportamos más o menos bien. Era un momento de grandes dificultades…. y las tentaciones eran muchas. En esa residencia de Matola había comida, empleados, piscina…. En un momento en el que todo eso faltaba en la ciudad. En los primeros días, confieso que estábamos fascinados con tanta organización, y nos quedábamos vagueando y sólo corríamos para el piano cuando escuchábamos las sirenas cuando llegaban los jefes. Este sentimiento de desobediencia adolescente era nuestra forma de ejercer una pequeña venganza contra esa disciplina de regimiento.
En la letra de uno de los himnos estaba reflejada esa tendencia militarizada, esa aproximación metafórica a la que hice referencia:
Somos soldados del pueblo marchando adelante
Todo esto tiene que verse en su contexto, sin resentimiento. Al final, fue así como nació Patria amada, ese himno que cantamos como un solo pueblo, unido por un sueño común.
Cuarto zapato: la idea de que cambiar las palabras cambia la realidad
Una vez, en Nueva York un compatriota nuestro daba una conferencia sobre la situación de nuestra economía y, en un determinado momento, habló del mercado negro. Fue el fin del mundo. Emergieron voces indignadas de protesta, y mi pobre amigo tuvo que terminar, sin entender bien lo que pasaba. Al día siguiente recibimos una especie de diccionario de términos políticamente incorrectos. Estaban excluidos de la lengua términos como ciego, sordo, gordo, delgado, etc.…
Fuimos a remolque de estas preocupaciones de orden cosmética. Estamos reproduciendo un discurso que privilegia lo superficial y que sugiere que, cambiando el envoltorio, la tarta pasa a ser comestible. Hoy asistimos, por ejemplo, a dudas sobre si debemos decir “negro” o “de color”.Como si el problema estuviese en las palabras, en sí mismas. Lo curios es que, mientras nos entretenemos en esa elección, mantenemos otras denominaciones peyorativas como mulato o ”monhé”
Hay toda una generación que está aprendiendo una lengua ― la lengua de los Workshops. Es una lengua simple, una especie de criollo a medio camino entre el inglés y el portugués. En realidad, no es una lengua, sino un vocabulario de pacotilla. Basta saber mezclar unas cuantas palabras de moda para que hablemos como otros, y esto, para no decir nada. Les recomiendo unos cuantos términos. Como, por ejemplo:
- Desarrollo sostenible.
- Awareness o accountability.
- Buena gobernación.
- Sociedades, sean inteligentes o no.
- Comunidades locales.
Estos “ingredientes” deben ser utilizados en un formato, preferentemente de power point. Otro secreto para quedar bien en los Workshops es hacer uso de unas cuantas siglas. Porque no hay workshopista de categoría que no domine esos códigos. Cito aquí una frase posible de un posible discurso. Los ODMS del PNUD se equiparan al NEPAD de la UA y al P ARPA del GOM. A buen entendedor, media sigla basta.
Pertenezco a un tiempo en el que lo que éramos se medía por lo que hacíamos. Hoy nos miden por el espectáculo que hacemos de nosotros mismos, por el modo en el que nos exponemos en el escaparate. El curriculum vitae, la tarjeta de visitas llena de refinamientos y títulos, una bibliografía de publicaciones que casi nadie leyó. Todo esto parece sugerir una cosa: la apariencia pasó a valer más que la capacidad de hacer cosas.
Muchas de las instituciones que debían producir ideas están hoy produciendo papeles, ocupando estanterías con informes destinados a convertirse en archivos muertos. En lugar de soluciones, se encuentran problemas. En lugar de actuaciones, se sugieren nuevos estudios.
Quinto zapato: la vergüenza de ser pobre y el culto a las apariencias.
La prisa por demostrar que no se es pobre es en sí misma, una demostración de pobreza. Nuestra pobreza no puede ser motivo de ocultación. Quien debe sentir vergüenza no es el pobre sino el que crea pobreza.
Vivimos hoy una atolondrada preocupación por exhibir falsas señales de riqueza. Se creó la idea de que el estatuto de ciudadano nace de las señales que diferencian de los más pobres.
Recuerdo que una vez intenté comprar un vehículo en Maputo. Cuando el vendedor reparó en el coche que había elegido, casi le dio un ataque. “Pero ese, señor Mia, usted necesita un vehículo compatible”. El término es curioso: “compatible”.
Estamos viviendo como en una representación teatral: un vehículo ya no es un objeto funcional. Es un pasaporte a un estatus social, una fuente de vanidades. El coche se convirtió en un motivo de idolatría, en una especie de santuario, en una verdadera obsesión promocional.
Esta enfermedad, esta religión que podríamos llamar vehiculolatría, contagió desde al dirigente hasta al niño de la calle. Un pequeño que no sabe leer es capaz de conocer la marca y los detalles de todos los modelos de vehículos. Es triste que el horizonte de ambiciones sea tan vacío o se reduzca al brillo de una marca de automóvil.
Es urgente que en nuestras escuelas exalten la humildad y la simplicidad como valores positivos.
La arrogancia y el exhibicionismo no son, como se pretende, emanaciones de alguna esencia de la cultura africana del poder. Son emanaciones de quien confunde el embalaje con el contenido.
Sexto zapato: la pasividad imperante frente a la injusticia.
Estamos dispuestos a denunciar injusticias cuando se cometen contra nuestra persona, nuestro grupo, nuestra etnia, nuestra religión. Estamos menos dispuestos cuando la injusticia se practica contra otros. Persisten en Mozambique zonas silenciosas de injusticia, áreas donde el crimen permanece invisible. Me refiero en particular a:
- Violencia doméstica (el 40 por ciento de los crímenes tienen su origen en la agresión doméstica contra mujeres, ese es un crimen invisible).
- Violencia contra las viudas.
- La forma humillante como son tratados muchos trabajadores.
- Los malos tratos inflingidos a los niños.
Aún estamos escandalizados por el anuncio reciente que privilegiaba a los candidatos de raza blanca. Se tomaron medidas inmediatas y eso fue absolutamente correcto. Con todo, existen invitaciones a la discriminación que son tanto o más graves y que aceptamos como naturales e incuestionables. Tomemos ese anuncio del periódico e imaginemos que ha sido escrito de forma correcta y no racista. ¿Será que todo estaba bien? No sé si están al tanto de cuál es la tirada del diario Noticias. Son trece mil ejemplares. Aún si aceptásemos que cada periódico es leído por 5 personas, tenemos que el número de lectores es menor que la población que cualquier barrio de Maputo. Y es dentro de este universo donde circulan los convites y accesos a oportunidades. Hablé de la tirada, pero dejé a un lado el problema de la circulación. ¿Por qué geografía restringida circulan los mensajes de nuestros periódicos? ¿Cuánto de Mozambique se ha quedado fuera?
Es verdad que esta discriminación no es comparable al del anuncio racista, porque no es el resultado de una acción explícita y consciente. Pero los efectos de esta discriminación y la exclusión de estas prácticas sociales deben pensarse y no pueden caer en el saco de la normalidad. Ese barrio de 60.000 personas es hoy una nación dentro de una nación, una nación que llega primero, que cambia entre sí favores, que vive en portugués y duerme en la almohada no escrita.
Otro ejemplo. Estamos administrando antirretrovirales a cerca de 30 mil enfermos de SIDA. Ese número podrá llegar, en los próximos años, a los 50 mil. Eso significa que cerca de un millón cuatrocientos cincuenta mil enfermos quedan excluidos del tratamiento. Se trata de una decisión con implicaciones éticas terribles. ¿Cómo y quién decide quien se queda fuera? ¿Es aceptable que la vida de millón y medio de ciudadanos esté en manos de un pequeño grupo técnico?
Séptimo zapato: la idea de que para ser modernos tenemos que imitar a otros.
Todos los días recibimos extrañas visitas en nuestra casa. Entran por una caja mágica llamada televisión. Crean una relación de familiaridad virtual. Poco después pasamos a ser nosotros quienes creen estar viviendo fuera, bailando en los brazos de Janet Jackson. Lo que los videos y toda la sub-industria televisiva nos vienen a decir no es sólo “compren”. Hay otra invitación que es esta: “sean como nosotros”. Esta llamada a la imitación cae como oro sobre azul: la vergüenza de ser quienes somos es un trampolín para ponernos esa otra máscara. El resultado es que nuestra producción cultural se está convirtiendo en la reproducción maquillada de la cultura de otros. El futuro de nuestra música podrá ser una especie de hip- hop tropical, el destino de nuestra cocina podrá ser un Mac Donald´s.
Hablamos de la erosión del suelo, de la deforestación, pero la erosión de nuestras culturas es todavía más preocupante. El paso a un segundo plano de las lenguas mozambiqueñas (incluyendo el portugués) y la idea de que sólo tenemos identidad en aquello que es folclórico, son formas de soplarnos al oído el siguiente mensaje; sólo seremos modernos si nos hacemos americanos.
Nuestro cuerpo social tiene una historia similar a la de un individuo. Nos marcan rituales de transición: el nacimiento, el casamiento, el fin de la adolescencia, el final de la vida.
Yo miro a nuestra sociedad urbana y me pregunto: ¿será que queremos realmente ser tan diferentes? Porque veo que esos rituales se reproducen como una fotocopia fiel de aquello que siempre conocí en la sociedad colonial.
Estamos bailando un vals vestidos de largo, en un baile de finalistas que es calcado de mis tiempos. Estamos copiando las ceremonias de final de curso a partir de modelos europeos de la Inglaterra medieval. Nos casamos con velos y guirnaldas y dejamos como de antes de Julius Nyerere todo aquello que pudiera sugerir una ceremonia más enraizada en la tierra y en la tradición mozambiqueña.
Hablé de la carga de la que nos debemos desembarazar para entrar de cuerpo entero en la modernidad. Pero la modernidad es una puerta hecha únicamente por los otros. Nosotros somos también carpinteros de esa construcción, y sólo nos interesa entrar en una modernidad de la que seamos también constructores.
Mi mensaje es muy simple: más que una generación técnicamente capaz, necesitamos una generación capaz de cuestionar la técnica. Una juventud capaz de repensar el país y el mundo. Más que gente preparada para dar respuestas, necesitamos la capacidad de hacer preguntas. Mozambique no precisa sólo caminar. Necesita descubrir su propio camino en un tiempo enervado y en un tiempo sin rumbo. La brújula de otros no sirve, el mapa de otros no ayuda. Necesitamos inventar nuestros propios puntos cardinales. Nos interesa un pasado que no esté cargado de prejuicios, nos interesa un futuro que no nos venga diseñado como una receta financiera.
La Universidad debe ser un centro de debate, una fábrica de ciudadanía activa, una forja de inquietudes solidarias y de rebeldía constructiva. No podemos preparar jóvenes profesionales de éxito en un océano de miseria. La Universidad no puede aceptar ser reproductor de la injusticia y la desigualdad. Estamos lidiando con jóvenes y con aquello que debe ser un pensamiento joven, fértil y productivo. Ese pensamiento no se encarga, no nace sólo. Nace del debate, de la investigación innovadora, de la información abierta y atenta a lo mejor que está surgiendo en África y en el mundo.
La cuestión es esta: se habla mucho de los jóvenes. Se habla poco con los jóvenes. O mejor, se habla con ellos cuando se convierten en un problema. La juventud vive esa condición ambigua, bailando entre esa visión romántica (es la selva de la nación) y una condición maligna, una edad de riesgos y preocupaciones (SIDA, droga, desempleo).
No fui sólo a Zambia a ver en la educación aquello que un naufrago ve en un barco salva-vidas. Nosotros también depositamos nuestros sueños en esa cuenta. En una sesión pública que tuvo lugar en Maputo el año pasado, un anciano nacionalista dijo, con sinceridad y coraje, lo que ya muchos sabíamos. Él confesó que él mismo, y muchos de los que en los años 60 huían hacia el FRELIMO, no lo hicieron motivados por la causa independentista. Ellos se arriesgaron y traspasaron la frontera del miedo, para tener la posibilidad de estudiar. La fascinación por la educación como pasaporte para una vida mejor estaba presente en un universo en el que casi nadie podía estudiar. Esa dificultad era común a toda África. Hasta 1940, el número de africanos que iban a escuelas secundarias no llegaban a los 11.000. Hoy la situación mejoró, y ese número se multiplicó miles y miles de veces. El continente invirtió en la creación de nuevas capacidades. Y esta inversión produjo, sin duda, resultados importantes.
Pocos tienen claro que los cuadros técnicos no resuelven por sí mismos la miseria de una nación. Si un país no tiene una estrategia orientada a la producción de soluciones profundas, toda esa inversión no producirá la deseada diferencia.. Si las capacidades de una nación se orientasen al enriquecimiento rápido de una pequeña élite, de poco valdrá tener más cuadros técnicos.
La escuela es un medio para conseguir lo que no tenemos. La vida, después, nos enseña a tener lo que no queremos. Entre la escuela y la vida nos queda ser sinceros y confesar a los más jóvenes que nosotros tampoco sabemos y que, nosotros y el país, también estamos a la búsqueda de respuestas.
Con el nuevo gobierno resurgió la lucha por la autoestima. Eso está bien y es oportuno. Tenemos que gustarnos más a nosotros mismos, tenemos que creer en nuestras capacidades. Pero esa llamada al amor propio no puede fundarse en una vanidad vacía, en una especia de narcisismo insignificante y sin fundamento. Algunos creen que vamos a rescatar ese orgullo en una vuelta al pasado. Es verdad que se precisa sentir que tenemos raíces y que esas raíces nos honran. Pero la autoestima no puede construirse sólo con materiales del pasado.
En realidad, sólo existe un modo de valorarnos: es por el trabajo, por la obra que seamos capaces de hacer. Es preciso que sepamos aceptar esta condición sin complejos y sin vergüenza: somos pobres. O mejor, fuimos empobrecidos por la Historia. Pero, nosotros hicimos parte de esa Historia, fuimos empobrecidos también por nosotros mismos. La razón de nuestros fracasos actuales y futuros vive también dentro de nosotros.
Pero la fuerza para superarnos en esa condición histórica también reside dentro de nosotros. Sabremos como ya sabíamos antes de de conseguir certezas que somos productores de nuestro destino. Tendremos mucho más orgullo de ser quienes somos: mozambiqueños constructores de un tiempo y de un lugar donde nacemos todos los días. Es por eso por lo que vale la pena aceptar descalzarse no sólo los siete zapatos, sino todos los zapatos que atrasan nuestra marcha colectiva. Porque la verdad es una: más vale andar descalzo que tropezar con los zapatos de los otros.

Traducido por Manuel Machuca, en julio de 2010

jueves, 23 de diciembre de 2010

UNOS OJOS AZULES PRECIOSOS


No sé cómo apareció por el bar un día a desayunar, ni por qué lo recuerdo tan bien. Detrás de la barra uno se fija en muchas cosas, y no se fija en nada. Ya se sabe, un buen camarero tiene que saber cómo le gusta el café a su clientela, si la media tostada es de arriba o de abajo, con tomate o mantequilla…esas cosas, vaya. Y si me apura, fijarte, lo que se dice fijarte, en alguna maciza, por decirlo en confianza, de las que entran de vez en cuando. Como la de la papelería de aquí atrás, ¿no la ha visto nunca por aquí? Un cacharrazo de tía, lo que yo le diga.

Por eso no sabría decirle por qué me fijaría en Carmen. Porque aunque guapa y con unos ojos azules preciosos, estaba claro que ya no volvería a cumplir los setenta. Mi madre que en gloria esté, también tenía los ojos así según decía mi padre, aunque todos en mi casa hemos salido en eso a la rama de mi padre.

El caso es que fue un día de lluvia, un otoño de hace tres o cuatro años, cuando la conocí, intentando empujar la puerta del bar con su andador. Aquel día había dejado una hoja cerrada para que el viento no metiera la lluvia dentro. Con esto de que ya está prohibido echar serrín en el suelo, temía que algún cliente se me resbalase, y también que se guarrease el bar más de la cuenta, todo hay que decirlo.

Según me dijo, era el primer día que había salido de su casa después de una operación de cadera. No, no se la había roto. Le habían puesto una prótesis para que dejase de tener tantos dolores, por la cojera que tenía. No es que tuviera mucha, pero por lo que decía, tenía un pinzamiento a la altura del hueso cuqui que no la dejaba vivir. Al parecer todo viene de una polio que cogió cuando la guerra. A pesar de cómo estaba, no dejaba de dar gracias a Dios, porque su hermana Casiana, que en paz descanse, sí que lo pasó mal. Esa sí que era coja según me contó otro día, cuando empezamos a tener confianza. “La pobrecita menos mal que se la llevó Dios; allí por lo menos seguro que no tiene dolores”, me confesó.

A lo que iba. Carmen entró aquella vez y se sentó en esa mesa de detrás de usted, la chiquitita de al lado del barril. Me pidió una leche manchada y media de abajo con mantequilla. Verá usted, no es que me acuerde, es que después siempre me pidió lo mismo. Decía que el médico le había recomendado descafeinado, pero que con ese dedito de café que le echaba no le iba a pasar nada. Y total, que para lo que le quedaba, daba igual que Dios la recogiera un día antes que después, que cada uno teníamos nuestro día para irnos.

Y no es que tuviera una cosa mala o algo por el estilo, no. Si acaso, lo que tenía eran dolores, como ya le he dicho. De vez en cuando soltaba unos suspiros, que había gente que se daba la vuelta para ver lo que había pasado. En especial Ramón, el mecánico del taller de aquí a la vuelta no sé si usted ha oído mentarlo. Suspiros de España la llamaba.

Carmen siempre venía a la hora de los últimos desayunos, cuando yo empezaba a recoger las mesas y dejarlas preparadas para la hora de la cerveza. Por eso más de una vez me sentaba con ella para charlar. Las primeras veces se ponía colorada, porque sabía que mi señora es la cocinera, y que no quería que se fuera a molestar con ella. Pero cuando fuimos cogiendo confianza, yo no podía dejar de sentarme y sacarle conversación, y Carmen también dejó de pensar que mi señora estaba allí dentro.

Un día me dijo que la primera vez que entró fue porque le recordaba al bar que tuvo su padre en un pueblo de la Sierra Norte de Sevilla. Nunca me contó en qué pueblo era, porque la verdad es que estaba como arrepentida de habérmelo dicho. El caso es que más adelante me confesó por qué era. Eso sí que me acuerdo que fue en noviembre, por los difuntos, porque se acordó por esto que le voy a contar. Cuando estalló la guerra, su padre tuvo que irse, y ya no lo vio más. En su bar paraban muchos obreros, y le acusaron de comunista. Él no era de nada, me decía, un trabajador. Pero el caso es que se echó al monte y nunca supo más de él. Por lo menos, su madre no les dijo nada.

Lo que no sé es por qué le recordaría este bar al de su padre. Porque por aquí paran pocos obreros. Por lo menos a desayunar, que es cuando ella venía. Porque después viene alguno por los platos combinados que prepara mi señora. Aunque ahora que la construcción está parada, ya ni esos vienen. Es más, aquí viene gente de tilín. Por ponerle un ejemplo, la señora de un constructor que está entacao en billetes y que vive en un chalet de por aquí cerca, o el boticario de la avenida. O el párroco de San Estanislao mismamente. Gente conocida del barrio.

Lo que le contaba de Carmen, que me pierdo. Al año de desaparecer el padre, hizo la Primera Comunión y de allí se fue a trabajar en el campo con su hermana, recogiendo algodón, corcho, ayudando con la aceituna o lo que se terciara.

Siendo todavía mocita, se vino para Sevilla a servir a casa de una señora. Allí le enseñaron a coser, y las cuatro reglas. Y años después conoció en la casa a su marido, que era el que repartía la leche en un motocarro por el barrio.

Cuando me contaba esto ya había dejado el andador. Aunque no del todo, porque el carrito de la compra era el que le hacía las veces. Decía que no se sentía segura, aunque lo negaba, más que nada por lo coqueta que era.

Bueno, yo digo era, y a ciencia cierta no le sabría decir qué es lo que ha pasado. Porque hace unos días que no viene por aquí, y me tiene preocupado. Que yo sepa, yo no le he hecho nada.

Su vecina dice que siente movimiento en su casa, pero que también lleva un tiempo sin verla. Eso sí, las macetas están regadas. Y en la plaza, lo mismo, ni el de la fruta, ni el de los pollos saben nada de ella. La verdad es que no sé a dónde acudir. ¿Usted qué me aconseja?

viernes, 17 de diciembre de 2010

LA HERENCIA DE LOS DE PABLO- FERRER


Un dolor intenso en los nudillos sintió el doctor Javier de Pablo- Ferrer al llamar a la puerta del salón en el que le esperaba su madre. La madera parecía guardar todo el frío del invierno, al igual que el pomo, que se mojó por el sudor de sus manos cuando doña Catalina, viuda de Pablo- Ferrer, accedió a que su hijo mayor, y único varón, pasase a verla.

Doña Catalina no se movió de su sillón junto a la ventana, ni advirtió cómo su hijo se le acercaba secándose las manos en el pantalón. Tan solo puso la mejilla para recibir su saludo.

Javier se sentó frente a su madre, Tras la ventana, podía ver a Braulio el jardinero y su hijo, recogiendo naranjas de los árboles del jardín. Incluso percibía el vaho que desprendía su boca al dirigirse al muchacho. A pesar del frío de enero, al hijo de doña Catalina le seguían sudando las manos.

― Y bien, Javier, vamos al grano, ¿lo has pensado mejor?

A pesar de que estaba seguro de lo que iba a contestar, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta

― Sí, mamá. Quiero casarme con Remedios.

Se hizo el silencio durante unos segundos, que al primogénito de los de Pablo- Ferrer, le parecieron inacabables.

― Muy bien. No tenemos nada más que hablar. No permitiré que una cualquiera herede lo que tu padre con tanto esfuerzo consiguió.

Doña Catalina dejó de hablar por un momento, antes de proseguir:

― Has querido ser pediatra, en lugar de tener una especialidad de más prestigio como la de tu padre, corazón y pulmón. Y de medicucho por esos barrios de extramuros, pasan esas cosas, que te encuentras a una cualquiera y te pesca.

― Mamá, Remedios no es…

― ¡Esa mujer no es de tu clase! ― le interrumpió ―. Esa mujer no tiene modales, no tiene lo que hay que tener para entrar en esta casa…. Nada más que por la puerta de atrás.

―….

― ¡Abelardo, traiga el abrigo del señorito, que se marcha ya!

Doña Catalina salió por la puerta del salón nada más entrar Abelardo con el abrigo y el sombrero de su hijo.

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Javier de Pablos ya había pedido un café cuando advirtió la entrada de su mejor amigo, el doctor Jacinto Rodríguez.

― Perdóname el retraso, Javier. Me he retrasado con un paciente y…ya sabes cómo son las cosas ― se disculpó mientras dejaba su abrigo en una silla vacía ―. Pero dime, ¿cómo te ha ido? Tienes mala cara muchacho.

― Deheredado, Jacinto ― respondió mientras se secaba las manos con una servilleta ―. Pero decidido a casarme con Remedios.

Jacinto pidió otro café. En el periódico que tenía Javier sobre la mesa, se daba la noticia de la llegada de Franco a Sevilla, para inaugurar las obras de la Corta de La Cartuja, que debían terminar con las riadas del Guadalquivir.

― ¿Y qué piensas hacer? Te lo digo porque no pasa nada con empezar desde cero. Fíjate yo, tú sabes de la familia que vengo, y aquí estoy, de médico aunque sea con becas. Pero tú, ¿te acostumbrarás a no tener cuatro criadas, Javierín?

― Eso no me importa ― respondió Javier sonándose la nariz con un pañuelo manchado con gotas de sangre.

― Javier, ¿qué es esa sangre? Tienes mala cara, estás sudando otra vez, como la semana pasada. Y estás más delgado. ¿Por qué no te haces unos análisis?

― Jacinto, quiero que tú y Esperanza seáis nuestros padrinos de boda. Ya está todo arreglado. Nos casará don Rosendo en San Bartolomé. Dentro de dos domingos, a las siete de la mañana.

― Pero Javier, ¿a qué viene tanta prisa? ¿Está….?

― No digas tonterías, coño. Te pareces a mi madre.

Javier pidió otro café y encendió un cigarro. Se puso a mirar el vidrio gigante de Brandy 103, que adornaba una de las paredes del bar, a través de cuyo reflejo habían ligado más de una vez. Hoy le parecía más viejo y descascarillado.

― Quiero casarme y ya está. ¿Mi madre no me ha desheredado ya? Pues ya está, acabemos de una vez. Hemos visto una casita por el Tiro de Línea, y allí nos pensamos ir a vivir.

― ¿Y tú vas a ser capaz de vivir en el Tiro de Línea? Tú, que siempre has vivido en La Palmera. Javier, ¿estás seguro de lo que estás diciendo?

Javier sacó una aspirina del bolsillo de su chaqueta y se la tomó con el café.

― Muchacho, ¿estás bien? Tienes que hacerte los análisis. Parece que no fueras médico.

El mayor de los de Pablo- Ferrer miró a los ojos de su amigo. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó.

― Ya me he hecho los análisis. Tengo lo mismo que mi padre ― miró hacia ninguna parte y continuó ―. Mi madre dice que me ha desheredado, pero esta herencia no me la ha podido quitar.

― Pero…

― Ni pero ni nada, Jacinto. ¿Querréis ser nuestros padrinos?

viernes, 29 de octubre de 2010

UN CRIMEN PERFECTO


Juana emigró a Alemania nada más casarse con Ernesto. El plan Marshall nunca llegó a España, pero sí que lo hizo a muchos españoles, que se desplazaron a los países destruidos por la guerra a buscarse la vida. Los hijos fueron llegando y los ahorros que iban juntando se guardaban para el regreso a la tierra que les vio nacer, pero que nunca fue generosa con ellos.

Desde chica, Juana no había aprendido a otra cosa que a decir que sí. A decir que sí a una madre de carácter fuerte; a decir que sí, aunque fuese en otro idioma, a la señora de la casa en la que trabajaba; a decir que sí a un marido que la eligió por esposa, y que le pedía abrirse de piernas cuando regresaba de la fábrica.

Un buen día regresó a su tierra. Habían comprado un pisito en un barrio modesto que ni existía cuando se marcharon. Ya regresó sola con Ernesto, porque los hijos ya no eran españoles, y el frío al que ella nunca se acostumbró, formaba parte de la vida de los hijos que criaron. Ya ni sus nietos eran capaces de chapurrear palabra del idioma de sus abuelos.

Al poco de regresar a España, la salud de Juana comenzó a empeorar. Ernesto seguía sin ayudarle en la casa ni con las compras, a pesar de que jamás se separaba de ella. Le esperaba siempre a las puertas de un supermercado, de capital alemán, por supuesto, del que ella salía cargada de bolsas. No sé sabe qué fue primero, si la ansiedad que hacía que la tensión se le disparase, o al revés. El caso es que la tensión estaba alta y los nervios a flor de piel. Cada vez que iba a la farmacia, su farmacéutica, tan atenta y tan agradable con ella, apenas sacaba de ella una sonrisa, que ni siquiera podía dejar de traslucir su tristeza. A la puerta, Ernesto la esperaba con las bolsas que ella debía llevar hasta su casa.

Un día su farmacéutica hizo un curso de esos que te enseñan atención farmacéutica por ordenador, y pensó que Juana podría ser su primer paciente. Ya estaba tratada con un antihipertensivo suave, y con un hipolipemiante que decía sentarle muy mal y ponerla muy nerviosa.

Juana no supo decir que no a su farmacéutica. Total, había dicho que sí siempre a todos, y esta no iba a ser una excepción. Además, le recordaba a su hija, que también había estudiado Farmacia en Alemania y trabajaba allí.

Unos días después de aquella amable y extensa entrevista, su farmacéutica le propuso enviarle un informe a su médica. Había encontrado que el tratamiento de la tensión había que cambiarlo, y que el del colesterol podía estar agravándole la ansiedad. Volvió a ponerse muy nerviosa, porque sabía cómo se las gastaba su médica, siempre muy antipática con ella, sobre todo desde que le había hablado de su hija la farmacéutica. Una vez más, dijo que sí.

A la mañana siguiente, su farmacéutica esperaba con tanta ansiedad como Juana, la respuesta de la médica a su primer informe. Pero ese día no apareció por allí. El auxiliar de la farmacia le decía que había pasado lo que imaginaba, porque las farmacias estaban para vender medicamentos y no para hacer de médicos. Mientras tanto, el otro compañero farmacéutico sellaba recetas, y aunque no decía nada, se alegraba del fracaso de su compañera. Su lema siempre había sido no hacer ningún trabajo que no le pagasen, ni para el que no le hubiesen preparado.

Dos días después, la farmacéutica no pudo esperar más y llamó a Juana. Le dijo que médica se había enfadado con ella, y también Ernesto. La médica era ella y ninguna farmacéutica podía decirle lo que tenía que prescribir.

Pasó el tiempo, un par de meses quizás. Ernesto pasó solo, cargado con un par de bolsas del supermercado alemán. La farmacéutica al verlo, salió afuera y lo paró. Juana había muerto hacía quince días. Un ictus. Se la encontró muerta en la cocina al regresar del bar con los amigos. Ahora regresaría a Alemania con su hija. La farmacéutica volvió a la farmacia, para terminar de decorarla para la campaña de Navidad. La médica seguía por allí.

domingo, 24 de octubre de 2010

NACIONALISMO POSITIVO EN CHILE


Después de setenta días atrapados bajo la tierra, los treinta y tres mineros fueron saliendo uno a uno a la superficie en la cápsula Fénix, decorada con los colores de la enseña nacional chilena. Durante los días del milagroso rescate, la transmisión de las imágenes televisivas dejaba ver una bandera de Chile, colocada en la pared de la gruta que sirvió de cobijo a estos seres humanos, que han demostrado una fuerza, una tenacidad y un afán de lucha digno de mayor estudio.

Dicen que toda comparación es odiosa, aunque es más que probable que quien lo afirmó fuese alguien que no salía bien parado de tal comparación. A pesar de todo, no me resisto a pensar, y a establecer cierto parangón, con lo que hubiera pasado si este desastre minero, hubiera ocurrido en España. A nadie se le habría ocurrido decorar la cápsula con los colores de la bandera española, ni mucho menos que una bajase hasta el fondo de la mina. Si acaso, se hubiera inundado de enseñas autonómicas por cada representación minera que hubiera allá abajo, y presidentes de tal o cual autonomía combatirían en protagonismo, expresado en mutuas acusaciones entre ellos y sobre todo, con el gobierno central acerca del desastre.

Dicho esto en tono hiperbólico y no carente de buenas dosis de sarcasmo, tenemos que reconocer que Chile nos ha dado dos lecciones en este año, con su reacción ante la catástrofe natural del terremoto, y con otra desgracia no tan natural como la del derrumbe de la mina, de cómo extraer virtudes positivas a un concepto tan denostado en España como es el de la patria. Y cuando me refiero a la patria, me da igual cual sea, la grande o la chica, la que tenemos o la que algunos desean pero carecen. Porque la diferencia esencial para que la patria sea algo positivo o negativo, está en hacer de ella un fin común por el que crecer y hacer desarrollar a la comunidad en todas las facetas, o aquel más excluyente, que trata de establecer diferencias con otros, basadas en una presunta superioridad, ya sea moral, económica, étnica o racial.

Mientras en el caso de Chile, la movilización del país ha tenido el motor fundamental en un concepto solidario de patria, con una finalidad que excedía el protagonismo de cualquier persona o estamento, el nacionalismo en España, ya sea españolista o el de cualquier autonomía, se ha basado en la endogamia y en la superioridad del nacional, en cualquiera de sus conceptos, frente al otro.

Resulta también paradójico que la independencia de la América conquistada por un país autonomista como España, diera lugar a diecinueve países diferentes, el mismo número que nuestras diecisiete autonomías más dos ciudades autónomas, mientras que la de otro fuertemente centralista como Portugal, produjese uno solo, Brasil, que ocupa el cuarenta y nueve por ciento de la superficie de Sudamérica.

Es cierto también que el nacionalismo de cualquier tamaño, ha servido muchas veces para ocultar carencias e intereses ocultos de ciertas minorías. Esto ha sido y sigue siendo así en España en sus diversas modalidades, y especialmente en una América Latina esquilmada por sus oligarquías tanto o más que por sus antiguos conquistadores. No hay más que ver ejemplos como los que ofrece el nacionalismo bolivariano en Venezuela, o el peronista de Argentina, por poner ejemplos del continente americano, o en el caso de España, el reciente by-pass urdido por el socialista ¿? Zapatero y el PNV a los socialistas que gobiernan en el País Vasco, o el resurgimiento del nacional- catolicismo, evocando tiempos pasados en los que, en nombre de Dios, se imponía su verdad sobre la de otros.

No hay que olvidar que el nacionalismo, o un concepto endogámico de nacionalismo en el que es muy fácil caer, ha sido el causante de muchas guerras y desgracias en el mundo. Pero creo que en estos días es justo reconocerle el papel positivo que ha jugado en esta catástrofe, junto a otros conceptos puestos en tela de juicio en nuestros días, como los de familia o religión. Por ello siempre hay que tener presente el lema que nos dejó un nacionalista andaluz como Blas Infante, como señal de lo que debe ser una patria: “Andalucía, por sí, para España y la humanidad”.

miércoles, 9 de junio de 2010

NO SÉ QUÉ PONERME


Daniel Corcel, el afamado actor, estaba hecho un lío. No paraba de registrar en el vestidor, revolver la ropa una y otra vez. Sobre el tálamo conyugal, se agolpaban amontonados varios trajes de diferentes tonos, casi una docena de camisas, y un número no menor de gorros, sombreros y tocados varios. En ese momento no se sentía capaz de elegir si pañuelo o bufanda, si gorra o panamá, porque primero tenía que asegurarse qué vestimenta sería la apropiada para acudir a la entrega de premios. Para colmo, había llamado a Pietro Delanno, su diseñador favorito, y aún reencontraba de luna de miel por las islas Fidji, casi un mes después de su sonada boda con el otrora competidor Casto López, más conocido por su firma de modas Kastuloppi. En la nueva firma Kastuloppi & Delanno tampoco le daban una solución que le mereciese confianza.

― Juani, por favor, salte del jacuzzi de una puta vez, y ayúdame, por favor. Que quedan apenas veinticuatro horas para la ceremonia de los Troya, y no sé qué coño ponerme.

Un momento después, dejó de escucharse el ruido de los chorros del agua, con los oídos de Daniel notaron una cierta sensación de relax. Tras un leve chapoteo de agua, un sonido agudo y chirriante, seguido de una exclamación indisimulable, «¡coño!», para no dejar la más mínima duda, indicó que Juani había estado a punto de darse un buen costalazo al salir de la bañera.

― ¿Qué cojones quieres, Daniel? ― contestó su chica dejando un buen rastro de agua desde la bañera hasta el vestidor, a pesar de venir liada en una toalla ―. Y te tengo dicho que no me llames Juani, joder. Que luego se te escapa en la entrega de premios. Que me llames Miranda, capullo.

Daniel se encontraba sentado sobre la cama, arrugando el esmoquin rosa palo que se había puesto para la entrega de premiso del Festival de Cine de amor. Su mirada estaba perdida sobre el suelo. Bueno, lo que le dejaban sus gruesos dedos, que le tapaban casi toda la cara. Por eso no le fue difícil advertir el reguero de agua que había dejado Juani, es decir, Miranda, por toda la casa.

― Mir, mira cómo estás poniendo la casa. Que hoy están de día libre Clara Clotilde y Mildred María.

― ¿Qué cómo estoy poniendo la casa?

― …..

― ¿Qué cómo estoy poniendo la casa? ¿Y tú, cómo estás poniendo la ropa? ¿Qué quieres, que llame a mi madre para que te la planche o qué? Y te lo digo otra vez: mi madre es la única que me llama Juani. No te lo digo más.

Daniel rompió a llorar. Estaba desesperado. No sabía qué ponerse. Temía que alguno de los periodistas, alguna más bien, se diera cuenta de que repetía traje. Los dos eran conscientes de lo importante que era eso en sus carreras profesionales.

― Dani, venga. No te pongas así. Ya verás cómo encontramos una solución.

A Juani, Miranda, se le cayó la toalla, dejando a relucir esos pechos de diseño que le talló el Dr López Casas, a la sazón primo por parte de padre del recién casado Casto, más conocido como Kastuloppi. Esto la excitó, y abrazó a Daniel, con cuidado de ir echando a un lado el vestuario que andaba por medio. Pero Daniel no estaba para mucho trajín, nunca mejor dicho.

― Espérate un poco, Ju…Miranda. Primero ayúdame a elegir lo que me voy a poner. No tengo ni siquiera preparado el discurso por si me dan el premio. No sé qué voy a decir ni qué ponerme. Y hasta que no sepa qué ponerme, ni sé lo que voy a decir ni me pone nada.

Juani, o Miranda, se levantó de inmediato y se recolocó los pechos dentro de la toalla.

― ¡A ver qué te vas a poner! ¡A ver qué te vas a poner! ― repitió registrando la ropa que había sobre la cama ―. ¿Por qué no te pones esto? ― preguntó señalando una chaqueta de pana beige, que hacía juego con el pañuelo palestino que se compraron cuando asistieron al Festival de Cine de terror de Gaza.

― Es que esa me la puse para la manifestación contra la guerra.

― ¿Y esta otra? ― señalaba otra de color negro, que con la camisa negra y la corbata blanca, le daba un cierto aire distinguido, muy catalán. Y ya que los premios eran en Barcelona, podría traerte hasta buena suerte.

― Esa me la he puesto ya dos veces. Una en la manifestación contra el chapapote. Y la otra cuando ganaste tú el Paco Martínez Soria del año pasado.

A Miranda, bautizada como Juani, se le cayó otra vez la toalla. Pero esta vez de furia.

― ¿Y no te gusta repetir? ¿Y no te gusta repetir? ¿Y por qué te lo pusiste para mi premio? Sois todos iguales ― apenas respiró para continuar ―. Solo os importan vuestros cojones. En mi premio vas y repites ropa, y no te importa. Pero ahora con el tuyo…. ¿Sabes lo que te digo? Que te den por el culo, que yo voy a fumarme un cigarro.

― Pero Mir, por favor, si no es porque te lo he dicho ahora…. No te diste ni cuenta.

Pero Juani, conocida artísticamente como Miranda Raya, había salido volando para el salón en busca de un cigarrito. Volando, en el sentido estricto.

― ¡Coñoooo! ― el mojado suelo de mármol blanco hizo de sonora pista de patinaje.

― ¡Juani! ― exclamó Daniel, escuchando un sonoro ruido que no podía ser otra cosa que un tremendo costalazo.

― ¡Que no me llames Juani! ― replicó mientras se levantaba semidesnuda y con el trasero dolorido y visiblemente sonrosado.

Daniel se volvió al vestidor. Sentía cómo todo se le venía encima. Pietro de luna de miel, Miranda, es decir, Juani, enfadada y él, sin saber qué ponerse. Todo se le estaba viniendo encima. Su relación de pareja zozobraba. Incluso pensaba que, cualquier día de estos, Miranda quisiera vender una exclusiva sobre su posible ruptura de relación. O aún peor, que luego fuera a la tele a contar sus irregularidades amatorias. Para más inri, el futuro se presentaba poco halagüeño. Se había mojado demasiado por Zapatero. Al menos había quien estaba peor que él.

Trató de serenarse ordenando la ropa que había sacado del vestidor. En ese momento, vio la foto de doña Juana, la madre de su Juani, sobre su mesita de noche. Con su vestido negro y su eterno rodete. Entonces cayó en la cuenta del esfuerzo que hizo esa madre por educar a su hija, por hacer de su Juani toda una Miranda Raya. Recordó que no tenía foto de su madre en la suya. Ella no era como la de Juani, ahora Miranda. Era actriz, pero también había luchado lo suyo por él, y por inculcarle su profesión y sus principios progresistas.

Eligió el conjunto negro, el mismo del chapapote y del paco Martínez Soria. Y que saliera el solo por Antequera, que recordaba que era provincia de Córdoba. Se fue a la cocina a por la fregona. Seguro que no sería difícil manejarla. Antes entró en el baño, y puso el agua del jacuzzi a calentar.

jueves, 3 de junio de 2010

CARIÑOSO




Su frontera siempre fue la Gran Plaza. No pasaba más allá del Opencor que habían puesto en el antiguo bar de La Ponderosa, donde paraba su amigo Carlos, el vendedor de cupones. Todas las tardes, desde muy temprano, se le podía encontrar allí, en invierno o en verano. Incluso si Carlos estaba enfermo y no podía vender ese día, Currito le guardaba el espacio, como si se lo fueran a quitar.

Al mediodía se echaba su refresquito y su cigarro en el bar de al lado, esperando a que llegase Carlos. Hacía tiempo que no bebía, desde que le habían cambiado las pastillas de los nervios en Salud Mental. No le pesó abandonar la bebida, y eso que le dio más de un disgusto de jovencito, acabando en comisaría más de una vez por peleas con los hippies de los Pajaritos. Pero las pastillas y la edad, le habían cambiado por completo. O lo que se puede cambiar.

Su antiguo pelo largo rubio se había acortado al máximo, y le estaban apareciendo las canas ahora que se acercaba a la cincuentena. Las gruesas gafas que llevaba tampoco lo rejuvenecían precisamente. Había engordado unos kilos, a pesar de que su aspecto seguía siendo recio, fuerte. Sobre todo por ese cuello ancho y no demasiado largo, y sus anchas espaldas, que junto a su escasa inteligencia, le conferían una imagen de gorila que había conseguido transformar en otra más amable y bonachona.

A pesar de que hacía ya más de diez años que su madre murió ― su padre falleció bastante antes en un ajuste de cuentas entre borrachos ― se le veía limpio y cuidado. La ropa siempre la llevaba inmaculada, recién planchada, y eso que ninguna de sus dos hermanas lo visitaban más de una vez al mes. Currito se sentía orgulloso, y cuando alguien se lo hacía notar, contestaba «voy hecho un pincel», o si era por primavera, con aquello de «voy de Domingo de Ramos».

En el barrio daba por hecho que en todos sitios le fiaban, pero también es cierto que nunca dejó una cuenta por pagar, con una memoria para eso que desdecía su falta de seso y preparación para las cuentas y los estudios.

Cada vez que se cruzaba con alguien, lo saludaba diciéndole «cariñoso» o «cariñosa», y arrancaba una sonrisa hasta a las personas más solas del barrio. Le hacía los recados a mucha gente, y cuando el calor sevillano comenzaba a hacer de las suyas, se bajaba a la puerta de la casa, y apoyaba el pie en el muro del edificio de enfrente, en espera de que alguien pasase para darle conversación. Quien tuviese que pasar por allí, era más que probable que tardase quince minutos más en hacer lo que tenía pensado.

A todos les contaba cosas de tiempos pasados, y a los que eran de su edad, les hacía partícipes de aventuras pasadas juntos que nunca sucedieron. Echaba mucho de menos la bolera que estaba donde ahora hay una tienda de los chinos, en la que jugaba sus partidas de futbolín y probablemente comenzó a tomar sus primeras copas de niño.

A pesar de su pasado de alcohol y de peleas, nunca le oyó nadie decir grosería alguna a ninguna mujer. Ni siquiera en los bares de hombres que frecuentaba ― esos de serrín en el suelo para los escupitajos y carajillo mañanero ― hubo quien le lograse hacerlo cómplice de las conversaciones habituales de los paisanos.

Sólo una vez volvió a utilizar la violencia que tan mala fama le dio de joven, pero fue para agarrar a un chorizo que le había quitado género a su amigo Juanito, el del puesto de frutas del mercado. Y nada más que fue para tirarlo al suelo e inmovilizarlo mientras venía el guarda jurado. Ese día no paró de enseñarle el bíceps a la gente del barrio que lo felicitaba por su captura.

Los maridos de sus dos hermanas nunca lo quisieron demasiado. Ya habían desistido de ingresarlo en un centro psiquiátrico, por lo que habían perdido la esperanza de poder vender la casa y repartirse las ganancias. El que más insistió fue el de la Mari, la hermana pequeña, que se dejó embarazar por este tipo en el bar de alterne en el que trabajaba. A pesar de esto, tampoco jamás habló mal de sus cuñados ni de sus hermanas. Es más, cuando alguna vez lo llevaban a comprar en un hipermercado, no paraba de contarlo por el barrio, celebrando lo que había disfrutado del paseo y de las cosas que le había comprado a su hermana y sus sobrinos.

Según comentaba la rubita de la farmacia, nunca dejaba de tomar sus pastillas, y siempre presumía de lo caras que eran, como el que conduce un Mercedes. Eso había sido lo que le había hecho controlarse, porque siempre quiso tener un Mercedes como el de los toreros.

Esta mañana ha llegado la policía a la puerta de su casa. Su vecina la ha avisado, porque la tele llevaba cuatro días a toda pastilla, de día y de noche. Han roto la puerta de la casa y se han encontrado a Currito tendido boca abajo en el salón. Olía muy mal en el piso, a pesar de que todo estaba muy cuidado y no había signos de desorden.

« Dicen que debe haber sido un infarto», ha dicho otra vecina. Currito salió de su casa enfundado en una bolsa plateada, con la Mari acompañando a la policía.

Por la tarde, Juanito el frutero estaba en la cola de la lotería primitiva. Mari y su marido salieron de la casa con una caja de cartón llena de cosas.

domingo, 23 de mayo de 2010

RECUERDO DE LA PRIMERA COMUNIÓN


Ella había elegido un color rosa claro para su vestido. No muy ceñido, ni demasiado corto. Su cintura no era ya la de la avispa que se casó diez años atrás, y sus piernas delataban las varices y una incipiente celulitis, que tres embarazos no demasiado seguidos habían logrado provocar. Si es que no se tiene en cuenta que un mes antes había “subido al cuarto piso”, como le recordó Elena, su antigua compañera de colegio, inseparable en sus alegrías, y en sus más recientes desgracias.

Todavía estaba con la bata que se puso al salir de la ducha, cuando sonó el timbre del portero electrónico. Miró el reloj y se puso aún más nerviosa, viendo que sólo faltaban tres cuartos de hora para la ceremonia. Terminó de peinar a Antoñito, que se había dejado poner el fijador con una docilidad irreconocible en él. Le colgó la cruz al cuello, y dejó la chaqueta azul en la percha hasta que fuesen a salir.

Los tacones de Elena sonaban al salir del ascensor. Nada más pasar la puerta entreabierta, se miraron, y la recién llegada, que había elegido un color verde agua para su vestido, se puso a organizar a los niños, que se habían repanchingado sobre el sofá viendo Bob Esponja en Disney Channel.

Pudo al fin volver a su cuarto, y ponerse con cuidado las medias beige de redecilla que había elegido. Mientras se las colocaba, recordó cuánto tiempo hacía que unas manos de hombre no la tocaban. Recordó a Alberto, y cuanto se excitaba quitándoselas. Incluso cuando se las hacía poner, hasta en verano, antes de hacer el amor. Una gota de sudor le cayó sobre el labio, que achacó a las calores que había traído mayo.

Se secó el sudor con un disco de algodón, y se retocó con la brocha el maquillaje. Después, se puso el vestido, y el collar a juego con los tacones beige que compró para este día. Sopló para retirarse el cabello de la frente y perdió un instante para mirarse en el espejo, recogiendo algo el vientre.

Antes de salir, no olvidó coger de la cocina una bolsa, para llevar los zapatos planos por si le dolían los pies. Trajo la chaqueta y se la puso a Antoñito, que tenía el harapo de la camisa por fuera de los pantalones cortos grises.

Elena se hizo cargo de Elenita, su ahijada, y de Manuel, los hermanos de Antonio, y salieron hacia el garaje. Al ir a cerrar la puerta, no pudo evitar mirar atrás. La casa le pareció una leonera, pero aún tendría el domingo por delante para ordenar lo que había dejado, y lo que tendría que venir en forma de regalos.

El trayecto que tenían que recorrer no era muy largo, pero después necesitarían el coche para ir a la celebración, y para guardar los regalos. Antoñito se sentó a un lado Elena en la parte de atrás, que llevaba al pequeño Manuel en brazos, a pesar de las protestas de su ahijada.

Dejaron el coche en el aparcamiento público que hay cerca de la Iglesia. Al salir, sintieron el calor de esa mañana de mayo. A la puerta, otros niños como Antoñito iban de chaqueta azul, a excepción de Borja Sánchez Casas, que lucía el uniforme de marinero que su madre había anunciado que iba a ponerle, a pesar de los consejos del Padre Martínez. Otros niños, incluso alguna de las niñas, se acercaban a Borja a tirarle de la tela azul que le caía de los hombros, a pesar de los gritos histéricos de la señora de Sánchez.

Los niños fueron por un lateral de la Iglesia a reunirse con el cura, tal y como estaba previsto. Elena propuso ir a tomar un café al bar de enfrente, pero eso ya lo habían pensado muchos invitados y familiares con anterioridad, y los camareros no daban a basto con tanto café, así que decidieron quedarse en la puerta del templo, bajo la estrecha sombra de una palmera.

Las puertas de la Iglesia se abrieron, y la luz del sol se fue adentrando en el templo, abriéndose paso entre los bancos. Las amigas decidieron entrar, buscando el frescor que salía del interior. Se sentaron en el banco que había reservado para la familia.

*****

El frescor del templo había desaparecido, y la tranquilidad inicial se había vuelto algarabía de niños correteando por los pasillos y adultos conversando. Ya estaban todos. Los abuelos, los tíos, los primos…..sólo faltaba Alberto. Un canto de entrada hace ponerse de pie a los asistentes. El Padre Martínez abre la procesión de niños, que cantan dando la bienvenida a sus familias.

Alberto llega detrás de la procesión. Ha elegido el traje beige que tan justo le estaba. Ahora le sienta mejor. Ya no se peina con raya, sino hacia atrás. Y tiene el pelo más largo. Sonríe y se disculpa a un tiempo. Pretende sentarse en el banco de la familia con su nueva compañera. Elena mira a su hermana con ojos de odio, que decide irse hacia atrás. Una gota de sudor cae sobre los labios de su amiga. Se sopla el flequillo

jueves, 6 de mayo de 2010

TALAVERA


Como todos los miércoles, allí estaba. Mirando a un lado y otro de la calle, esperando a que yo llegue, y me diga lo de siempre, que es muy tarde para abrir. A pesar de que, sabiendo lo que me esperaba, llegue un cuarto de hora antes de lo previsto. Y luego, sus excusas, que si tiene el reloj estropeado y le adelanta… Paquita tiene en su hoja de ruta tomarse la tensión a primera hora de la mañana de los miércoles, antes de llegar a su casa a tomarse la pastillita. A las ocho y cuarto en el bar de Paco, a tomarse su descafeinado y su media de mantequilla, y de allí directamente a la farmacia, sin pasar por su casa a lavarse los pocos dientes que aún le quedan.

Menos mal que en el barrio se aparca bien porque, a pesar de saber lo que me espera cada semana, no puedo evitar ponerme nervioso. Estas son las ventajas de trabajar en un barrio obrero: aparcas estupendamente cuando ellos ya se han ido al tajo.

Me da coraje ser tan servil, pero esto es lo que hay. Paquita, y otros como ella, siempre me amenazan con que tienen a la puerta de su casa otra farmacia, y no está la cosa para perder clientela, que a ver cómo pago yo el apartamento en la playa que se ha empeñado en comprar la jodía de mi señora. ¡Una oportunidad! Sí, sí, una oportunidad….puerta con puerta de mi suegra. Nunca hay dinero para nada, pero ésta sí que era una oportunidad. Mejor no seguir, que el día acaba de empezar.

El sol está empezando a pegar fuerte. Vaya cómo ha venido la primavera este año. Paquita se ha hecho a un lado de la reja, a donde todavía los rayos de sol no le alcanzan. No me está viendo llegar y se mira otra vez el reloj digital negro de los chinos que no estoy seguro de que entienda. Unas señoras vestidas de gitana me recuerdan que hoy sale la Hermandad del Rocío del barrio. Ni así perdona Paquita la tensión. No tiene interés por otra cosa que no sea su ruta habitual. Y en esa estoy yo, porque encima no quiere con nadie que no sea conmigo.

Su vestido con pintitas moradas de siempre, su arrugada bolsa del DÍA en la mano, donde guarda el monedero de croché, y su colgante al cuello con la foto de Fray Leopoldo. No falla. Ni siquiera sus zapatillas negras, con el dedo gordo del pie izquierdo asomando por el agujero. Aunque hoy trae otra bolsa grande. Con un cuadro, parece.

― Paquita…

― Hombre Agustinito, ya era hora de que llegaras. Se te han pegado las sábanas… ¿O es que… a tu mujer y a ti os gusta hacerlo por la mañana?

― Paquita, que son las nueve y cuarto, que todavía falta un cuarto de hora para que abramos.

― ¿Seguro? Será que el reloj se me adelanta otra vez. Voy a ir a ver al chino nada más que salga de que me tomes la tensión, para que me lo arregle otra vez. Me costó seis euros y nunca ha andado bien.

Me agacho a abrir los cerrojos de la persiana. La uña del pie de Paquita se le está clavando en la carne. Y con el colorcito que tiene, se le va a infectar.

― ¿No lo llevó a arreglar la semana pasada?

― Sí, pero el chino lo toquetea, empieza a decir unas cosas muy raras, y acaba diciéndome “ya está, ya está”, con su sonrisita. Y me lo ha dejado igual que estaba.

En ese momento, sale del portal de la casa Anita, la vecina del tercero, con el carro de la compra. El corazón se me acelera, al verla con su blusa blanca entreabierta, tras la que se adivinan esos pechos redondos de silicona que su marido le regaló al hacer cinco años de casados.

― Agustín ― es Ana quien me habla ―. A ver si cuando vuelva de la compra subes y me tomas la tensión. No sé si serán las cervicales ― sonríe.

Siento una gota de sudor, que me cae hasta el ombligo, cuando la veo alejarse hacia el supermercado. Abro la puerta de la farmacia y Paquita me sigue.

― Tenga usted cuidado, que esto está muy a oscuras.

Al momento, comienza a pitar la alarma.

― ¡Agustín, quita ese ruido, que me va a subir más la tensión!

Apago la alarma. Antes de encender las luces, me meto una caja de preservativos en el bolsillo. También voy a coger esa pastilla nueva que ha salido, la de la eyaculación precoz. No es que la necesite, pero la silicona…. Y por si acaso Eugenia me pide guerra esta noche cuando llegue a casa, me voy a llevar la Viagra más flojita.

Paquita se sienta a hacer tiempo para que le tome la tensión. Se le cae el cuadro al apoyarlo junto a la mesa y le cuesta trabajo volver a ponerlo en su sitio. Enciendo los ordenadores. Por la puerta entran Juani y Ernesto. Esto de que los empleados lleguen después que el jefe sólo se ve aquí. Juani está espléndida, como siempre. Pero eso que pienso no se puede volver a repetir, porque cualquier día me la lía, y tengo yo aquí a los sindicatos, y a mi cuñada con la papela del divorcio, que estas abogadas feministas no se cortan un pelo, y menos con la familia.

Me siento con Paquita, que se abre de piernas y se sube un poco la falda. Sus piernas blancas descubren unas varices pronunciadas que hacen juego con su vestido.

― Paquita, cierre las piernas, que se me va a resfriar….Y no me tiente, que uno es un hombre casado.

Juani le da una patada al cubo de la limpieza y desparrama parte del agua con jabón por el suelo de la farmacia. Seguro que me ha escuchado. Que se joda. Sin levantar la cabeza, retira el cubo y friega con energía aprovechando el agua derramada.

― Esta juventud no sabe lo que es limpiar ― me cuchichea Paquita ―. A ver si subes a mi casa y te enseño lo que es un buen fregao, Agustinito.

Paquita descubre sus escasos y renegridos dientes al reírse.

― Usted lo que tiene es que echarse un buen novio, que hay muchos que entran en la farmacia que están de muy buen ver.

― De ninguna manera ― a Paquita se le cambia la cara, y no es precisamente porque le esté apretando el aparato de la tensión.

― Cállese ahora, que le estoy tomando la tensión ― le contesto sin quitarme el fonendo de los oídos.

― Esos tíos son unos guarros. En el bar donde paro, en el del Paco, hay unos viejos que nada más que quieren tocarme las tetas cuando voy a desayunar.

Miro a la puerta y veo a Anita que llega a la puerta de la casa. Del carro de la compra saca unas zanahorias y me las enseña. Se le cae el MARCA, que habrá comprado para el marido. Sudo. Siento que el pantalón me aprieta. ¿Por qué no me pondría la bata desde el principio?

― Agustinito, ¿qué te ha pasado en el pito?

― Coño, Paquita, desde que se ha operado de cataratas además le ha dado por la poesía.

― ¿Y no hay nada de eso para mi?

― Paquita, que tiene que buscarse a alguien de su edad. Y así hacemos negocio usted y yo. La primera Viagra corre de mi cuenta.

Sin contestarme, abre la bolsa en la que guardaba el cuadro o lo que sea. Es su foto de novia. No parece ella.

― ¿Es usted, Paquita? Está muy guapa ahí.

― ¿Verdad que sí? Con lo feliz que yo iba, y como salió todo después, con el cerdo de mi marido.

― ¿Por qué dice eso?

― Porque después me enteré que era un guarro y un putero.

― ….

― El cura me lo contó. ¡Y no me lo dijo antes! Si lo llego a saber…

―…..

― Después de la noche de bodas, nunca más volví acostarme con él. Y así siguió hasta que se murió de una cosa mala. ¡Merecido se lo tenía!

Y yo que siempre había pensado que no tenía hijos por otra cosa. Y mira que estaba de buen ver, con esas pechuguitas…

Paquita se levanta. Se recompone el vestido y se abrocha un botón del pecho, que no había reparado en que estaba abierto.

― Hasta el miércoles. Y no llegues tarde, Agustinito.

Entro en la farmacia. Juani está subida a la escalera, limpiando el polvo a los botes de porcelana de la colección que me regalaron los de Bayer. Está en la misma postura en la que comenzó aquello. ¿Por qué tendré las manos tan largas?

Juani me mira de soslayo cuando entro en el cuarto de baño a retocarme un poco. Un poquito de colonia no me vendrá mal. Un buchito de colutorio, para tener la boca más fresquita. Y un retoque en el peinado, que hoy hace viento.

― Voy a ingresar al banco ― me excusé mientras hacía el paripé de ir hacia la caja fuerte.

Uno de los albarelos cae justo detrás de mí.

― Disculpe, don Agustín, ha sido sin querer.

Su mirada no era precisamente de disculpa. ¿Oleré mucho a colonia?

― Es que me acordé que usted fue al banco a ingresar ayer mismo. Y no habrá mucho dinero en la caja.

― No importa, tengo que ir al banco de todas formas. Era por aprovechar el paseo.

―…..

― Y no te preocupes por el albarelo. Al menos no era el de cerámica de Talavera.

Imposible no recordar aquellas guardias de noche con Juani. Hasta que el primer “te quiero” salió de su boca y se cortó todo.

Me doy la vuelta y me voy. Paquita todavía está en la puerta, justo en el portal, hablando con una vecina. No puedo llamar al timbre de Anita. Sigo en dirección del banco. Cruzo la calle. Me doy cuenta en ese momento que me he olvidado el móvil en la farmacia. Con tantos paquetes en los bolsillos…

No importa, para qué lo voy a necesitar. Aunque no me vendría mal para decirle a Anita que voy. Porque Paquita no se va de la puerta.

Me voy a tomar un café al bar de Paco, pero me doy la vuelta. Nunca me ha gustado besar a alguien con aliento a café.

Veo a Anita a través de la ventana. Le hago señas. Está en camisón. ¿O será que la veo como yo la quiero ver? De lo que estoy seguro es de que no está vestida como antes. Porque lo que lleva es celeste.

Sudo, pero no noto nada abajo. ¿Será que voy a pegar el gatillazo? ¿Y si me tomo la pastillita? Voy a pedirle un vaso de agua a Paco. O mejor, una Coca- Cola, para hacerle gasto. Que luego no diga. No quiero seguir dándole excusas para que vaya a la otra farmacia.

Parto el blister en el bolsillo y saco la pastilla. Antes de tomármela miro, no vaya a ser que coja la otra. Es la azul. No hay duda.

Paquita se va por fin. Me voy a un lado para cruzar, porque veo a Juani en uno de los escaparates. Llamo por el telefonillo. Los segundos que tarda en abrirme la puerta me parecen eternos. Entro despacio. El olor a garbanzos del portal me pone más nervioso. Llamo al ascensor. Entro justo cuando oigo bajar por el ascensor a alguien.

La puerta de Anita está entreabierta. Paso adentro. Ya noto los efectos de la pastillita azul. Me parece que voy a necesitar la otra. Maldita silicona.

La silicona ha podido conmigo. La próxima vez voy a tener que tomar ración doble. Bajo a toda prisa. Al salir, me encuentro a Paquita de nuevo en la puerta. La saludo entrando a toda prisa a la farmacia.

Veo a mi cuñada vestida de gitana en el mostrador de la farmacia. Lleva unos papeles en la mano y los palillos en la otra.

― Agustinito, que se te sale el pajarito ― oigo detrás de mí.

Me miro los pantalones. Un sonido a porcelana rota se escucha dentro de la farmacia.