viernes, 17 de diciembre de 2010

LA HERENCIA DE LOS DE PABLO- FERRER


Un dolor intenso en los nudillos sintió el doctor Javier de Pablo- Ferrer al llamar a la puerta del salón en el que le esperaba su madre. La madera parecía guardar todo el frío del invierno, al igual que el pomo, que se mojó por el sudor de sus manos cuando doña Catalina, viuda de Pablo- Ferrer, accedió a que su hijo mayor, y único varón, pasase a verla.

Doña Catalina no se movió de su sillón junto a la ventana, ni advirtió cómo su hijo se le acercaba secándose las manos en el pantalón. Tan solo puso la mejilla para recibir su saludo.

Javier se sentó frente a su madre, Tras la ventana, podía ver a Braulio el jardinero y su hijo, recogiendo naranjas de los árboles del jardín. Incluso percibía el vaho que desprendía su boca al dirigirse al muchacho. A pesar del frío de enero, al hijo de doña Catalina le seguían sudando las manos.

― Y bien, Javier, vamos al grano, ¿lo has pensado mejor?

A pesar de que estaba seguro de lo que iba a contestar, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta

― Sí, mamá. Quiero casarme con Remedios.

Se hizo el silencio durante unos segundos, que al primogénito de los de Pablo- Ferrer, le parecieron inacabables.

― Muy bien. No tenemos nada más que hablar. No permitiré que una cualquiera herede lo que tu padre con tanto esfuerzo consiguió.

Doña Catalina dejó de hablar por un momento, antes de proseguir:

― Has querido ser pediatra, en lugar de tener una especialidad de más prestigio como la de tu padre, corazón y pulmón. Y de medicucho por esos barrios de extramuros, pasan esas cosas, que te encuentras a una cualquiera y te pesca.

― Mamá, Remedios no es…

― ¡Esa mujer no es de tu clase! ― le interrumpió ―. Esa mujer no tiene modales, no tiene lo que hay que tener para entrar en esta casa…. Nada más que por la puerta de atrás.

―….

― ¡Abelardo, traiga el abrigo del señorito, que se marcha ya!

Doña Catalina salió por la puerta del salón nada más entrar Abelardo con el abrigo y el sombrero de su hijo.

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Javier de Pablos ya había pedido un café cuando advirtió la entrada de su mejor amigo, el doctor Jacinto Rodríguez.

― Perdóname el retraso, Javier. Me he retrasado con un paciente y…ya sabes cómo son las cosas ― se disculpó mientras dejaba su abrigo en una silla vacía ―. Pero dime, ¿cómo te ha ido? Tienes mala cara muchacho.

― Deheredado, Jacinto ― respondió mientras se secaba las manos con una servilleta ―. Pero decidido a casarme con Remedios.

Jacinto pidió otro café. En el periódico que tenía Javier sobre la mesa, se daba la noticia de la llegada de Franco a Sevilla, para inaugurar las obras de la Corta de La Cartuja, que debían terminar con las riadas del Guadalquivir.

― ¿Y qué piensas hacer? Te lo digo porque no pasa nada con empezar desde cero. Fíjate yo, tú sabes de la familia que vengo, y aquí estoy, de médico aunque sea con becas. Pero tú, ¿te acostumbrarás a no tener cuatro criadas, Javierín?

― Eso no me importa ― respondió Javier sonándose la nariz con un pañuelo manchado con gotas de sangre.

― Javier, ¿qué es esa sangre? Tienes mala cara, estás sudando otra vez, como la semana pasada. Y estás más delgado. ¿Por qué no te haces unos análisis?

― Jacinto, quiero que tú y Esperanza seáis nuestros padrinos de boda. Ya está todo arreglado. Nos casará don Rosendo en San Bartolomé. Dentro de dos domingos, a las siete de la mañana.

― Pero Javier, ¿a qué viene tanta prisa? ¿Está….?

― No digas tonterías, coño. Te pareces a mi madre.

Javier pidió otro café y encendió un cigarro. Se puso a mirar el vidrio gigante de Brandy 103, que adornaba una de las paredes del bar, a través de cuyo reflejo habían ligado más de una vez. Hoy le parecía más viejo y descascarillado.

― Quiero casarme y ya está. ¿Mi madre no me ha desheredado ya? Pues ya está, acabemos de una vez. Hemos visto una casita por el Tiro de Línea, y allí nos pensamos ir a vivir.

― ¿Y tú vas a ser capaz de vivir en el Tiro de Línea? Tú, que siempre has vivido en La Palmera. Javier, ¿estás seguro de lo que estás diciendo?

Javier sacó una aspirina del bolsillo de su chaqueta y se la tomó con el café.

― Muchacho, ¿estás bien? Tienes que hacerte los análisis. Parece que no fueras médico.

El mayor de los de Pablo- Ferrer miró a los ojos de su amigo. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó.

― Ya me he hecho los análisis. Tengo lo mismo que mi padre ― miró hacia ninguna parte y continuó ―. Mi madre dice que me ha desheredado, pero esta herencia no me la ha podido quitar.

― Pero…

― Ni pero ni nada, Jacinto. ¿Querréis ser nuestros padrinos?

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