viernes, 29 de octubre de 2010

UN CRIMEN PERFECTO


Juana emigró a Alemania nada más casarse con Ernesto. El plan Marshall nunca llegó a España, pero sí que lo hizo a muchos españoles, que se desplazaron a los países destruidos por la guerra a buscarse la vida. Los hijos fueron llegando y los ahorros que iban juntando se guardaban para el regreso a la tierra que les vio nacer, pero que nunca fue generosa con ellos.

Desde chica, Juana no había aprendido a otra cosa que a decir que sí. A decir que sí a una madre de carácter fuerte; a decir que sí, aunque fuese en otro idioma, a la señora de la casa en la que trabajaba; a decir que sí a un marido que la eligió por esposa, y que le pedía abrirse de piernas cuando regresaba de la fábrica.

Un buen día regresó a su tierra. Habían comprado un pisito en un barrio modesto que ni existía cuando se marcharon. Ya regresó sola con Ernesto, porque los hijos ya no eran españoles, y el frío al que ella nunca se acostumbró, formaba parte de la vida de los hijos que criaron. Ya ni sus nietos eran capaces de chapurrear palabra del idioma de sus abuelos.

Al poco de regresar a España, la salud de Juana comenzó a empeorar. Ernesto seguía sin ayudarle en la casa ni con las compras, a pesar de que jamás se separaba de ella. Le esperaba siempre a las puertas de un supermercado, de capital alemán, por supuesto, del que ella salía cargada de bolsas. No sé sabe qué fue primero, si la ansiedad que hacía que la tensión se le disparase, o al revés. El caso es que la tensión estaba alta y los nervios a flor de piel. Cada vez que iba a la farmacia, su farmacéutica, tan atenta y tan agradable con ella, apenas sacaba de ella una sonrisa, que ni siquiera podía dejar de traslucir su tristeza. A la puerta, Ernesto la esperaba con las bolsas que ella debía llevar hasta su casa.

Un día su farmacéutica hizo un curso de esos que te enseñan atención farmacéutica por ordenador, y pensó que Juana podría ser su primer paciente. Ya estaba tratada con un antihipertensivo suave, y con un hipolipemiante que decía sentarle muy mal y ponerla muy nerviosa.

Juana no supo decir que no a su farmacéutica. Total, había dicho que sí siempre a todos, y esta no iba a ser una excepción. Además, le recordaba a su hija, que también había estudiado Farmacia en Alemania y trabajaba allí.

Unos días después de aquella amable y extensa entrevista, su farmacéutica le propuso enviarle un informe a su médica. Había encontrado que el tratamiento de la tensión había que cambiarlo, y que el del colesterol podía estar agravándole la ansiedad. Volvió a ponerse muy nerviosa, porque sabía cómo se las gastaba su médica, siempre muy antipática con ella, sobre todo desde que le había hablado de su hija la farmacéutica. Una vez más, dijo que sí.

A la mañana siguiente, su farmacéutica esperaba con tanta ansiedad como Juana, la respuesta de la médica a su primer informe. Pero ese día no apareció por allí. El auxiliar de la farmacia le decía que había pasado lo que imaginaba, porque las farmacias estaban para vender medicamentos y no para hacer de médicos. Mientras tanto, el otro compañero farmacéutico sellaba recetas, y aunque no decía nada, se alegraba del fracaso de su compañera. Su lema siempre había sido no hacer ningún trabajo que no le pagasen, ni para el que no le hubiesen preparado.

Dos días después, la farmacéutica no pudo esperar más y llamó a Juana. Le dijo que médica se había enfadado con ella, y también Ernesto. La médica era ella y ninguna farmacéutica podía decirle lo que tenía que prescribir.

Pasó el tiempo, un par de meses quizás. Ernesto pasó solo, cargado con un par de bolsas del supermercado alemán. La farmacéutica al verlo, salió afuera y lo paró. Juana había muerto hacía quince días. Un ictus. Se la encontró muerta en la cocina al regresar del bar con los amigos. Ahora regresaría a Alemania con su hija. La farmacéutica volvió a la farmacia, para terminar de decorarla para la campaña de Navidad. La médica seguía por allí.

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