jueves, 3 de junio de 2010

CARIÑOSO




Su frontera siempre fue la Gran Plaza. No pasaba más allá del Opencor que habían puesto en el antiguo bar de La Ponderosa, donde paraba su amigo Carlos, el vendedor de cupones. Todas las tardes, desde muy temprano, se le podía encontrar allí, en invierno o en verano. Incluso si Carlos estaba enfermo y no podía vender ese día, Currito le guardaba el espacio, como si se lo fueran a quitar.

Al mediodía se echaba su refresquito y su cigarro en el bar de al lado, esperando a que llegase Carlos. Hacía tiempo que no bebía, desde que le habían cambiado las pastillas de los nervios en Salud Mental. No le pesó abandonar la bebida, y eso que le dio más de un disgusto de jovencito, acabando en comisaría más de una vez por peleas con los hippies de los Pajaritos. Pero las pastillas y la edad, le habían cambiado por completo. O lo que se puede cambiar.

Su antiguo pelo largo rubio se había acortado al máximo, y le estaban apareciendo las canas ahora que se acercaba a la cincuentena. Las gruesas gafas que llevaba tampoco lo rejuvenecían precisamente. Había engordado unos kilos, a pesar de que su aspecto seguía siendo recio, fuerte. Sobre todo por ese cuello ancho y no demasiado largo, y sus anchas espaldas, que junto a su escasa inteligencia, le conferían una imagen de gorila que había conseguido transformar en otra más amable y bonachona.

A pesar de que hacía ya más de diez años que su madre murió ― su padre falleció bastante antes en un ajuste de cuentas entre borrachos ― se le veía limpio y cuidado. La ropa siempre la llevaba inmaculada, recién planchada, y eso que ninguna de sus dos hermanas lo visitaban más de una vez al mes. Currito se sentía orgulloso, y cuando alguien se lo hacía notar, contestaba «voy hecho un pincel», o si era por primavera, con aquello de «voy de Domingo de Ramos».

En el barrio daba por hecho que en todos sitios le fiaban, pero también es cierto que nunca dejó una cuenta por pagar, con una memoria para eso que desdecía su falta de seso y preparación para las cuentas y los estudios.

Cada vez que se cruzaba con alguien, lo saludaba diciéndole «cariñoso» o «cariñosa», y arrancaba una sonrisa hasta a las personas más solas del barrio. Le hacía los recados a mucha gente, y cuando el calor sevillano comenzaba a hacer de las suyas, se bajaba a la puerta de la casa, y apoyaba el pie en el muro del edificio de enfrente, en espera de que alguien pasase para darle conversación. Quien tuviese que pasar por allí, era más que probable que tardase quince minutos más en hacer lo que tenía pensado.

A todos les contaba cosas de tiempos pasados, y a los que eran de su edad, les hacía partícipes de aventuras pasadas juntos que nunca sucedieron. Echaba mucho de menos la bolera que estaba donde ahora hay una tienda de los chinos, en la que jugaba sus partidas de futbolín y probablemente comenzó a tomar sus primeras copas de niño.

A pesar de su pasado de alcohol y de peleas, nunca le oyó nadie decir grosería alguna a ninguna mujer. Ni siquiera en los bares de hombres que frecuentaba ― esos de serrín en el suelo para los escupitajos y carajillo mañanero ― hubo quien le lograse hacerlo cómplice de las conversaciones habituales de los paisanos.

Sólo una vez volvió a utilizar la violencia que tan mala fama le dio de joven, pero fue para agarrar a un chorizo que le había quitado género a su amigo Juanito, el del puesto de frutas del mercado. Y nada más que fue para tirarlo al suelo e inmovilizarlo mientras venía el guarda jurado. Ese día no paró de enseñarle el bíceps a la gente del barrio que lo felicitaba por su captura.

Los maridos de sus dos hermanas nunca lo quisieron demasiado. Ya habían desistido de ingresarlo en un centro psiquiátrico, por lo que habían perdido la esperanza de poder vender la casa y repartirse las ganancias. El que más insistió fue el de la Mari, la hermana pequeña, que se dejó embarazar por este tipo en el bar de alterne en el que trabajaba. A pesar de esto, tampoco jamás habló mal de sus cuñados ni de sus hermanas. Es más, cuando alguna vez lo llevaban a comprar en un hipermercado, no paraba de contarlo por el barrio, celebrando lo que había disfrutado del paseo y de las cosas que le había comprado a su hermana y sus sobrinos.

Según comentaba la rubita de la farmacia, nunca dejaba de tomar sus pastillas, y siempre presumía de lo caras que eran, como el que conduce un Mercedes. Eso había sido lo que le había hecho controlarse, porque siempre quiso tener un Mercedes como el de los toreros.

Esta mañana ha llegado la policía a la puerta de su casa. Su vecina la ha avisado, porque la tele llevaba cuatro días a toda pastilla, de día y de noche. Han roto la puerta de la casa y se han encontrado a Currito tendido boca abajo en el salón. Olía muy mal en el piso, a pesar de que todo estaba muy cuidado y no había signos de desorden.

« Dicen que debe haber sido un infarto», ha dicho otra vecina. Currito salió de su casa enfundado en una bolsa plateada, con la Mari acompañando a la policía.

Por la tarde, Juanito el frutero estaba en la cola de la lotería primitiva. Mari y su marido salieron de la casa con una caja de cartón llena de cosas.

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