jueves, 23 de diciembre de 2010

UNOS OJOS AZULES PRECIOSOS


No sé cómo apareció por el bar un día a desayunar, ni por qué lo recuerdo tan bien. Detrás de la barra uno se fija en muchas cosas, y no se fija en nada. Ya se sabe, un buen camarero tiene que saber cómo le gusta el café a su clientela, si la media tostada es de arriba o de abajo, con tomate o mantequilla…esas cosas, vaya. Y si me apura, fijarte, lo que se dice fijarte, en alguna maciza, por decirlo en confianza, de las que entran de vez en cuando. Como la de la papelería de aquí atrás, ¿no la ha visto nunca por aquí? Un cacharrazo de tía, lo que yo le diga.

Por eso no sabría decirle por qué me fijaría en Carmen. Porque aunque guapa y con unos ojos azules preciosos, estaba claro que ya no volvería a cumplir los setenta. Mi madre que en gloria esté, también tenía los ojos así según decía mi padre, aunque todos en mi casa hemos salido en eso a la rama de mi padre.

El caso es que fue un día de lluvia, un otoño de hace tres o cuatro años, cuando la conocí, intentando empujar la puerta del bar con su andador. Aquel día había dejado una hoja cerrada para que el viento no metiera la lluvia dentro. Con esto de que ya está prohibido echar serrín en el suelo, temía que algún cliente se me resbalase, y también que se guarrease el bar más de la cuenta, todo hay que decirlo.

Según me dijo, era el primer día que había salido de su casa después de una operación de cadera. No, no se la había roto. Le habían puesto una prótesis para que dejase de tener tantos dolores, por la cojera que tenía. No es que tuviera mucha, pero por lo que decía, tenía un pinzamiento a la altura del hueso cuqui que no la dejaba vivir. Al parecer todo viene de una polio que cogió cuando la guerra. A pesar de cómo estaba, no dejaba de dar gracias a Dios, porque su hermana Casiana, que en paz descanse, sí que lo pasó mal. Esa sí que era coja según me contó otro día, cuando empezamos a tener confianza. “La pobrecita menos mal que se la llevó Dios; allí por lo menos seguro que no tiene dolores”, me confesó.

A lo que iba. Carmen entró aquella vez y se sentó en esa mesa de detrás de usted, la chiquitita de al lado del barril. Me pidió una leche manchada y media de abajo con mantequilla. Verá usted, no es que me acuerde, es que después siempre me pidió lo mismo. Decía que el médico le había recomendado descafeinado, pero que con ese dedito de café que le echaba no le iba a pasar nada. Y total, que para lo que le quedaba, daba igual que Dios la recogiera un día antes que después, que cada uno teníamos nuestro día para irnos.

Y no es que tuviera una cosa mala o algo por el estilo, no. Si acaso, lo que tenía eran dolores, como ya le he dicho. De vez en cuando soltaba unos suspiros, que había gente que se daba la vuelta para ver lo que había pasado. En especial Ramón, el mecánico del taller de aquí a la vuelta no sé si usted ha oído mentarlo. Suspiros de España la llamaba.

Carmen siempre venía a la hora de los últimos desayunos, cuando yo empezaba a recoger las mesas y dejarlas preparadas para la hora de la cerveza. Por eso más de una vez me sentaba con ella para charlar. Las primeras veces se ponía colorada, porque sabía que mi señora es la cocinera, y que no quería que se fuera a molestar con ella. Pero cuando fuimos cogiendo confianza, yo no podía dejar de sentarme y sacarle conversación, y Carmen también dejó de pensar que mi señora estaba allí dentro.

Un día me dijo que la primera vez que entró fue porque le recordaba al bar que tuvo su padre en un pueblo de la Sierra Norte de Sevilla. Nunca me contó en qué pueblo era, porque la verdad es que estaba como arrepentida de habérmelo dicho. El caso es que más adelante me confesó por qué era. Eso sí que me acuerdo que fue en noviembre, por los difuntos, porque se acordó por esto que le voy a contar. Cuando estalló la guerra, su padre tuvo que irse, y ya no lo vio más. En su bar paraban muchos obreros, y le acusaron de comunista. Él no era de nada, me decía, un trabajador. Pero el caso es que se echó al monte y nunca supo más de él. Por lo menos, su madre no les dijo nada.

Lo que no sé es por qué le recordaría este bar al de su padre. Porque por aquí paran pocos obreros. Por lo menos a desayunar, que es cuando ella venía. Porque después viene alguno por los platos combinados que prepara mi señora. Aunque ahora que la construcción está parada, ya ni esos vienen. Es más, aquí viene gente de tilín. Por ponerle un ejemplo, la señora de un constructor que está entacao en billetes y que vive en un chalet de por aquí cerca, o el boticario de la avenida. O el párroco de San Estanislao mismamente. Gente conocida del barrio.

Lo que le contaba de Carmen, que me pierdo. Al año de desaparecer el padre, hizo la Primera Comunión y de allí se fue a trabajar en el campo con su hermana, recogiendo algodón, corcho, ayudando con la aceituna o lo que se terciara.

Siendo todavía mocita, se vino para Sevilla a servir a casa de una señora. Allí le enseñaron a coser, y las cuatro reglas. Y años después conoció en la casa a su marido, que era el que repartía la leche en un motocarro por el barrio.

Cuando me contaba esto ya había dejado el andador. Aunque no del todo, porque el carrito de la compra era el que le hacía las veces. Decía que no se sentía segura, aunque lo negaba, más que nada por lo coqueta que era.

Bueno, yo digo era, y a ciencia cierta no le sabría decir qué es lo que ha pasado. Porque hace unos días que no viene por aquí, y me tiene preocupado. Que yo sepa, yo no le he hecho nada.

Su vecina dice que siente movimiento en su casa, pero que también lleva un tiempo sin verla. Eso sí, las macetas están regadas. Y en la plaza, lo mismo, ni el de la fruta, ni el de los pollos saben nada de ella. La verdad es que no sé a dónde acudir. ¿Usted qué me aconseja?

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