martes, 9 de marzo de 2010

LA HERENCIA


― Ya casi estamos, don Eulogio.

El carril de entrada a Las Covanillas está peor que la última vez que vine por aquí. Es cierto de esto hace ya muchos años, y que las lluvias de este invierno han sido fuertes. Pero si mi primo Gerardo estuviera mejor de salud, no habría consentido tanto descuido. Hemos tenido que salirnos varias veces de la senda, para evitar los socavones. Y la maleza se enmaraña entre los alambres de las lindes. Casi no se ve el ganado pastando.

El chófer baja del coche para abrir la verja de entrada al cortijo. Un galgo sucio y desgarbado, detiene su camino para observar nuestra llegada. Un niño de no más de tres años, nos mira desde el otro lado de la puerta. Sale corriendo al llamarle su madre, la mujer del guarda, que abre habichuelas a la puerta de la casa. El mastín que está amarrado en su caseta, se despereza para recibirnos con ladridos.

Atravesamos con el coche el patio del cortijo y todo cambia. La casa luce recién encalada para la Cuaresma. El color ocre de los zócalos está sin un descascarillado. Los geranios que decoran el pozo crecen fuertes.

Miro hacia la entrada. El sol cae ya tras el olivar. Las ramas más altas brillan por los últimos rayos del atardecer. Colores blancos y dorados, de la casa, del albero y del campo, parecen llevarme al paraíso. El niño vuelve a sus juegos y ningún sonido, salvo el del viento sobre las ramas de los árboles, se hace ya notar.

A un lado del banco de la entrada, se amontonan algunos ejemplares del “Arriba”, que también sirven para que una de las criadas saque brillo a los cristales.

Sale a recibirme Casilda, la mujer de mi primo:

― Pasa Eulogio. Gerardo está sentado junto a la chimenea.

La tos de Gerardo se escucha desde la entrada. Casilda fue a dejar mi sombrero en la percha y me sigue hasta donde está su marido. Me acerco a saludarlo, pero un ataque de tos, y su mano indicándome que me sentase, impiden que lo haga. Me siento frente a él, al otro lado de la chimenea. En medio, de pie, Casilda espera.

― Trae algo de comer y de beber para el primo.

Casilda se da la vuelta, sin preguntarme siquiera lo que me apetece.

― Y dejadnos solos.

Gerardo no se anda con preámbulos. Ni siquiera me pregunta por Pastora o por las niñas. ¿Sabría que tenía dos niñas?

― Eulogio, me estoy muriendo.

― No digas eso, primo, no tiene que...

― Déjate de tonterías, Eulogio, que no tengo mucho tiempo.

Tal y como se dice en el pueblo, es verdad que se está muriendo. Lo encuentro realmente envejecido. Habría perdido por lo menos quince kilos desde la última vez que lo ví, cuando murió madre hace cinco años. Nunca nos llevamos mal, pero tampoco tuvimos la oportunidad de llevarnos bien. El primo rico nunca tuvo tiempo de ver al primo pobre. Aunque siempre nos compraban cosas en nuestra tienda de tejidos, nunca eran ellos quienes venían. Pagaban, eso sí, religiosamente, y nunca aceptaron que les hiciésemos un descuento.

― Don Higinio me ha dicho que mis bronquios no van a servirme mucho tiempo más. Quiero arreglar mis cosas cuanto antes. Por eso te he mandado llamar.

La tos y la entrada de Casilda interrumpen la conversación. Una botella de vino tinto a medio llenar y el tapón casi colgando, dos vasos y un plato de jamón con unas rebanadas de pan, es lo que Casilda trae en la bandeja.

Sirvo dos copas de tinto. Tomo un poco por no desairar a mi primo. No me apetece. Gerardo esperó a que su mujer saliese de la habitación.

― Me muero sin que Casilda me haya dado descendencia.

Recuerdo entonces lo que siempre se ha dicho en el pueblo. Que el padre de Juanillo, el hijo de la mayor de Los Chamelos, era mi primo Gerardo. Ni me inmuto, no fuera a leer mis pensamientos.

― Por eso quiero hablar contigo.

Ahora sí que le pego un buen sorbo al vaso de tinto.

― Quiero adoptar a tu hija mayor. Quiero que sea mi heredera.

Ahora soy yo quien toso.

― Pero....

― Ni peros ni nada, Eulogio. No quiero que ningún hijo de puta se haga dueño de Las Covanillas.

― No entiendo nada, primo.

Gerardo mira hacia la entrada y me pide que le sirva otra copa de vino.

― Basilia, la de Los Chamelos, la que trabajó aquí. Esa hija de rojos de mala madre. ¿Te acuerdas de ella?

No podía decir que no. En Cavaluengas nos conocemos todos.

― Va diciendo por ahí que soy el padre de su hijo.

Se hace el silencio. No me atrevo a preguntarle, me siento incapaz ni de mirar a otro lado que no fuese a su cara, que había perdido su anterior color macilento, para enrojecerse de ira. Gerardo trata de coger aire.

― Y lo peor de todo, es que puedo serlo.

Y seguro que lo es. Todo el mundo en el pueblo lo sabe. Juanillo tenía las mismas orejas picudas de todos los Riestra.

― No quiero que se llene de rojos esta casa, ¿me entiendes?

Gerardo vuelve a toser. Más fuerte que antes. Casilda vino con un vaso de agua, mientras yo miro a mi alrededor. Las cabezas de ciervo de las paredes, el aparador de caoba con la vajilla decorada que tanto le gustaba a Pastora.

Gerardo se calma. Casilda sale de nuevo de la sala.

― Tenemos que hacer los trámites ya. Y tiene que venirse a vivir aquí. Cuanto antes.

― ¿Y al muchacho ese, no le quedará nada?

A Gerardo le brillan los ojos de pura rabia.

― Olvídate del hijo de la Basilia. Ese hijo de puta no es mío. ¡Métetelo en la cabeza!

Grita, sin importarle quien se enterase. Luego, pierde su mirada en la pared. Se serena

― Nunca debí haberla.... ― había bajado la voz, pero aún así, vuelve a toser.

Ya no quiere seguir la conversación por donde iba.

― Vete ya y tráeme a tu hija mayor cuanto antes. ¿Cómo dices que se llama?

― Elvira, como abuela.

Casilda sale a mi encuentro para darme el sombrero. Se despide de mí. Se ha hecho de noche. Antes de subir al coche, miro la casa. Pienso si el zócalo quedaría también bonito en rojo bermellón. Mañana será un buen momento para decirle a Elvira que no me gusta que le siga hablando a Antonio, el niño de la panadería.

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