Pepe Ramírez siempre apuntó muy alto en el colegio. No tanto en el terreno académico, que no pasaba de ser un alumno de esos que llamaban aplicado, como por su interés en codearse con los apellidos más ilustres de nuestra clase.
Su padre, un modesto vendedor de telas al por mayor en un gran almacén de la popular calle de Puente y Pellón, siempre quiso para su único hijo el mejor de los colegios, porque pensaba que esa era la vía más rápida para poder tener un porvenir mejor que el suyo. Y no tanto porque creyese en la educación como vía de ascenso social, sino por su afianzada convicción, según me confesó Pepe años más tarde, en que tener buenos contactos en las altas esferas sociales de Sevilla, era un seguro de vida personal y profesional.
Don José Ramírez padre nunca dudó en pagar lo que fuese, y en hacer todo tipo de sacrificios, por mantener a Pepito en los Cruzados de San Jorge. Quizás por eso nunca salieron de su modesto piso de las Siete Revueltas, un destartalado y frío apartamento alquilado en el que convivían Pepe, don José y su señora doña Encarnación, y la abuela materna doña Encarnita, junto a un canario canijo verde- amarillento llamado Cuqui, y que piaba, a decir de Pepe, cuando se le llamaba por su nombre.
Yo fui el único que alguna vez visitó su casa, sin duda porque sabía que ni mi casa ni mi familia éramos gran cosa, a pesar de nuestro apellido Alarcón. Es más, cuando teníamos que hacer trabajos por grupos, Pepe siempre ponía una excusa para que no fuese su casa la elegida. Además, porque habría que dejar a doña Encarnita encerrada en su cuarto, para que pudiésemos ocupar la mesa camilla de la salita de estar.
Recuerdo siempre nuestro interés por ir a casa de Yago Páez de la Lastra. Al principio era por la suculenta merienda que nos preparaba la señora del afamado doctor Páez, doña Pilar, por más señas Pero en cuanto nos hicimos más mayores fue Pilarín, la hermana de Yago, el motivo de nuestro interés.
Pilarín y sus pechos creciditos, que se adivinaban bajo el uniforme gris perla de las Hermanas Combonianas, fueron, he de reconocerlo, el motivo de mis primeras masturbaciones. No sé si fue igual para Ramírez, cuyo interés iba más allá de eso, ya que estuvo a punto de hablar con doña Pilar para solicitarle una relación formal con Pilarín, cuando la niña apenas tenía catorce años, por los quince de nosotros, y ya apuntaba al putón verbenero en que se convirtió no muchos años después. Menos mal que intervino don José, el padre de Pepe, para evitar lo que hubiera sido un espantoso ridículo. Y no por la madurez y amplitud de miras que se le supone a todo adulto, sino, y de eso también me enteré años más tarde, en la misa que se ofició por su alma en la Hermandad de Montesión, por una conversación en esa misma línea que mantuvieron doña Pilar y don José en la tienda de tejidos, aprovechando la compra de una tela para la fiesta de puesta de largo de Pilarín. La única, junto a su Primera Comunión, que pudo hacer de blanco en su vida.
Pilarín se casó de penalty con un Casasola de los de la Plaza de San Pedro, cuando no había cumplido los veinte años. Su hermano Yago acababa de salir de una granja de desintoxicación. De los primeros porros que comenzó a fumarse en aquel tiempo, pasó a cosas más fuertes cuando sus padres lo enviaron interno a un colegio de Extremadura. Una vez que vino, creo que para las vacaciones de Semana Santa, se llevó unas cuantas piezas de la cubertería de plata de su madre para comprar droga. Fue todo un escándalo. ¡Ay, aquellos primeros años de democracia!
Como iba diciendo, a doña Pilar no le pareció oportuno invitarnos más a su casa para hacer los deberes cerca de su hija. Al parecer, también dejó de frecuentar la tienda de tejidos en la que trabajaba don José. Fue entonces cuando los Ramírez cambiaron de estrategia, e inscribieron a su hijo en la Hermandad de Nuestro Padre Jesús de la Pasión, reconocida en la ciudad por albergar a familias de Sevilla de toda la vida. Ellos eran de Montesión de toda la vida, porque los padres del señor Ramírez provenían de un corral de vecinos de la calle Feria. Sin embargo, a don José le parecía una hermandad demasiado popular, y quería que su hijo ingresase en otra más señorial. Lo cual no fue difícil, porque sabido es que, incluso en las de más alto postín, cualquier persona era bienvenida. Otra cosa sería entrar en la Junta de Gobierno, pero en eso no se podía pensar ahora, porque Pepe acababa de cumplir en aquel entonces quince añitos.
De esta forma, Pepe comenzó a frecuentar el Grupo Joven de la hermandad, en el que poco a poco fue integrándose. Recuerdo cómo introdujo en sus conversaciones conmigo la prolija terminología cofradiera: candelería, canasto, bambalinas, respiraderos, priostía, mayordomía, consiliario…También fue aficionándose al pescaíto frito y la cerveza, lo que, en aquella época, no estaba ni mucho menos mal visto. A don José tampoco le pareció mal, y más cuando escuchando a su hijo recitar de carrerilla la composición de la Junta de Gobierno, resonaban esos apellidos tan largos y reconocidos por cualquiera que tenga sus raíces en esta tierra. Esto hizo que Pepe empezase a coger unos kilos de más, adquiriendo su contorno esa redondez tan característica de ciertos capillitas, a la que se llegaba más que por sus devociones espirituales, por otras más apegadas a la tierra.
Por aquel entonces, dejamos de estar juntos en el colegio. Pepe repitió curso y le aconsejaron los Cruzados cambiar de aires. Ramírez y sin pedigrí, por mucho que don José tratara de que fuese lo contrario, no eran argumentos suficientes como para mantener en un colegio de su prestigio al hijo de un vendedor de telas.
Contra lo que yo pensaba, a don José no le causó un gran pesar aquello, ya que se había ilusionado mucho con las expectativas que su Pepito tenía en Pasión. El ahorro mensual que le supuso que su hijo pasase a una Academia, y luego a estudiar para perito mercantil, lo invirtió en alquilar todo el año un modesto chalet en Valencina, para poder pasar allí los largos veranos de la ciudad y los fines de semana que se terciasen.
El chalet de Valencina fue de gran provecho para todos, porque pasaban allí la época de vacaciones de verano del colegio, e incluso se atrevieron a celebrar alguna que otra Navidad, aprovechando la chimenea que había en el salón, dicho sea de paso, bastante más amplio e iluminado que el de las Siete Revueltas.
Pepe también le dio mucha utilidad en invierno, para hacer alguna que otra fiesta cofrade, que era muy celebrada por los capillitas. Con esa excusa también comenzó a llevarse a Merceditas, la hija del prioste, con la que disfrutó sus primeros escarceos en el amor, en el tálamo de don José y doña Encarnación. Y los últimos, porque no pasó mucho tiempo para que, dando justo honor al nombre de la Hermandad a la que tanto amor profesaban, Pepe le hiciera un barrigón a Merceditas. A pesar del intenso debate familiar acerca de ir a Londres a desembarazarse de tal incomodidad, el señor prioste y don José optaron por unirlos en santo matrimonio, que fue celebrado en la capilla de la Hermandad, eso sí a una cierta hora intempestiva, para evitar habladurías que no pudieron impedir.
Y de aquella pasión, nació nuestro homenajeado de hoy,
Por cierto, buenos pechos los de la novia.
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