domingo, 17 de enero de 2010

UN CASO DE MALA SUERTE


― No te muevas, hijo de puta. No vayas a cagarla al final.

Tendido sobre el asfalto mojado por la lluvia de la madrugada, Edgar no tenía la menor intención de meter la pata ahora. El rescate estaba pagado y esta banda de imberbes cumpliría su parte. Así había sido cada vez que habían secuestrado a uno de los de su clase, y no iba a ser diferente ahora.

Quizás no se imaginase tirado en el suelo en el arcén de una carretera, con la gravilla clavada en la cara y el hígado maltrecho, por la patada de ese energúmeno adolescente que hacía de jefecillo. Ni lo de ese pinchazo que lo dejó KO, y que todavía le tiene con la cabeza abombada y un sabor agrio en el paladar. Pero todo lo daba por bueno si liberaban a Amanda. El rescate estaba pagado, su padre se encargó de todo. Ellos mismos lo sacaron del baúl del auto. Ellos mismos dijeron que todo estaba correcto. No había nada que temer.

Todo había sido muy rápido desde que llamaron. Hasta entonces, el tiempo parecía que no pasaba, las manecillas parecían no moverse nunca de su sitio. Desde el aviso de que debía presentarse en la Plaza Tecún, los latidos de su corazón sustituyeron al tictac del reloj.

Con la cara sobre el asfalto, recordaba el momento de recoger las instrucciones bajo la piedra blanca que dejaron al pie del monumento. La estatua oxidada del guerrero le dio fuerzas para terminar de una vez por todas. Sabía que tenía que hacer lo que ellos dijeran, y por eso no puso ningún impedimento en bajar las ventanillas del auto, en recorrer el camino hacia el mercado despacio, y esperar una nueva señal.

Tampoco le preocupó en exceso que aquellos hombres subieran a su coche para dirigirse a las afueras de la ciudad. Amanda estaba cada vez más cerca, y eso era lo único que de verdad le importaba.

Cuando el jefe del clan, con esa cara llena de granos purulentos, le mandó parar, parecía haber llegado el momento de reencontrarse con Amanda.

― Vamos a cambiar el auto de tu papá por otro más modesto. Espero que no se me moleste, señor.

Ni la ironía del muchacho, ni el cañón del revólver que sacó de su cinto, le hicieron cambiar su ánimo. Su única obsesión era saberse más cerca de Amanda, estar más próximo del final. La lluvia que caía le refrescó la cara al ir a cambiar de coche, y le infundió más optimismo.

Después vino lo del puñetazo, la inyección sedante en el cuello, la lengua trabada, las voces, la baba que se caía por la comisura del labio, sin fuerza para poder controlarla…. Al despertar en aquella habitación oscura y extraña, no supo dónde estaba. Sólo al ver al muchacho que lo vigilaba empuñando el rifle, le hizo darse cuenta de que la historia no había terminado aún.

A pesar del dolor de cabeza, de los mareos, de las ganas de vomitar, seguía con la idea de que todo estaba llegando al final. Pronto se abriría la puerta y Amanda aparecería.

Al llegar el jefecillo de los granos, y sacarlo de la habitación, creyó que el mal sueño de tener a su novia india en manos de secuestradores de su raza, iba a acabar con bien.

A pesar de que a su padre nunca le gustó que se relacionase con alguien que no era de su clase, nunca tuvo dudas de que le apoyaría. Esa era una de las ventajas de ser hijo único, y heredero de sus empresas.

Y ahora se encontraba allí, sobre el asfalto, a punto de amanecer, a punto de despertar de la pesadilla del secuestro. Ahora sería un buen momento para volver a plantearle a su padre la boda con Amanda. Seguro que se lo tomaría mejor.

*****

El ruido del motor de un coche que se acercaba, alertó a los secuestradores. Se apostaron tras la maleza, apuntando sobre la cabeza del muchacho. Amanecía. Los secuestradores salieron de su escondite al reconocer el auto de sus compañeros.

Sin dejar que se detuviese, uno de los muchachos de la banda salió a toda prisa del auto.

― ¡Los han cogido, los han matado a todos, y también a la muchacha!

Edgar clavó las uñas sobre el asfalto, y sintió que se le agriaba aún más la saliva. Un dolor punzante en el pecho le daba más ganas de vomitar. Quiso levantarse. En ese momento, unos hombres de uniforme aparecieron entre la maleza. Abrieron fuego sobre los secuestradores. Todos quedaron tendidos sobre el suelo. El jefe de los soldados ordenó a uno de ellos que rematase al que quedara con vida. Luego, se acercó a Edgar.

― ¿Se encuentra bien, señor Edgar? Ya ha acabado todo. Su padre vendrá pronto para acá. Tranquilícese.

― ¿Qué ha pasado? ¡Dígame, por favor! ¿Qué ha pasado con mi novia?

― Mala suerte. Lo suyo ha sido un caso de mala suerte.

Sevilla,8 de diciembre de 2009

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