Subí al pequeño avión que me repatriaba, con la certeza de hacer
lo que debía. Al sobrevolar las aldeas de techos de paja, las colinas verdes
que habían formado parte de mi vida estos últimos tres años, no sentí nada
especial. Había cerrado una etapa. Conforme tomaba altura, me decía que aquello
que quedaba atrás, era también pasado. Y así fue, hasta que meses después, en
una de esas urbanizaciones de chalets adosados de la periferia, volví a sentir
el olor a tierra mojada y el de la madera que ardía en las chimeneas. Entonces
supe que nunca serás pasado.
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