Prospère se levantó en la puerta de la Mezquita de Fnideq. Por el paseo marítimo, se aproximaba su amigo Samuel. Chocaron sus manos derechas al saludarse.
― ¿Todo bien, Samuel?
― Más o menos. ¿Cómo te está yendo a ti hoy?
― No muy bien. Hoy no llevo más de veinte dirhams.
― Prospère, mi amigo. Debes volver a salir conmigo a dar una vuelta.
― No, Samuel. Ya no quiero robar más. He llegado hasta aquí, estoy a las puertas de Europa, y no quiero acabar en una cárcel marroquí.
Samuel y Prospère se pusieron a caminar por el paseo marítimo, aprovechando que el atardecer aliviaba el calor de finales de julio. El viento de Levante contribuía a refrescar la temperatura, y el oleaje traía un olor intenso a salitre, y a las algas que la bajamar iba dejando.
― Prospère, llevamos más de tres meses aquí. Y todavía no tenemos plan. Es imposible entrar en Ceuta,
― Samuel, vamos a esperar. Dios nos va a ayudar.
― ¿Cómo que nos va a ayudar? ¡Prospère! Si ni siquiera este Dios es el nuestro. Tú y yo somos cristianos. Nuestro Dios se quedó en Camerún.
Bajaron a la playa. A pesar de que el calzado que llevaba era muy viejo, Prospére se lo quitó antes de meter los pies en el agua. El frescor alivió sus pies encallecidos y doloridos. Samuel solo se quitó los zapatos después que se le mojasen y la arena entrase en ellos.
― ¿Qué piensas hacer con esos veinte dirhams? ¿Crees que vas a comer siempre de limosnas? ― Samuel se agachaba e introducía su cabeza bajo la de su amigo, que miraba al suelo.
― No voy a volver a robar, Samuel. Lo que hice mal, ya está hecho. Yo sé que Dios me va a ayudar.
Se sentaron delante del mar, a ver cómo las aguas se tragaban el sol en el horizonte. A lo lejos de la costa escarpada, se imaginaba Ceuta. Samuel se echó para atrás sobre la arena, con las manos en la nuca. Prospère tiraba piedras al agua.
― Tú confías en Dios, Prospère; yo confío en ti, amigo.
Chocaron las manos y se abrazaron, y continuaron en dirección a la calle donde solían dormir. Antes, gastaron en comida los veinte dirhams que había conseguido Prospére mendigando a la puerta de la mezquita.
*****
Serían las tres o las cuatro de la madrugada cuando Prospère se despertó. Samuel dormía tranquilo a pocos metros de él. No se oía un alma por la calle, salvo ladridos de perros callejeros y alguna gata en celo. Prospére miraba las estrellas. Comenzó a llorar.
― Señor, no puedo más.
―….
― Señor, ¿qué he hecho, en qué te ofendí? No puedo más, Señor.
―…
― Cuando he podido llamar a mi familia, me piden que resista, que estoy cerca, que tiene que haber una solución. Pero yo no puedo más, Señor. Te pido que me ayudes.
****
A primeros de septiembre, Prospère continuaba mendigando a las puertas de la mezquita. Los días se iban acortando. Muy pronto llegaría el otoño y sería mucho más difícil poder pasar a Ceuta. Hacía ya dos años que nadie lo había conseguido.
Una señora bien vestida se acercó a Prospère. Traía una bolsa de plástico en sus manos.
― Hola, muchacho. Te traigo esto. Ha pasado el verano y mi hijo ya no lo quiere. Quizás tú puedas darle alguna utilidad.
Prospère miro dentro de la bolsa. Era una prenda naranja, con unas piezas rectangulares duras. Al sacarla de la bolsa, vio que era un chaleco salvavidas.
― Que tengas un buen día ― se despidió la señora alejándose de la mezquita.
Prospère se levantó de inmediato y fue a buscar a Samuel. Cuando le encontró, se acercó a toda prisa, conteniendo los gritos con los que le quería anunciar la noticia:
― Samuel, Samuel. El Señor nos ha ayudado. Ya sé cómo nos vamos a ir. Vamos a entrar a nado en Ceuta. El Señor nos va a ayudar.
― Tendrás que ir tú solo, Prospère. Tú sabes que yo no sé nadar. Y tenemos solo un chaleco.
― Vamos a intentar reunir dinero para uno, Samuel. Aún queda tiempo para conseguir para un chaleco.
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Los dos amigos se pusieron a mendigar. Pasaban los días y no conseguían suficiente para uno.
― Hace dos años que nadie entra en Ceuta por mar.
― No te preocupes, Samuel. El Señor nos va a ayudar.
Era mediados de septiembre cuando se acercan a las playas que hay junto a la frontera. Ese día, el viento estaba en calma. Estaban listos para zarpar. Al caer la noche, Prospère se pone el chaleco salvavidas. También se amarra una soga a la cintura, que va atada a una rueda de camión, que hace de flotador para Samuel. Tienen que salir nadando mar adentro, para evitar las luces de los guardacostas españoles. Deberán ir nadando rodeando las luces. Con los brazos abiertos entonan una oración, que apenas se nota en los labios. Prospère comienza a nadar.
― El Señor nos va a ayudar.