miércoles, 8 de junio de 2011

EL BUEN SAMARITANO FUE A LAS TRES MIL

Hoy, como todos los miércoles que estoy en Sevilla, voy a la consulta del Polígono Sur , el barrio que todos los de fuera de él conocen como las tres mil viviendas, pero al que sus vecinos quieren que se conozca como lo nombré en primer lugar.
Como todos los miércoles, tenemos a mucha gente. Cuando estaba entrando la última persona, aparece una extraña pareja: un joven de raza negra que apenas puede tenerse en pie, y otro  autóctono, con una pinta que mis prejuicios identificaron como no muy buena, por decirlo de alguna forma compasiva hacia mis pensamientos.
Tras indicarles que para ser atendidos allí deben acudir el martes por la mañana al grupo de acogida ― es decir, casi una semana después ―, el español me indica que el muchacho está muy malito.
La consulta, para quien no la conozca, tenía en principio como objetivo la educación para la salud y la resolución de problemas de la farmacoterapia. Después, con la incorporación de Elisa, nuestra enfermera y Ana, nuestra médica, siguió siendo eso, para crecer con los matices que cada uno llevamos dentro, que ahora se enriquece con la incorporación  de Antonia, nuestra bioquímica, y también la de Josefina, nuestra nueva acupuntora. Todo un equipo multidisciplinar. Nuestro punto de partida es ayudar a muchos pacientes, enfermos crónicos en paro y sin recursos, con los  que Caritas pone a nuestra disposición, para pagarles la aportación que deben hacer para el pago de sus medicamentos. A partir de ahí, realizamos el seguimiento de sus terapias de forma conjunta, y cada cual aporta su conocimiento para resolver el problema que aparezca.
Al entrar, supimos que nuestro joven senegalés, que vivía en la calle desde hace mucho tiempo, estaba enfermo de bronquitis. Estaba muy enfermo, tirado en la acera junto a la que el español se ganaba la vida aparcando coches de forma ilegal, esa profesión que algún insigne intelectual sevillano denominó con éxito como “gorrilla”.
El español de mala pinta lo recogió del suelo y lo llevó al médico de urgencias, que le recetó unos medicamentos, muy probablemente contra la voluntad de nuestros maravillosos gestores sanitarios, y contra la de que afirman que los extranjeros se están comiendo nuestros recursos. De allí se lo llevó a nuestra consulta, donde, superados mis prejuicios, lo atendimos, y le dimos el documento necesario para que en la farmacia le dieran los medicamentos sin que necesitase abonar nada. Antes de acompañar al senegalés a la farmacia, Ana le dio un papel para que intentaran cobijarlo en otra parroquia en la que reciben a personas que necesitan este tipo de ayudas. Una parroquia por cierto, que no está muy cerca . Se comprometió a llevarlo y dejarlo allí.
Y se fueron. Y recordé la parábola del buen samaritano. Y vi al buen samaritano, al tipo con mala pinta que dejó de sacarse sus euritos para ayudar a alguien a quien no conocía. A ese ante el que yo hubiera pasado de largo. El senegalés se llama Said; el samaritano, ni lo sé.