domingo, 23 de mayo de 2010

RECUERDO DE LA PRIMERA COMUNIÓN


Ella había elegido un color rosa claro para su vestido. No muy ceñido, ni demasiado corto. Su cintura no era ya la de la avispa que se casó diez años atrás, y sus piernas delataban las varices y una incipiente celulitis, que tres embarazos no demasiado seguidos habían logrado provocar. Si es que no se tiene en cuenta que un mes antes había “subido al cuarto piso”, como le recordó Elena, su antigua compañera de colegio, inseparable en sus alegrías, y en sus más recientes desgracias.

Todavía estaba con la bata que se puso al salir de la ducha, cuando sonó el timbre del portero electrónico. Miró el reloj y se puso aún más nerviosa, viendo que sólo faltaban tres cuartos de hora para la ceremonia. Terminó de peinar a Antoñito, que se había dejado poner el fijador con una docilidad irreconocible en él. Le colgó la cruz al cuello, y dejó la chaqueta azul en la percha hasta que fuesen a salir.

Los tacones de Elena sonaban al salir del ascensor. Nada más pasar la puerta entreabierta, se miraron, y la recién llegada, que había elegido un color verde agua para su vestido, se puso a organizar a los niños, que se habían repanchingado sobre el sofá viendo Bob Esponja en Disney Channel.

Pudo al fin volver a su cuarto, y ponerse con cuidado las medias beige de redecilla que había elegido. Mientras se las colocaba, recordó cuánto tiempo hacía que unas manos de hombre no la tocaban. Recordó a Alberto, y cuanto se excitaba quitándoselas. Incluso cuando se las hacía poner, hasta en verano, antes de hacer el amor. Una gota de sudor le cayó sobre el labio, que achacó a las calores que había traído mayo.

Se secó el sudor con un disco de algodón, y se retocó con la brocha el maquillaje. Después, se puso el vestido, y el collar a juego con los tacones beige que compró para este día. Sopló para retirarse el cabello de la frente y perdió un instante para mirarse en el espejo, recogiendo algo el vientre.

Antes de salir, no olvidó coger de la cocina una bolsa, para llevar los zapatos planos por si le dolían los pies. Trajo la chaqueta y se la puso a Antoñito, que tenía el harapo de la camisa por fuera de los pantalones cortos grises.

Elena se hizo cargo de Elenita, su ahijada, y de Manuel, los hermanos de Antonio, y salieron hacia el garaje. Al ir a cerrar la puerta, no pudo evitar mirar atrás. La casa le pareció una leonera, pero aún tendría el domingo por delante para ordenar lo que había dejado, y lo que tendría que venir en forma de regalos.

El trayecto que tenían que recorrer no era muy largo, pero después necesitarían el coche para ir a la celebración, y para guardar los regalos. Antoñito se sentó a un lado Elena en la parte de atrás, que llevaba al pequeño Manuel en brazos, a pesar de las protestas de su ahijada.

Dejaron el coche en el aparcamiento público que hay cerca de la Iglesia. Al salir, sintieron el calor de esa mañana de mayo. A la puerta, otros niños como Antoñito iban de chaqueta azul, a excepción de Borja Sánchez Casas, que lucía el uniforme de marinero que su madre había anunciado que iba a ponerle, a pesar de los consejos del Padre Martínez. Otros niños, incluso alguna de las niñas, se acercaban a Borja a tirarle de la tela azul que le caía de los hombros, a pesar de los gritos histéricos de la señora de Sánchez.

Los niños fueron por un lateral de la Iglesia a reunirse con el cura, tal y como estaba previsto. Elena propuso ir a tomar un café al bar de enfrente, pero eso ya lo habían pensado muchos invitados y familiares con anterioridad, y los camareros no daban a basto con tanto café, así que decidieron quedarse en la puerta del templo, bajo la estrecha sombra de una palmera.

Las puertas de la Iglesia se abrieron, y la luz del sol se fue adentrando en el templo, abriéndose paso entre los bancos. Las amigas decidieron entrar, buscando el frescor que salía del interior. Se sentaron en el banco que había reservado para la familia.

*****

El frescor del templo había desaparecido, y la tranquilidad inicial se había vuelto algarabía de niños correteando por los pasillos y adultos conversando. Ya estaban todos. Los abuelos, los tíos, los primos…..sólo faltaba Alberto. Un canto de entrada hace ponerse de pie a los asistentes. El Padre Martínez abre la procesión de niños, que cantan dando la bienvenida a sus familias.

Alberto llega detrás de la procesión. Ha elegido el traje beige que tan justo le estaba. Ahora le sienta mejor. Ya no se peina con raya, sino hacia atrás. Y tiene el pelo más largo. Sonríe y se disculpa a un tiempo. Pretende sentarse en el banco de la familia con su nueva compañera. Elena mira a su hermana con ojos de odio, que decide irse hacia atrás. Una gota de sudor cae sobre los labios de su amiga. Se sopla el flequillo

jueves, 6 de mayo de 2010

TALAVERA


Como todos los miércoles, allí estaba. Mirando a un lado y otro de la calle, esperando a que yo llegue, y me diga lo de siempre, que es muy tarde para abrir. A pesar de que, sabiendo lo que me esperaba, llegue un cuarto de hora antes de lo previsto. Y luego, sus excusas, que si tiene el reloj estropeado y le adelanta… Paquita tiene en su hoja de ruta tomarse la tensión a primera hora de la mañana de los miércoles, antes de llegar a su casa a tomarse la pastillita. A las ocho y cuarto en el bar de Paco, a tomarse su descafeinado y su media de mantequilla, y de allí directamente a la farmacia, sin pasar por su casa a lavarse los pocos dientes que aún le quedan.

Menos mal que en el barrio se aparca bien porque, a pesar de saber lo que me espera cada semana, no puedo evitar ponerme nervioso. Estas son las ventajas de trabajar en un barrio obrero: aparcas estupendamente cuando ellos ya se han ido al tajo.

Me da coraje ser tan servil, pero esto es lo que hay. Paquita, y otros como ella, siempre me amenazan con que tienen a la puerta de su casa otra farmacia, y no está la cosa para perder clientela, que a ver cómo pago yo el apartamento en la playa que se ha empeñado en comprar la jodía de mi señora. ¡Una oportunidad! Sí, sí, una oportunidad….puerta con puerta de mi suegra. Nunca hay dinero para nada, pero ésta sí que era una oportunidad. Mejor no seguir, que el día acaba de empezar.

El sol está empezando a pegar fuerte. Vaya cómo ha venido la primavera este año. Paquita se ha hecho a un lado de la reja, a donde todavía los rayos de sol no le alcanzan. No me está viendo llegar y se mira otra vez el reloj digital negro de los chinos que no estoy seguro de que entienda. Unas señoras vestidas de gitana me recuerdan que hoy sale la Hermandad del Rocío del barrio. Ni así perdona Paquita la tensión. No tiene interés por otra cosa que no sea su ruta habitual. Y en esa estoy yo, porque encima no quiere con nadie que no sea conmigo.

Su vestido con pintitas moradas de siempre, su arrugada bolsa del DÍA en la mano, donde guarda el monedero de croché, y su colgante al cuello con la foto de Fray Leopoldo. No falla. Ni siquiera sus zapatillas negras, con el dedo gordo del pie izquierdo asomando por el agujero. Aunque hoy trae otra bolsa grande. Con un cuadro, parece.

― Paquita…

― Hombre Agustinito, ya era hora de que llegaras. Se te han pegado las sábanas… ¿O es que… a tu mujer y a ti os gusta hacerlo por la mañana?

― Paquita, que son las nueve y cuarto, que todavía falta un cuarto de hora para que abramos.

― ¿Seguro? Será que el reloj se me adelanta otra vez. Voy a ir a ver al chino nada más que salga de que me tomes la tensión, para que me lo arregle otra vez. Me costó seis euros y nunca ha andado bien.

Me agacho a abrir los cerrojos de la persiana. La uña del pie de Paquita se le está clavando en la carne. Y con el colorcito que tiene, se le va a infectar.

― ¿No lo llevó a arreglar la semana pasada?

― Sí, pero el chino lo toquetea, empieza a decir unas cosas muy raras, y acaba diciéndome “ya está, ya está”, con su sonrisita. Y me lo ha dejado igual que estaba.

En ese momento, sale del portal de la casa Anita, la vecina del tercero, con el carro de la compra. El corazón se me acelera, al verla con su blusa blanca entreabierta, tras la que se adivinan esos pechos redondos de silicona que su marido le regaló al hacer cinco años de casados.

― Agustín ― es Ana quien me habla ―. A ver si cuando vuelva de la compra subes y me tomas la tensión. No sé si serán las cervicales ― sonríe.

Siento una gota de sudor, que me cae hasta el ombligo, cuando la veo alejarse hacia el supermercado. Abro la puerta de la farmacia y Paquita me sigue.

― Tenga usted cuidado, que esto está muy a oscuras.

Al momento, comienza a pitar la alarma.

― ¡Agustín, quita ese ruido, que me va a subir más la tensión!

Apago la alarma. Antes de encender las luces, me meto una caja de preservativos en el bolsillo. También voy a coger esa pastilla nueva que ha salido, la de la eyaculación precoz. No es que la necesite, pero la silicona…. Y por si acaso Eugenia me pide guerra esta noche cuando llegue a casa, me voy a llevar la Viagra más flojita.

Paquita se sienta a hacer tiempo para que le tome la tensión. Se le cae el cuadro al apoyarlo junto a la mesa y le cuesta trabajo volver a ponerlo en su sitio. Enciendo los ordenadores. Por la puerta entran Juani y Ernesto. Esto de que los empleados lleguen después que el jefe sólo se ve aquí. Juani está espléndida, como siempre. Pero eso que pienso no se puede volver a repetir, porque cualquier día me la lía, y tengo yo aquí a los sindicatos, y a mi cuñada con la papela del divorcio, que estas abogadas feministas no se cortan un pelo, y menos con la familia.

Me siento con Paquita, que se abre de piernas y se sube un poco la falda. Sus piernas blancas descubren unas varices pronunciadas que hacen juego con su vestido.

― Paquita, cierre las piernas, que se me va a resfriar….Y no me tiente, que uno es un hombre casado.

Juani le da una patada al cubo de la limpieza y desparrama parte del agua con jabón por el suelo de la farmacia. Seguro que me ha escuchado. Que se joda. Sin levantar la cabeza, retira el cubo y friega con energía aprovechando el agua derramada.

― Esta juventud no sabe lo que es limpiar ― me cuchichea Paquita ―. A ver si subes a mi casa y te enseño lo que es un buen fregao, Agustinito.

Paquita descubre sus escasos y renegridos dientes al reírse.

― Usted lo que tiene es que echarse un buen novio, que hay muchos que entran en la farmacia que están de muy buen ver.

― De ninguna manera ― a Paquita se le cambia la cara, y no es precisamente porque le esté apretando el aparato de la tensión.

― Cállese ahora, que le estoy tomando la tensión ― le contesto sin quitarme el fonendo de los oídos.

― Esos tíos son unos guarros. En el bar donde paro, en el del Paco, hay unos viejos que nada más que quieren tocarme las tetas cuando voy a desayunar.

Miro a la puerta y veo a Anita que llega a la puerta de la casa. Del carro de la compra saca unas zanahorias y me las enseña. Se le cae el MARCA, que habrá comprado para el marido. Sudo. Siento que el pantalón me aprieta. ¿Por qué no me pondría la bata desde el principio?

― Agustinito, ¿qué te ha pasado en el pito?

― Coño, Paquita, desde que se ha operado de cataratas además le ha dado por la poesía.

― ¿Y no hay nada de eso para mi?

― Paquita, que tiene que buscarse a alguien de su edad. Y así hacemos negocio usted y yo. La primera Viagra corre de mi cuenta.

Sin contestarme, abre la bolsa en la que guardaba el cuadro o lo que sea. Es su foto de novia. No parece ella.

― ¿Es usted, Paquita? Está muy guapa ahí.

― ¿Verdad que sí? Con lo feliz que yo iba, y como salió todo después, con el cerdo de mi marido.

― ¿Por qué dice eso?

― Porque después me enteré que era un guarro y un putero.

― ….

― El cura me lo contó. ¡Y no me lo dijo antes! Si lo llego a saber…

―…..

― Después de la noche de bodas, nunca más volví acostarme con él. Y así siguió hasta que se murió de una cosa mala. ¡Merecido se lo tenía!

Y yo que siempre había pensado que no tenía hijos por otra cosa. Y mira que estaba de buen ver, con esas pechuguitas…

Paquita se levanta. Se recompone el vestido y se abrocha un botón del pecho, que no había reparado en que estaba abierto.

― Hasta el miércoles. Y no llegues tarde, Agustinito.

Entro en la farmacia. Juani está subida a la escalera, limpiando el polvo a los botes de porcelana de la colección que me regalaron los de Bayer. Está en la misma postura en la que comenzó aquello. ¿Por qué tendré las manos tan largas?

Juani me mira de soslayo cuando entro en el cuarto de baño a retocarme un poco. Un poquito de colonia no me vendrá mal. Un buchito de colutorio, para tener la boca más fresquita. Y un retoque en el peinado, que hoy hace viento.

― Voy a ingresar al banco ― me excusé mientras hacía el paripé de ir hacia la caja fuerte.

Uno de los albarelos cae justo detrás de mí.

― Disculpe, don Agustín, ha sido sin querer.

Su mirada no era precisamente de disculpa. ¿Oleré mucho a colonia?

― Es que me acordé que usted fue al banco a ingresar ayer mismo. Y no habrá mucho dinero en la caja.

― No importa, tengo que ir al banco de todas formas. Era por aprovechar el paseo.

―…..

― Y no te preocupes por el albarelo. Al menos no era el de cerámica de Talavera.

Imposible no recordar aquellas guardias de noche con Juani. Hasta que el primer “te quiero” salió de su boca y se cortó todo.

Me doy la vuelta y me voy. Paquita todavía está en la puerta, justo en el portal, hablando con una vecina. No puedo llamar al timbre de Anita. Sigo en dirección del banco. Cruzo la calle. Me doy cuenta en ese momento que me he olvidado el móvil en la farmacia. Con tantos paquetes en los bolsillos…

No importa, para qué lo voy a necesitar. Aunque no me vendría mal para decirle a Anita que voy. Porque Paquita no se va de la puerta.

Me voy a tomar un café al bar de Paco, pero me doy la vuelta. Nunca me ha gustado besar a alguien con aliento a café.

Veo a Anita a través de la ventana. Le hago señas. Está en camisón. ¿O será que la veo como yo la quiero ver? De lo que estoy seguro es de que no está vestida como antes. Porque lo que lleva es celeste.

Sudo, pero no noto nada abajo. ¿Será que voy a pegar el gatillazo? ¿Y si me tomo la pastillita? Voy a pedirle un vaso de agua a Paco. O mejor, una Coca- Cola, para hacerle gasto. Que luego no diga. No quiero seguir dándole excusas para que vaya a la otra farmacia.

Parto el blister en el bolsillo y saco la pastilla. Antes de tomármela miro, no vaya a ser que coja la otra. Es la azul. No hay duda.

Paquita se va por fin. Me voy a un lado para cruzar, porque veo a Juani en uno de los escaparates. Llamo por el telefonillo. Los segundos que tarda en abrirme la puerta me parecen eternos. Entro despacio. El olor a garbanzos del portal me pone más nervioso. Llamo al ascensor. Entro justo cuando oigo bajar por el ascensor a alguien.

La puerta de Anita está entreabierta. Paso adentro. Ya noto los efectos de la pastillita azul. Me parece que voy a necesitar la otra. Maldita silicona.

La silicona ha podido conmigo. La próxima vez voy a tener que tomar ración doble. Bajo a toda prisa. Al salir, me encuentro a Paquita de nuevo en la puerta. La saludo entrando a toda prisa a la farmacia.

Veo a mi cuñada vestida de gitana en el mostrador de la farmacia. Lleva unos papeles en la mano y los palillos en la otra.

― Agustinito, que se te sale el pajarito ― oigo detrás de mí.

Me miro los pantalones. Un sonido a porcelana rota se escucha dentro de la farmacia.