jueves, 27 de enero de 2011

AZUL, AZUL


Nunca había visto nada igual. Esas fueron sus primeras palabras al doblar la curva que daba entrada al Paseo Marítimo. Le dí al botón que bajaba su cristal. El olor a salitre se sobrepuso al del tabaco, y el graznido de las gaviotas ahogó por unos instantes al de la música remasterizada de Miguel de Molina, que con tanta dificultad había conseguido unos días atrás, en una venta de carretera, para hacerle más feliz este viaje.

Su escasa cabellera blanca se movía al son del viento que entraba por la ventana. Hice por subir de nuevo el cristal para que no se enfriase, pero su mirada de niño al que le habían quitado su juguete preferido, me hizo desistir. La mañana era fresca, típica de finales de enero, pero el sol calentaba lo suficiente como para sentirme condescendiente con su petición. Al fin y al cabo a eso habíamos venido, a cumplir su deseo de poder ver el mar antes de morir.

Iba con la cabeza fuera y las manos agarradas al cristal de la ventana que no había bajado. El cinturón de seguridad le daba en el cuello, pero eso no parecía molestarle en absoluto. Es más, ni cuenta debería darse. Unos chavales que caminaban por la acera repararon en la cara fascinada de Casiano, el hermano de la tata, y lo saludaron al grito de ¡abuelo, abuelo!

Solo se volvió para mirarme cuando se dio cuenta de que iba a aparcar. Casi rompe el cinturón de seguridad, de los tirones que daba por quitárselo, para salir lo antes posible del coche. Su mirada, al darle al botón que lo liberaba, debía ser muy parecida a la que tendrá él pronto al encontrarse con Dios, si es que existe.

Tuve que darme prisa en coger el bastón del asiento de atrás, para evitar que se diera de bruces con la acera, porque Casiano estaba más que dispuesto a salir lo más rápido que sus piernas le permitiesen. No me molesté en decirle nada, porque no me iba a escuchar, así que opté por salir raudo, para darle el bastón antes de que saliese del coche. Ya estaba intentando apoyarse en el techo del coche para ponerse de pie, cuando puede agarrarlo por el brazo, para ayudarle a salir y darle el bastón. Se puso la gorra y se agarró a mi con fuerza, con la mano que le quedaba libre.

La verdad es que no sabía de qué hablar con él. No había tratado mucho al hermano pequeño de mi tata. Salvo algunas veces que nos visitaba en la casa del campo, para ir a ver a su hermana, no lo vi mucho hasta que Gertrudis se jubiló y volvió al pueblo a vivir con él. La tata Gertrudis se hizo su casa en Fuentes de Andalucía, su pueblo, en donde teníamos nosotros también la casa de campo. Casiano y una cuadrilla de albañiles del pueblo se la fueron haciendo poco a poco, con los ahorros que le quedaban de lo que mamá le daba. Y allí se fue cuando se jubiló, casi sesenta años después de salir del pueblo. Porque la tata salió a servir cuando tenía ocho años, aunque a nuestra casa ya llegó cuarentona, cuando nació mi hermana mayor.

Yo iba a verla de vez en cuando después de jubilarse, y fue cuando traté algo más a Casiano, el único hermano de la tata que le quedaba, porque su José, el mayor, murió en la guerra, y una hermana que se tiró al monte, la Micaela, falleció de puerperales en el parto de su primera hija. A pesar de eso, cada vez que aparecía yo, no tardaba en irse a dar una vuelta, como si molestase. Y como la tata no decía nada, tampoco yo quería intervenir, no fuese a meter la pata por algo que se me escapase.

Gertrudis nunca vio el mar, porque el mes que pasábamos en Sanlúcar era el que ella elegía para quedarse en su pueblo. En verano, nosotros nos íbamos con mamá un mes a la playa y el otro estábamos juntos en el campo, que era donde estaba papá casi todo el tiempo, hasta que los naipes y el aguardiente le obligaron a vender. Papá nunca lo superó, y se quitó de en medio. Por eso nunca me han gustado las escopetas ni las cacerías.

Cuando la tata se puso enferma, siempre me decía que su Casiano nunca había visto el mar. La primera vez me pareció curioso que alguien en este país, a finales del siglo XX, no hubiera visto el mar, pero no pensé nada más. Seguro que no era el único que había en Fuentes y en tantos pueblos del interior. Sin embargo, en los meses siguientes, en los que visité a la tata con más frecuencia, aprovechando que me había comprado el coche nuevo, sí que me pareció que Gertrudis deseaba que su hermano viese el mar. Ella nunca me lo pidió, ni su hermano jamás hizo mención delante de mí a un presunto afán por conocerlo. Pero tanta insistencia en el tema me daba que pensar, aunque nunca se lo dije, sabiendo como era ella, incapaz siempre de pedir algo.

El día que enterramos a la tata, hace un año y cuatro meses, era un domingo de finales de verano, caluroso, y con el cielo de un color azul intenso, solo interrumpido por la estela de un avión que se dirigía al sur. Fue entonces cuando delante de su ataúd, sentí que debía cumplir el deseo de la persona que cuidó de mi, y la que más me consoló cuando papá hizo lo que hizo.

Desde entonces, no había vuelto por Fuentes. Me presenté muy temprano en la casa, sin avisar. Casiano me abrió la puerta. No le dí ni los buenos días; tan sólo le dije que nos íbamos a pasar el día fuera. No tardó ni cinco minutos en estar listo para salir. Ni preguntó, ni yo quise darle explicaciones. Salimos del pueblo por el camino de nuestra antigua casa de campo. A la entrada, había un cartel anunciando la construcción de un campo de golf de dieciocho hoyos y unos chalets pareados. La antigua casa parecía estar como antes, pero ya no era blanca, sino que la habían pintado de ese color rosado que tanto coraje daba a papá. Mire al cielo, y de nuevo puede ver la estela que había dejado un avión. Seguí mi camino.

jueves, 20 de enero de 2011

NO SÉ SI ERA RUBIO


Si le soy sincero, me da un poco de vergüenza decirle cómo soy. O como me veo, vamos, porque yo no sé si lo que soy es lo que creo que soy, o lo que otros creen que yo soy. O si parte de lo que soy es lo que pienso que soy y lo que otros creen, ven o dicen que soy. Y la verdad es que habrá otros que ni pensarán ni creerán nada, sencillamente porque pasan de mí, no les importo un pimiento y tampoco van a perder un minuto en pararse a pensar si soy así o estoy fingiendo.

Claro, y no es lo mismo que yo hable o que lo haga mi madre o mi hija mayor, mi segunda esposa o la primera. Quién tiene razón, o quién no la tiene, amigo. Eso es muy relativo. Porque aquí, sentados en el banco del parque, mirando la laguna que tenemos delante, con el sol de invierno dándole brillo a sus aguas, la vida se ve muy distinta. Y más si ahora estamos usted y yo tranquilos, sin esa manada de niños, madres, empleadas y demás, que convierten este paraíso en un patio de colegio cada tarde. ¿En su país pasa esto?

Volviendo al tema, mi madre decía que yo era rubio y de pelo lacio. Y yo nunca me he visto así. Yo siempre me vi con el cabello castaño y rizado, hasta que las canas me dejaron sin rizos y sin color. Todavía recuerdo a mi madre antes de morir, cuando mi ex y la señora Celeste le cambiaban los pañales, siempre preguntaba por su rubito. Entonces tenía que entrar yo a decirle algo, haciendo un esfuerzo, ímprobo oiga usted, por aguantar ese ambiente de la habitación, oliendo a desinfectante. Es que los ojos me lloran con olores como los de esas colonias que le echaban después de curarle las escaras.

Así que yo haya sido rubio o no, no se lo puedo demostrar, pero para ser sinceros, mi madre decía que sí, y yo la verdad es que nunca me ví así. Otra cosa es lo de mis ojos castaños. Es cierto que no son muy grandes, pero a mí me gustan. Sí, usted dirá que son de un color muy vulgar. Además, las pestañas rizadas que a mi madre tanto le gustaban ya no existen. Por cierto, que esas sí que las conocí yo. De eso puedo jurarle y perjurarle que sí, que las tenía. Yo creo fue cuando me operé de cataratas cuando se me terminaron de caer. Qué le vamos a hacer. No sé qué le parece, pero por el color de mis ojos, la verdad es que no le veo mayor importancia que yo fuese rubio o castaño de pequeñito. Si hubieran sido, un poner, verdes o azules, pues no sé qué decirle. Porque gustos hay para todos los gustos. ¿O no se dice así? O que de gustos no hay nada escrito. Vamos, que hay gente para todo, que es a lo que me vengo a referir.

Porque para eso también influye el color de la piel. Ahora en invierno estamos todos muy blancos, y es posible que no se lo crea. Pero yo, a pesar de lo blanquito que me ve usted, me ponía muy moreno en la playa. Se me pegaba el sol y me daba un color muy bonito. Y yo creo que para eso, es mejor ser castaño que rubio, ¿verdad? Porque los rubios suelen ser blanquitos y ponerse como salmonetes en la playa. ¿En su tierra son todos como usted?

La verdad es que el color que lucía yo paseando por la playa de Chipiona era de lo más bonito. Un color, cómo le diría yo, como el de Julio Iglesias. Aunque sin la blancura de sus dientes, porque a mí lo que me ha perdido siempre ha sido el tabaco. Ahora ya no, desde lo de la angina de pecho. El médico me metió miedo y ya no he vuelto a probarlo. Pero en mis años mozos, encendía uno y apagaba otro. Así me ha dejado de reliquia este problema de los pulmones, que tengo que estar todo el día tirando de ventolines y escupiendo cada dos por tres.

Pero, imagínese, yo moreno, con el pelo rizado y un buen tipo, cómo me paseaba yo por la playa de Chipiona. Así me busqué yo la ruina de mi primer matrimonio. Fue un día, paseando con mi madre por la playa, a la altura de la Virgen de Regla, cuando ella se encontró con una antigua compañera, de cuando trabajaba en las 7 Puertas de dependienta de telas, antes de casarse. Esta señora estaba paseando con su sobrina, que era hija de un hermano suyo que había emigrado a Alemania. Y ya puede usted imaginar, con lo adelantados que han sido siempre los alemanes en materia sexual, lo que pudo pasar. Y lo que pasó Resulta que mi mujer se había ido a Sanlúcar de Barrameda el fin de semana a ver a su hermana, y yo me quedé con mi madre, porque mi padre se había muerto el mes antes y me daba mucha pena dejarla sola. Total, que pasó lo que pasó, y que Chipiona es muy chico y la gente larga mucho.

Pero bueno, a lo que iba. Que usted me ve muy blanquito, pero es porque ya no voy a la playa. Y que las canas me han quitado los rizos, pero que antes los tenía. Y que antes de que me pregunte, pues no, no me casé con la alemana. Aquello solo fue un lío de verano, y mal rayo que me hubiera partido, con el dinero que tenía la familia de mi señora.

Aunque mi madre siempre decía que lo mejor que tenía eran mis manos. Fíjese, fíjese en mis dedos. Si no fuera por la artrosis, se verían muy largos. Mi madre decía que tenía manos de pianista. Pero la puñetera no me metió ni a clases de guitarra. La verdad es que no sé si hubiera sido un buen pianista, pero ¿y si lo hubiera sido? Yo qué sé, quién puede saberlo. Pero si uno tiene cualidades innatas, sus padres deberían hacer por aprovecharlas, ¿no cree? Yo, desde luego, me acuerdo mucho de mi madre. No le reprocho nada, pero, será casualidad o no, no era rubio, sus amistades se cargaron mi primer matrimonio, nunca me metió en clases de piano. Pero bueno, yo la quería, y eso es lo importante. Porque, rubio o no, los hijos siempre tenemos que querer a nuestras madres. ¿Me lleva ya de vuelta?

sábado, 15 de enero de 2011

GASTO SANITARIO: ALTERNATIVAS AL COPAGO


Quizás usted, como yo, como tantas personas, esté preocupado por la crisis económica y por los recortes sociales que nos acechan. Quizás usted consuma medicamentos, sufra alguna patología crónica, y le hayan congelado la pensión, disminuido su salario o, desgraciadamente, se encuentre en paro y tenga dificultades incluso para pagar lo que le corresponde de sus medicamentos. Quizás incluso haya tenido que visitar algún hospital y ya le hayan presentado una factura de las llamadas sombra, sobre el gasto que haya supuesto atenderle, o simplemente le hayan dicho que sus tratamientos son muy caros. Puede también que haya oído por ahí que se abusa de la utilización de los servicios sanitarios, especialmente las urgencias, que mucha gente no se toma los medicamentos que le recetan, y que todo esto amenaza la sostenibilidad del sistema sanitario. Quizás por ello se sienta culpable, y si no se siente así, piense que otros usuarios como usted, sí que lo son. Lo que quizás no sepa o no perciba, es que a usted y a otros como usted, o a sus familiares o a sus vecinos, incluso a los profesionales de la salud que le atienden, los están haciendo culpables de las muchas ineficiencias del sistema. Y además, caso de que estos argumentos le hayan hecho mella, le están preparando para aceptar como inevitable algo que, quizás también, no tenga por qué serlo.

Ni usted ni yo tenemos que negar que hace mucha falta que todos nos responsabilicemos de unos servicios públicos, sanitarios o no, que hemos tardado generaciones en conseguirlos y que sería un gravísimo error por parte de todos, gestores, profesionales y usuarios, deteriorarlo al punto de su extinción. Por eso, es importante que caigamos en la cuenta de lo que nos jugamos. Y por eso también no sólo hay que tomar medidas restrictivas, sino probar nuevas alternativas que puedan aminorar gastos evitables y añadir eficiencia en la utilización de los recursos disponibles. Como el caso de nuevas prácticas asistenciales que traten de añadir eficiencia a lo que hay.

Un ejemplo: un paciente acude a una consulta de una de estas nuevas prácticas asistenciales. Tiene ochenta y tres años y su médico le ha dicho que, como su corazón está muy lento, le van a tener que poner un marcapasos. Marcapasos que según los datos publicados por los servicios sanitarios, cuesta implantarlo más de nueve mil euros. Este nuevo profesional estudia la medicación del paciente. Comprueba que un medicamento le está produciendo ese efecto de enlentecer el corazón y sugiere al médico del paciente su sustitución por otro, de beneficios similares, pero sin esos efectos perjudiciales. Se evitó el marcapasos. El gasto farmacéutico del paciente se elevó en un euro al mes, pero se evitó otro procedimiento sanitario muchísimo más costoso, en un paciente al que se le podría pagar doscientos años más de medicamentos con el ahorro del marcapasos.

Esta práctica asistencial se ha denominado en Estados Unidos “Medication Therapy Management” y en España “Seguimiento Farmacoterapéutico”. En Norteamérica, hay estudios que demuestran que por cada dólar invertido en pagar a profesionales que ejerzan esta actividad, la entidad proveedora, lo que en España serían nuestros Servicios de salud, ahorra más de cuatro dólares. Un negocio rentabilísimo para todos. Y no sólo porque lo público sea de todos, sino porque se evitan, además de gastos innecesarios, sufrimientos también innecesarios en personas como usted.

Es obvio que este caso es, aunque real, anecdótico. Andalucía ha sido pionera en esta nueva práctica asistencial, para la que todavía no hay profesionales formados en cantidad suficiente. Profesionales que, dicho sea de paso, son farmacéuticos, deseosos de contribuir con su esfuerzo a nuestra sociedad. Al igual que con otras apuestas sanitarias, todos necesitamos la oportunidad de invertir en un centro piloto, en el que se puedan estudiar los beneficios reales de esta nueva práctica, y obrar en consecuencia.

Quizás todo esto no lo supiera usted. Y ahora que ya lo sabe, ¿piensa que otra sanidad pública es posible? Si cree que sí, exíjanoslo a todos. Está en su derecho.

miércoles, 12 de enero de 2011

AQUEL VIERNES DE JULIO




El coche se detuvo a la puerta del chalet Villa Marisma, poco más allá de la antigua finca del Marqués del Nervión. El chófer abrió la puerta de atrás, para que don Bosco Quincoces y Alvear saliese, para asistir a la timba de los viernes en la casa de su buen amigo don Juan de Villarrasa.


Por la puerta lateral de la casa, se veía entrar a las señoritas contratadas para la ocasión. Como aún no era noche cerrada, don Bosco optó por esperar un poco para salir del coche. Aún así, le pareció ver que entraba Chari, la morena de pechera abundante con la que tanto había disfrutado la semana pasada. A pesar del calor de mediados de julio en Sevilla, sintió que su boca y sus labios se humedecían al recordarla. Cuánto deseaba repetir la experiencia.


Después de ver entrar al último de los flamencos en la casa de los Villarrasa, se decidió a salir del coche. El aire que se había levantado era cálido y no refrescaba especialmente la noche, aunque sí que se notaba que la temperatura era algo más baja en las afueras de la ciudad. Aunque nada que ver con la de su casa del Aljarafe, en donde sí que se podía sentir el fresco que permitía disfrutar la discreta altura de esas tierras, que se elevaban sobre la ciudad.


― Baldomero ― se dirigió don Bosco a su chófer al despedirse ―, dígale a la señora que mañana la veo en Las Carrascas. Usted me viene a recoger aquí a eso de las doce, y que su hijo Sebastián la alargue más temprano en el Hispano Suiza. Ya estoy harto del calor de Sevilla.


Al acercarse a la puerta de la casa, podía divisar a lo lejos la cárcel de Ranilla, y sus cercas iluminadas. Sintió el olor a dama de noche de los jardines de Villa Marisma, y el afinar de la guitarra de Pepe el Gitano, uno de los mejores guitarristas de Triana, el hermano de Rafalito el triqui-traque, del que decían que era todavía mejor que él, hasta que le dio por la lucha sindical en la CNT.


Esta vez había sido el último en llegar. Al entrar, pudo ver que ya estaban Luisito Tellería, hijo del Conde de Pozosanto y Lalo Falcón. Y le dio mucha alegría que se hubiera reincorporado el doctor Gregorio Inchausti, a quien un ataque de gota le había impedido asistir a las últimas partidas.


Uno de los criados trajo una copa de La Ina a don Bosco, nada más saludar a sus compañeros de fiesta. Al fondo del salón, junto a la chimenea adornada por aperos de labranza, el cuadro flamenco trataba de coger el tono con una bulería. Bosco Quincoces sintió que el corazón se le aceleraba al ver que una de las que acompañaba a las palmas era Chari.


― Bribón, no mires tanto a la Chari ― era el anfitrión de la casa quien molestaba al recién llegado ―. ¿Quieres disfrutarla de nuevo, eh? A ver cuándo nos dejas probarla a los demás.


Bosco no pronunció palabra, pero su sonrisa de aprobación dejaba bien claras sus intenciones.


Después de unas copas acompañadas de jamón de Huelva, queso de Aracena y chacinas de la sierra, pasaron a la sala contigua, en la que todo estaba preparado: las cartas, el whisky… incluso los orinales.


La partida fue larga. Los que más perdieron fueron el doctor Inchausti y el de Pozosanto, que se dejaron más de mil pesetas cada uno. Bosco Quincoces salió a la par, aunque eso no era para sentirse muy optimista, ya que llevaba perdido en lo que iba de verano un buen dinero, como para pagar la recogida de las aceitunas que se avecinaba para finales del mes que viene, si los jornaleros no iban a otra huelga general.


Sin embargo, el mejor premio para el hijo del insigne agricultor don Rodolfo Quincoces y de la Maza, fue llevarse a Chari de nuevo a la cama. Esos pechos morenos y duros que le volvían loco. Mientras los besaba con pasión, y sentía la respiración agitada y los movimientos de sus caderas pidiendo que la penetrara, se juró que no la compartiría con nadie. Chari sería suya para siempre. O por lo menos, mientras su cuerpo de cincuentón aguantara acostarse con una mujer treinta años más joven.


Después de hacer el amor, Bosco encendió un cigarro, que compartió con Chari. Le echó el brazo por los hombros y le acarició su melena rizada. Ella se echó sobre su pecho.


― Chari, quédate esta noche a dormir conmigo.



*****



El reloj marcaba las ocho de la mañana cuando Bosco Quincoces se dio cuenta que estaba solo en la cama. Fue el abrir y cerrarse de la puerta lateral de la casa, a la que daba el balcón de su habitación, la que lo despertó. Desde allí vio irse a Chari y el resto de mujeres camino del tranvía. El frescor de la mañana y el canto de los pájaros casi no dejaban escuchar sus conversaciones mientras se alejaban.


Como todavía faltaba para que Baldomero pasara a recogerle, optó por intentar dormirse otra vez. Reparó entonces en la foto de la imagen del Gran Poder, dedicada a don Juan de Villarrasa padre, que estaba sobre la mesita de noche, sobre el paño de crochet manchado de cenizas.



*****


Parecía haber pasado apenas unos minutos cuando Bosco Quincoces se despertó de súbito, al escuchar unos disparos. Salió a mirar por la ventana, y vio gente corriendo por la calle, y un camión con soldados a gran velocidad. También escuchó movimiento en la planta baja de Villa Marisma.


― ¡Un levantamiento militar! ― gritaba don Juan de Villarrasa.


Todos salieron de sus habitaciones casi al tiempo y sin terminar de vestirse. El doctor Inchausti hizo por abrir la puerta principal, a lo que el dueño de la casa le quitó la idea de la cabeza.


― Quítate de ahí, ¿no oyes los disparos? ¿No ves que estamos cerca de barrios obreros?


Don Juan fue a encender la radio, a la vez que pedía a los criados que peraparasen café.


― Esa es la voz de Queipo de Llano ― exclamó Luis Tellería ― es él el que se ha levantado. ¡Con un buen par de cojones!


Todos se abrazaban. Juan de Villarrasa rebuscaba en un arcón su camisa azul de falangista. El olor a café que venía de la cocina abrió el apetito a los que allí estaban. Una piedra rompió una de las cristaleras del salón. Mientras pasaban a la cocina, Bosco pensaba si Chari habría logrado llegar a Triana.

jueves, 6 de enero de 2011

Caminos sin trazar: LA CABALGATA DE REYES

Caminos sin trazar: LA CABALGATA DE REYES

LA CABALGATA DE REYES


Hay fiestas por las que la ciudad de Sevilla es muy conocida: la Semana Santa y la Feria. Sin embargo, hay otras celebraciones que no lo son tanto, que atraen menos turistas y, todo hay que decirlo, atrae menos a esos sevillanos a los que solo les interesan las fiestas como excusa para juerga ajena a lo que se celebra. Entre las fiestas religiosas más íntimas, pueden estar la solemne procesión del Corpus Christi, o la de la Virgen de los Reyes el 15 de agosto. Sin embargo, hay para mí un día muy especial a lo largo del año, que se celebra en uno de sus primeros días, el 5 de enero, y que es la Cabalgata de Reyes Magos.

En España, al igual que en México o la República Dominicana, los regalos no los trae Papa Noel, Santa Claus o el Niño Jesús, sino sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, que llegan con sus cortejos la tarde del 5 de enero, para dejar por la noche sus regalos en las casas, ayudados por sus pajes, y el inestimable apoyo logístico de sus camellos. Debido al esfuerzo tan grande que hacen, los niños, que dejan sus zapatos en el salón de su casa para que sepan dónde dejar los juguetes, también les ponen algo de comida y agua para los animales, que casi siempre son consumidas, al menos en parte.

Los sevillanos reciben a los Reyes, que vienen en una cabalgata junto a muchos personajes de ficción, como Blancanieves, El Quijote, Indiana Jones o Bob Esponja, junto a la Estrella de la Ilusión, que comanda el cortejo, el Mago Merlín y multitud de pajes que, a pesar del trabajo que les queda en esa noche, no dejan de cantar y bailar, animando a todos los que acuden a verlos. Se lanzan caramelos durante las ocho horas que dura la cabalgata, y niños y mayores se desviven por ser los que más recogen.

Dicen que es una fiesta para los niños, y por eso es una fiesta para todos. Es el único día del año en el que los más de setecientos mil habitantes de la ciudad se vuelven niños. Únicamente se pueden distinguir los niños unos de otros, porque unos son más altos y otros más bajitos, unos tienen barba o peinan canas, y otros están repeinados por sus madres.

Sevilla rejuvenece ese día. Por unas horas, se olvida de su sentimiento de derrota como ciudad, de su añoranza por un pasado glorioso que fue, y del que tan solo quedan sus tradiciones. Unas tradiciones amenazadas por la mediocridad de los que las rodean y por el capitalismo que todo lo mercantiliza, incluso la pasión y muerte de Jesucristo.

Por un día, los sevillanos dejan a un lado su muerte lenta como ciudadanos, y sacan a relucir la energía inagotable de los niños, su alegría y sus ganas de vivir.

Sevilla es el día de la Cabalgata de Reyes esperanza de resurrección. No todo está perdido. Tras la mediocridad de sus dirigentes, la pobreza de su sociedad civil, la miseria y la envidia pueblerina de muchos, la cortedad de miras de otros, o el empequeñecido mundo en el que viven sus reyezuelos de tres al cuarto, hay una Sevilla que dice el día 5 de enero que no todo está perdido. Que la energía vital, que sólo se vive el resto del año en sus barrios más olvidados, puede volver a impregnar la ciudad. Y que la gente que cada día intenta abrirse paso por lo que es, algún día se le respetará por ello. El día 5 es la victoria del pueblo olvidado de Sevilla, que contagia de alegría a sus reyezuelos, a su cincuenta familias de toda la vida y a las otras cinco mil que se dan patadas en el culo por ser parte de esas cincuenta.

Si los sevillanos quieren otra Sevilla, deberán vivir como si todos los días fuesen 5 de enero.